A lo largo de toda la noche, finalmente agradable, vi a mamá susurrándole a mi hermano tal como lo hacía cuando éramos niños y ella quería decirle a papá algo que no quería que nosotros supiéramos. Vi a mi madre, sin saber que un drama real se desplegaba alrededor de los bordes de nuestra ficción, que pedía flores en mi –también ficticio– corte de cabello estilo Mahawk.
Mientras me escabullí a la cocina para ver si había mensajes en mi teléfono, mi papá me siguió para informarme lo que estaba pasando. Resulta que los susurros y corridas de voz de mi madre eran sobre algo serio. Mi mamá había estado recibiendo amenazas de una mujer desequilibrada (y supuestamente armada) que estaba culpándola de una pérdida que había experimentado. Mi mamá no tenía nada que ver con esa pérdida, pero eso no detuvo a esta mujer quien se fijó en ella como la única culpable. Y ella sabía a qué iglesia iba mi mamá los domingos.
“Se ha puesto bastante tenso ir a la iglesia”, me dijo mi padre.
Mi hermano mayor Gary, que es guardián en una prisión federal y que, junto con su esposa y sus tres hijos, asiste a la misma iglesia que mis padres, entró también a la cocina y dijo: “Qué horrible, ¿verdad? Las últimas tres semanas yo he llevado un arma oculta a la iglesia en caso de que ella aparezca e intente algo”.
Inmediatamente pensé en Clayton y su, hasta ese momento, cosmovisión extraña, sopesándola con lo bien que ahora me sentía instintivamente de que mi hermano fuera capaz de reaccionar si una loca intentara herir a nuestra madre. Y cómo, al mismo tiempo, sentía como una locura que me alegrara de que alguien llevara una pistola a la iglesia. Pero eso es lo que pasa con mis valores –tienden a chocar contra la realidad, y cuando eso sucede, es posible que tenga que tirarlos por la ventana. Es eso, o ignorar la realidad. En mi caso, la mayoría de las veces, son los valores los que se van.
Mi reacción visceral a mi hermano portador de armas me perturbó, pero no tanto en ese momento como lo haría a la mañana siguiente.
En la noche de la fiesta me perdí las últimas noticias acerca de George Zimmerman, quien disparó y mató al adolescente desarmado Trayvon Martin, y quien fue declarado inocente de todos los cargos. Durante más de un año el caso mantuvo encendido un feroz debate sobre el racismo y la disposición legal Stand Your Ground, de Florida, que permite el uso de la fuerza violenta si alguien cree que su vida está siendo amenazada.
Mi bitácora de Facebook ardía de protestas, indignación y alaridos. Yo quería unirme y actuar como una voz a favor de la no violencia esa semana, pero cuando escuché por la cadena pública NPR que el hermano de George Zimmerman estaba diciendo que él no aceptaba la idea de que Trayvon Martin estuviera desarmado porque el arma de Martin era la acera en la que George se rompió la nariz, mi primera reacción no fue la de la noviolencia, sino una necesidad abrumadora de alcanzarlo a través de la radio y asestarle a ese hombre un bien armado puñetazo en la garganta.
Aún más, esa misma semana, un oficial de rango federal iba a llevar un arma oculta a la iglesia de mi madre, ese y todos los domingos. Lo cual es una locura y algo contra lo que normalmente me gustaría publicar una perorata en mi muro de Facebook para que todos los liberales como yo le dieran su respectivo “like”. Solo que en este caso, ese oficial federal particular (a) era mi hermano, y (b) portaba esa arma para proteger a su (mi) familia, a su (mi) madre, de una loca que la quería muerta. Cuando oí que mi hermano estaba armado para proteger a mi propia madre, no me alarmé como lo haría una pastora decente y buena protectora del control de armas. Me sentía aliviada. Y ahora, ¿qué diablos publico en Facebook? ¿Qué hago con eso?
También tuve que lidiar con el hecho de que simplemente no podía expresar el nivel de indignación antirracista como quería, sabiendo algo que nadie sabría a menos que lo dijera en voz alta: a pesar de mis persuasiones políticas y mi liberalismo, cada vez que un grupo de jóvenes negros en mi barrio pasan caminando, la reacción de mis tripas es mantenerme alerta lo que no sucede cuando los hombres son blancos. Odio eso de mí misma, pero si dijera que no hay racismo residual en mí, racismo del que –después de 44 años de reforzamiento a través de mensajes en los medios y la cultura que me rodea– no sé cómo escapar, estaría mintiendo. Y eso que yo tengo un sticker en el parachoques con el lema “eracism” 3.
La mañana después del veredicto de George Zimmerman, mientras reflexionaba sobre qué decirle a mi iglesia al respecto, quería ser una voz a favor de la noviolencia, del antirracismo y del control de armas como sentí que debía ser (o como vi que la gente en Twitter exigía: “Si tu pastor no predica sobre el control a las armas de fuego, y contra el racismo esta semana, búscate otra iglesia”), todo lo que pude hacer fue estar de pie en mi cocina y llorar. Llorar por todas mis inconsistencias. Por mi feligrés y madre de dos hijos, Andrea Gutiérrez, quien me dijo que las madres de niños de piel oscura y negra sienten ahora que sus hijos pueden convertirse legítimamente en blancos de tiro en las calles de los suburbios. Por una nación dividida: cada lado odiando al otro. Por todas las formas en las que con mi silencio perpetúo las cosas que yo misma critico. Por las amenazas de muerte hacia mi familia y las amenazas de muerte hacia la familia Zimmerman. Por Tracy Martin y Sybrina Fulton, cuyo hijo, Trayvon, fue asesinado a tiros, y a quienes se les dijo que era más culpa suya que la del tirador.
Momentos después de escuchar acerca de la absolución, salí a caminar con mi perro y llamé a Duffy, una feligresa particularmente reflexiva. “Estoy realmente en la mierda con todo esto”, le dije, procediendo a detallar todas las razones que, a pesar de cuan fuerte me siento en estos asuntos, no puedo con ninguna integridad sobre “resistir en mi propio terreno”, hacer valer mi propia postura contra la violencia y el racismo –no porque ya no crea en defender esas cosas (las defiendo), sino porque en mi propia vida y en mi propio corazón hay demasiada ambigüedad. Hay violencia y noviolencia en mí y, sin embargo, no creo en ambas. Ella dijo que tal vez otros puedan estar sintiendo lo mismo y que tal vez lo que pueden necesitar de su pastora no es tanto la indignación moral y las quejas que ya estaban viendo en Facebook, sino que tal vez solo necesitan que yo confiese mis propias inconsistencias agobiantes para que ellos reconozcan su propias incoherencias.
Me pareció que Duffy me estaba dando una idea horrible, pero sabía que ella tenía razón.
Muy a menudo, en la iglesia, ser un pastor o un “líder espiritual” significa ser ejemplo de “vida piadosa”. Se supone que un pastor es la persona que es realmente buena en este tema del cristianismo: la persona a la que otros pueden ver como un ejemplo de justicia. Pero tanto como ser la persona que es la mejor cristiana, alguien que “sigue a Jesús” lo más cercanamente posible puede no ser tan seductor, simplemente porque eso corresponde a lo que nunca he sido ni es lo que mis feligreses necesitan que yo sea. No estoy corriendo detrás de Jesús. Jesús me está arrastrando por el culo calle abajo. Sí, soy una lideresa, pero los estoy llevando a la calle a que el autobús de la confesión y la absolución, del pecado y la santidad, de la muerte y la resurrección los atropelle –esto es, el evangelio de Jesucristo. Soy una lideresa, pero solo si digo: “¡Que se jodan! Allá voy, yo soy la primera”.
Me paré al día siguiente bajo la luz cobriza de la puesta del sol en la sala parroquial donde los de La Casa se reúnen y les hice a todos los de mi congregación mi confesión. Les dije que había un millón de razones por las que yo quisiera ser la voz profética para el cambio, pero que cada vez que lo había intentado, había sido confrontada por mi propia mierda. Les dije que no estaba calificada para ser un ejemplo de nada, solo para necesitar a Jesús.
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