Te despiertas a las nueve, cuando Feli, tu nana de toda la vida, entra para llevarse a Lollipop a dar su paseo matutino. Reniegas, jalas las sábanas de algodón egipcio por encima de tu cabeza y tratas de seguir durmiendo, pero la luz, todo lo que tienes que hacer hoy y tu gato, que se acerca impregnado de olor a Chanel por todo el amor que le das, te lo impiden.
Te paras de la cama, coges el vaso de jugo de naranja que Feli ha dejado en tu mesa de noche, caminas hacia el baño y te desvistes. Te miras al espejo. Aún se te ven las costillas. Puedes seguir tragando Nutella con cuchara una semana más.
Justo antes de meterte a la ducha, cambias de opinión. Regresas a tu cuarto y eliges un par de juguetes: no los más nuevos, pero sí tus favoritos. Vuelves al baño, coges tu teléfono y entras a la página de porno ético y feminista que encontraste hace poco —y que no te gusta precisamente por lo ético o feminista, sino porque todo parece real y eso te calienta más.
Terminas rápido, te bañas, te vistes y te sientas frente a la computadora. Hay varias cosas que hacer hoy, pero últimamente te sientes un poco bajoneada. Abres, sin pensarlo, la página de Latam. Barcelona, tecleas rápido, y compras un pasaje, solo de ida. Felizmente, tu asiento de siempre, el A1, está disponible. No te sorprende. Siempre has tenido muy buena suerte.
La tristeza de mi madre me atravesó como la bala perdida que recibes en un fuego cruzado. Quema y calienta por dentro. No mata. Solo hiere.
He tratado, con todos los versos del mundo, de sosegar tu tristeza, alegrar tu existencia con tarjetas de dibujos con payasos y rimas inexpertas. También has sido mi sol. Esa mujer que, con lágrimas y abandonos, me enseñó un mundo luminoso.
Eras lo único que ansiaba cuando el universo se me hacía inmenso. Cuando, parada en el patio gris del colegio, tampoco encontraba la contraseña para ser feliz. Y como aprendí que la tristeza es un lugar, hice mis maletas y me marché en silencio.
He cincelado mis miedos a punto de perseverancia. He silenciado a mi niña tímida con una máscara de autosuficiencia. No he querido volver, de ningún modo, siendo la misma. En esa transición, me he tatuado “Brillar o morir”.
Me gusta ser la reina de la fiesta, llamar la atención a donde voy. A algunos les jode. Ese entusiasmo amarillo puede provocar las ganas de pincharme el globo con un alfiler. Ese alfiler puntiagudo quiebra toda mi confianza en un santiamén. ¿Será tan evidente aún mi inseguridad?
Ni los tacos aguja ni todas las ganas en las que estoy parada podrán levantarme cuando me siento rechazada. Poco aceptada. En esos momentos, vuelvo al patio gris de mi infancia: vuelvo a ser insignificante.
Todas las miradas me atraviesan como ráfagas sin piedad, hasta que me encuentro con una mirada que se detiene en mí. Me mira distinto, se encuentra conmigo y me hace sentir que de ningún modo soy transparente. No, ya no soy transparente.
El universo ya no me queda grande. A la tristeza solo la visito como viajera itinerante. Mi madre, ese lugar donde siembro semillas con la esperanza de que dé flores llenas de color.
“Yo sé que tú puedes más” fue la sentencia con la que crecí. Camaleonico veredicto, sucesor indiferente de éxitos y fracasos. De chica, la asumí con ignorancia, con inocencia. Con los años, entendí el verdadero peso de aquella fulminante condena.
¿Qué significa “más”? ¿Cuánto mide “más”? ¿Más que qué? ¿Más que quién?
Ese “más” ladrón siempre amargó el sabor de la victoria.
Lejos de motivarme, me anulaba. Nunca nada era suficiente. Yo no era suficiente.
Desde entonces, vivo en una competencia de alto rendimiento contra mí misma. Soy la heroína, soy la villana. Soy alguito más que menos. Soy mucho menos que más. La que se sabotea centímetros antes de la meta, moviendo la línea siempre un poquito más allá del final.
Antes, le echaba la culpa a mi madre por ser la autora de la frase. Fue ella quien me clavó esa cruz. Pero, ahora, ¿a quién? Si ya la hice mía. ¿No soy yo acaso quien la vive? ¿No soy yo quien la perpetúa?
Porque, hoy, soy yo la que decide darle cabida todos los días. Hasta la disfruto, aun sabiendo que hace que todo me sepa a poco. Detona algo en mí que me moviliza y no me da tregua: saber que siempre puedo más.
Conocía la agudeza de su análisis. Metódica e instintiva, Laura había hurgado en los infortunios de mis viejos, las personalidades extrañas de mis cinco hermanos (todos mayores que yo), las vicisitudes de mi niñez en un colegio alemán, mis quince años fuera del Perú, mis pasiones, mis frustraciones y hasta el simbolismo lacaniano de por qué carajo nunca me circuncidaron.
—¿Sabés cuál es tu problema, Oscar?
—¿Soy demasiado exitoso y la envidia de mis enemigos los avienta al suicidio?
Nada como el sarcasmo para sabotear un ultimátum.
—Hacés. Malos. Cálculos —me fulminó.
Mi cinismo huyó por una rendija y sentí esas palabras como un sablazo separando mi cabeza del cuello. Yo, que hacía unos segundos me sentía en absoluto control con mi corbatita Hermès, ahora sobrevolaba ese consultorio como un espectro desmochado.
—¿Comprendés? —remató.
La que no había comprendido era Laura. Su sentencia había pulverizado la bóveda donde mantenía encerrados mis fantasmas y ahora se proyectaban frente a mí como escenas censuradas de películas prohibidas:
Niño problema. Suspendido en la universidad. Banquero hippie. Quiebras. Divorcios. Emigrante devuelto. Músico acobardado. Filósofo de ducha. Atleta sin podio. Amante de 84 octanos. Terco en las letras, los números, las reglas, las melenas...
Laura, astuta y perspicaz, me había lanzado una bola curva, un guantazo a ver si el terco reaccionaba. Todo el tiempo y el dinero invertidos en sus consultas se resumían en aquella bofetada, de esas que le voltean la cara hasta al más necio.
En forcejeos con mi inconsciente, recordé de pronto esa frase de Thoreau que alguna vez había leído sin darle demasiada importancia:
“El precio de cualquier cosa se mide con la porción de vida que entregaste para alcanzarla”.
Quizás esos “malos cálculos” de los que me acusaba Laura habían sido en realidad decisiones deliberadas, porciones de mi vida que yo había elegido no entregar. El tiempo y la libertad eran mi prioridad, y todas mis decisiones, el precio asumido. Quizás esos fantasmas no eran más que el reflejo de mi carácter y, en lugar de temerles, tenía que cuidarlos.
El día que me botaron de mi casa, me hicieron el favor más grande de mi vida. Empecé a disfrutarla sin explicaciones, con ansias de experiencias nuevas y desesperado por recuperar el tiempo perdido.
Había nacido en una casa de padres estrictos, sobreprotectores y violentos, donde su palabra era ley; mi voz, muda; y una inseguridad sigilosa se había ido instalando dentro de mí.
Yo hubiera querido estudiar música, pero me gradué de administrador de empresas y, apenas recibí el cartón que jamás usé, me prometí nunca más hacer lo que esperaban de mí. Quería enfocarme en hacer lo que sentía.
Durante un tiempo, recorrí diferentes oficios, trabajé en bancos y hasta bares. Conocí gente interesante, pero quizás lo más interesante fue conocerme a mí.
Un día, unos amigos me invitaron a conocer el Salto Ángel, la catarata más alta del mundo, ubicada en la sabana de Venezuela. Yo no tenía ni un mango.
—Te invitamos, pero tú filmas —fue su propuesta.
Nunca en mi vida había agarrado una cámara, pero igual me lancé.
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