Varios autores - Solo se lo diría a un extraño

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Un taller de escritura virtual, a inicios de una cuarentena obligatoria, reúne a desconocidos en una sala de
Zoom. Motivados por las consignas de escritura, comienzan a develarse, en textos cortos, historias y relatos que fluctúan entre la ficción y la realidad.Temas como el poder, la infidelidad, la maternidad, el suicidio y los secretos de familia se repiten en los diferentes autores, manifestándose en distintos estilos y tonos. Es así como "
Solo se lo diría a un extraño" reúne los mejores textos escritos en aquel taller de cuarentena donde un grupo de desconocidos decidió desvestirse con palabras.

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Ella se define por lo que no es, así descubre lo que es. Es exigente consigo misma, pero procura no serlo con los demás. Desconfiada por experiencia, pero no por voluntad propia. Ansiosa, aunque ligera para reír.

Sencilla para solucionar y compleja para analizar. Tiene humor negro, pero no discrimina. Es estadounidense de nacimiento, pero peruana para manejar y comer. Ella es curiosa para chismear, e intenta no juzgar al chismoso. Se siente joven al festejar, pero vieja para madrugar.

Profesional apasionada, pero arrastra una gran culpa por el tiempo que le consume el trabajo. Decidida a tener dos hijos, aunque se sigue cuestionando lanzarse por un tercero.

Es fiel a ellos, pero infiel a ella. Es femenina a pesar de no tener trompas de Falopio, pero masculina para negociar y decidir. Reservada por tímida y no por pudor. Impaciente con su madre, pero dócil con su padre. Cobarde para posar, aunque valiente para mirar.

Insegura ante lo desconocido, pero segura para lanzarse a ello. Nunca encajó y tampoco desencajó. Puede sonreír por la mañana, pero llorar de noche. Puede ser todo lo que dice este texto, y todo lo contrario.

Dieciséis

Crecí escuchando que era el solcito de la familia, la alegría de la casa, la rubia, la divertida. Siempre positiva. Yo no veía el vaso medio lleno, ¡lo veía rebalsado! Conmigo no había medias tintas, era la defensora del pueblo, la que siempre estaba sin importar qué hora fuera, la de la risa fácil, la confiada, la enamorada del amor.

Cuando era niña, decía que de grande quería ser mamá y tener 36 hijos. Vengo de una familia apapachadora. Mis padres están juntos desde los trece años, y de eso ya han pasado más de cincuenta.

Pero ¿qué pasa cuando ese sol se convierte en noche? ¿Cuando la risa es menos fácil que el llanto? ¿Cómo se empieza de nuevo?

Durante mucho tiempo estuve buscando esa respuesta. Fue difícil, porque me convertí en mi peor enemiga. No soportaba verme al espejo, me volví experta en ocultar mi dolor. Yo era un tren a toda máquina, no necesitaba de nada ni de nadie, sola podía con todo. Cansaba mi cuerpo al punto de que solo cayera agotado y no pudiera sentir, pensar. Nada. Eso me llevó a un paseo de tres meses en UCI.

Me tomó un tiempo entender que también era la chica insegura, triste y rota. Pero eso no significaba que hubiera dejado de ser también la mujer entusiasta, fuerte y decidida que disfrutaba la vida. Solo era cuestión de confiar en mí.

Diecisiete

John. John. John. Todo un ser y medio siglo de experiencias en un monosílabo. Cuando terceros hablan de mí, basta con decir mi nombre, quizá junto a algún calificativo, para transmitir toda la descripción de quién soy. O de quién perciben que soy.

¿Quién soy? Yo lo sé perfectamente, pero es difícil sintetizarlo, y la amplitud de mi autoestima me pide mucho más que 250 palabras. He sido siempre el pata bueno, el que hace lo correcto, el que vivió afuera, el que habla siete idiomas, el que decide bien, el exitoso, el que se casó con la chica perfecta, el que toca en discotecas de Asia, el que tiene hijos primeros de la clase y patas de la puta madre.

Pero soy géminis, y a veces intuyo que tengo un lado no tan bacán. Sí, sí, soy lindo y todo eso, pero, en lo que realmente importa, ¿soy bueno? ¿Estuve lo suficiente con el Negro antes de que partiera? ¿O lo postergué un poco mucho, anticipando que se quedaría por más tiempo? ¿Veo lo suficiente a mi mamá? ¿Hice todo lo que pude para tener una relación más cercana con mi viejo? ¿Con mi hermana? ¿Es malo que las respuestas a esas preguntas no me importen tanto?

Supongo que prefiero evitar ese yin y quedarme en el yang del patita bacán y feliz, para evitar perturbarme. Igual, ya gané el primer tiempo y este segundo lo puedo... lo debo jugar más relajado. Al menos eso es lo que creo. Ya veremos.

Dieciocho

Confieso tener una relación adictiva con el hentai, una debilidad ante ese milenario género erótico. Me matan esas hermosas japonesas sublimadas de brillosa mirada, ojos amplios y redondos, tetas inflamadas, gelatinosas, que se alzan juguetonas sobre unos virginales vientres planos.

Admito tener un fetiche con esas fabulosas criaturas asiáticas de pelos multicolores y cinturas contraídas, de amplias y arqueadas caderas bajo las cuales reposan unos culos esféricos de tamaño perfecto. Me son afrodisiacas sus faldas distraídas, sus medias altas, las telas traslúcidas que parecen una segunda piel. Encuentro irresistibles aquellos pezones sediciosos, las hendiduras ninfomaníacas, sus lenguas voraces.

Reconozco que me perturban sus miradas cándidas y a la vez incitantes, su conducta torpe, inexperta, como si estuviesen confundidas, para de pronto transformarse en insaciables máquinas de producir orgasmos explosivos y extrahumectados, siempre de derecha a izquierda, de abajo hacia arriba, de atrás hacia adelante, salpicando en su camino páginas y empuñaduras.

Me tortura su dislexia sexual, me consumen con sus gemidos acentuados, con sus gritos silenciosos “irete hoshii”, “gaman dekinai!”, me pervierten, me envician. Si fuesen fértiles, ya sería padre de medio Yokohama.

Hace unos años, una diosa oriental de carne y hueso apareció en mi vida. Poseía una gracia singular, tenía la piel afelpada, pelvis compacta, una cintura extraflexible, un cuello estilizado precioso, una sexualidad magnética. Tomaba clases de danza y era estudiante de intercambio en la facultad de Psicología. Swan era un precioso cisne nipón, y yo andaba absolutamente intoxicado con ella. Nuestras aventuras sexuales merecen ser inmortalizadas por el propio Osamu Tezuka en un manga hentai – edición especial. Terminando el ciclo, tuvo que regresar a Japón, y así terminó aquella mágica historia.

Es a ella a quien busco dentro de los animes, es su cuerpo el que pretendo rearmar entre esas ilustraciones, dedicándole mil puñetas y fantasías, reviviendo una fábula tan real como esta confesión.

Diecinueve

Soñaba con pintar con spray las paredes de mi colegio-burbuja. Romper, al menos, una regla. Pero yo siempre fui un chiquillo respetuoso. Y aunque nunca dejó de revolotearme la tentación de la transgresión, el autoritarismo de mi madre y el “qué dirán” se encargaron de mantenerme siempre en el camino del bien.

Un diagnóstico de fiebre reumática tardío me dejó postrado seis meses en cama. Sumado a eso, las intempestivas muertes de seres queridos impregnaron en mí, desde los trece años, el temor a quedarme solo.

En mis veintes fui dichoso (o, al menos, eso creía). Festejé como un niño en cumpleaños, disfruté cada día como si fuera nuevo en eso de vivir, acumulé trabajos y experiencias. La verdad es que me escondía. Huía de esa desabrida felicidad que te hace pensar que tener privilegios lo es todo. Disfrutaba sin cuestionarme, saciándome de apariencias. Elegí un camino sin salida, sin encanto.

Hasta que, un día, esa abundancia de apariencias estalló como un huevo al tirarlo contra un muro. Me fui a ser uno más. Uno que no pudiera llegar a ser Presidente con tres llamadas telefónicas. Me fui a buscar ser yo mismo. Fue entonces que comencé a cuestionarme. Me tracé objetivos y enfrenté la soledad en muchedumbre. Me perdí conociéndome, queriéndome y sintiéndome querido en aquella soledad.

El sufrimiento se mantiene y la ansiedad decae, pero, igual, de vez en cuando me visita por las noches. Descubrirme amado solo por el hecho de estar aquí me ha dado paz y seguridad. Hoy, bordeo los cincuenta y siento que alcanzaré nuevos objetivos, abrazo nuevos amores y amistades sinceras, y quiero desafiar mi equilibrio actual, porque si algo aprendí en la soledad es que no nací para quedarme quieto.

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