Pero esas historias no son mías. La mía es la del chardonnay que, sin pretensión, en esa copa dejada a medias en la mesa, llegó con la amiga de una amiga. Es una uva de esas que uno no mira al principio, pero que cautivan poco a poco y son imposibles de olvidar. Siento el roble, firme, decidido, que le da personalidad. La tierra donde sentó sus raíces. Una combinación impecable. Fina, fuerte, interesante.
Sigo conversando con los despojos de una noche memorable cuando aparece ella, la chica chardonnay, la que estaba en mi cama dormida y que ahora está sin nada más que la camisa de chamba que tuve puesta ayer.
—¿Te ayudo? —se ofrece.
Ya hiciste más que suficiente, pienso mientras sonrío.
Ese jabalí se está pareciendo más a una gacela. ¿Será que se queda en la pared o la incluyo en las bolsas con los restos de la fiesta? Veremos si sigue igual de grácil al final del día.
Lo del documento era una excusa para verlo. Era cierto que necesitábamos su firma, pero no había necesidad de que fuera yo quien se lo llevara. Él accedió sin vacilar. Quizás no era la única con ganas de un encuentro, pensé. Traté de no arreglarme demasiado, pero igual me puse linda: el vestidito morado, las botitas tejanas y el pelo en una cola de caballo. Después de tanto tiempo sin vernos, no quería que me viera “normal”. Agoté entre mi cuello y las muñecas lo último de aquel perfume que tanto le gustaba. No me puse maquillaje en señal de protesta.
Llegué al lobby de aquel edificio ostentoso, y el portero lo llamó por el intercomunicador.
—Me pide el señor que me entregue el documento, que él se lo hará llegar lo antes posible —dijo, y estiró la mano.
Saqué el sobre de manila y se lo lancé al pobre tipo que nada tenía que ver con el canalla con el que alguna vez me había casado.
En tu última carta, me pediste que escriba sobre algo políticamente incorrecto, algo sobre lo que no estoy dispuesto a negociar.
Fácil, pensé. Soy ateo militante y tengo mil argumentos para enfrascarme en ese rollo, pero prefiero tocar temas más chicos.
Por ejemplo, yo no voy al Jockey Plaza.
Es un antro maligno que, encima, requiere de mí un sacrificio extraordinario para llegar al puto lugar, al enfrentar la tortura macabra que significa manejar en Lima. Esa muestra de terquedad, además de ser completa y estrictamente cierta, tiene su lado pintoresco y podría arrancarte una sonrisa. Va en línea con la imagen que me gusta proyectar. Pero hay un problema: esta no es una actitud transgresora ni políticamente incorrecta; por lo tanto, no cumple con lo que me has pedido.
También pensé en esta: las mañanas de los sábados son para montar bicicleta.
Si los planes familiares requieren de mi presencia, estos se deberán planificar a partir de las dos de la tarde; esa es una regla inamovible en mi casa. Es más, las veces que termino de montar bicicleta antes del mediodía, es ley parar en alguna cevichería a tomar unas cervezas con los amigos, no vaya a ser que por llegar más temprano a la casa pierda el terreno ya ganado. Con este tema, hablo sobre mi pasión por la bici y, de pasadita, te dejo bien claro que en mi casa mando yo. Pero el lado políticamente incorrecto nuevamente no está, y la verdad es que en mi casa el último que manda soy yo. A otra cosa, mariposa.
Yo no lavo cosas de plástico.
Últimamente, he lavado más platos que en toda mi vida. Pero una categoría no he tocado: los tuppers, tomatodos y demás cachivaches de plástico. Me dan asco. Pienso que los restos de yogur con cereal se quedan impregnados en ese material innoble y que, por más que rasquetee, no van a salir. Otra vez, nada políticamente incorrecto aquí.
Lo último que se me ocurre es lo de la misa.
A veces, no me queda otra que ir a la iglesia por algún bautizo o matrimonio ineludible. Si el cura manda arrodillarse, me quedo parado, y cuando toca rezar o hacerle el corillo al papanatas ese, callo. Me gusta hacerlo en las primeras filas para retar al sacerdote y ver si se atreve a increparme. En este caso, se podría decir que cumplo con todos los checks de la tarea, pero me parece soso, aburridón, y el tufillo de rebeldía me parece trillado.
Como puedes ver, no he podido cumplir con los requisitos de tu consigna, pero, como no quiero cortar este flujo epistolar que tan tímidamente hemos construido, te pido que me exoneres esta vez de limitarme a tus antojos. No quisiera pasar la vergüenza de que leas un mamarracho, sobre todo tú, que en el oficio de escribir eres mucho mejor que yo.
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