Nadia Bolz-Weber - Santos Accidentales

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Este libro es la traducción al español del
Bestseller del
New York Times «Accidental Saints» de
Nadia Bolz-Weber. ¿Y qué si la persona que estás evitando es hoy tu mejor oportunidad para la Gracia? ¿Qué tal que esa precisamente sea la idea? En
Santos Accidentales, Nadia Bolz-Weber, una escritora que ha sido seleccionada entre los
bestsellers por New York Times, invita a sus lectores a un encuentro sorprendente con lo que ella llama «una vida religiosa pero no tan espiritual». Cubierta de tatuajes, indignada y profana, esta ex comediante proveniente del mundo de la
stand up comedy y tercamente convertida en pastora, a veces con un gran sentido del humor se resiste al Dios al que fue llamada a servir. Pero Dios se las ingenia para aparecérsele en la gente menos pensada: un agnóstico a quien la iglesia le atrae, una
drag queen, un obispo criminal, un miembro de la NRA (asociación estadounidense que defiende el derecho a portar armas) que anda luciendo su arma a la vista de todos. La vida y la adoración comunitarias con estos «santos accidentales» empujan a Nadia a encuentros de primera mano con la gracia –un don que para ella no se asemeja tanto a que una manta cálida la cobije, sino a que un objeto contundente la golpee. Pero es mediante esa gracia que la gente experimenta una transformación que no podría ocurrir de otra manera. En tiempos en los que muchos, con toda razón, se han desilusionado del cristianismo,
Santos Accidentales demuestra lo que sucede cuando la gente común y corriente comparte el pan y el vino, lucha con las Escrituras en comunidad y comparte mutuamente la verdad de sus vidas concretas. Este relato inolvidable de sus pasos en falso hacia una vida integral les comunica, a creyentes y escépticos, un hálito de veracidad. Narrado en el estilo confesional por el que Nadia es conocida,
Santos Accidentales es el nuevo trabajo fascinante de una las voces religiosas más importantes hoy en día.

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Al día siguiente llamé a mi amiga episcopal, Sara, para contarle la historia de cómo pensé que tenía una heroína solo para descubrir que ella era simplemente una racista terrible. ¿Cuál fue la respuesta de Sara? “Mándame un correo electrónico con su nombre. La voy a agregar a la Letanía de los Santos junto a todos los demás borrachitos de Dios”.

Yo no quería el nombre de Alma White en la Letanía de los Santos. Su nombre sobre la mesa, iluminada por el cirio pascual2, junto a los de San Francisco y César Chávez, no quedaba bien. Quiero que los racistas se queden en la caja “racista”. Me pongo nerviosa cuando estos empiezan a colarse en la caja de “santo”. Pero así es como funciona. En el domingo de Todos los Santos me encuentro con ambigüedades pegajosas en torno a santos que fueron malos y pecadores que fueron buenos.

Personalmente, creo que saber la diferencia entre un racista y un santo tiene su importancia. Pero cuando Jesús una y otra vez dice cosas como, el último será el primero y el primero será el último, y los pobres son benditos y los ricos son malditos, y las prostitutas son las grandes invitadas a la gran cena, me pregunto si nuestra necesidad de categorías bien demarcadas en blanco/negro no son tanto verdadera religión, sino más bien un pecado. Saber en qué categoría colocar la cicuta podría ayudarnos para saber si es segura para beber, pero saber en qué categoría colocarnos a nosotros mismos y a los demás, no nos ayuda a conocer a Dios de la manera en que la iglesia tan a menudo intenta convencernos de que lo hace.

De todas formas, ha sido mi experiencia que lo que nos hace los santos de Dios no es nuestra capacidad para ser santos, sino la capacidad de Dios para trabajar a través de los pecadores. El título “santo” siempre se confiere, nunca se gana. O como lo expresa el buen San Pablo: “Porque es Dios quien está trabajando en ustedes, habilitando tanto el querer como el hacer por su buena voluntad”(Filipenses 2:13). Me he dado cuenta de que todos los santos que he conocido han sido accidentales –personas que sin darse cuenta tropezaron con la redención como si estuvieran buscando algo más en ese momento, personas que tienen cierto problema con la bebida y logran permanecer sobrios y ayudarles a otros a hacer lo mismo, personas que son tan amables como hostiles.

Junto a Alma, en nuestra mesa de Todos los Santos, había un icono de otro santo accidental: Harvey Milk (la primera persona abiertamente gay elegida a un cargo público en California, quien fue asesinado, en 1978, por un colega suyo en el Concejo de su ciudad, al que habían sido elegidos). El ícono mostraba a Milk de pie frente al puente Golden Gate con cinco agujeros de bala de plata en su pecho y un halo dorado detrás de su cabeza. El icono fue creado por Bill, uno de los artistas que son miembros de nuestra congregación. Bill me llamó más tarde cuando alguien lo cuestionó por crear una representación visual de santidad para alguien que no era cristiano.

Yo le expliqué a Bill que lo que celebramos de los santos no es su piedad o perfección, sino el hecho de que creemos en un Dios que redime y hace santas las cosas de este mundo, a todas las cosas, a la humanidad, todo lo que en si es defectuoso.

Realmente lo creo. Y sin embargo, cuando colgué el teléfono, en todo lo que podía pensar era en lo difícil que es para mí creer que lo que es cierto tratándose de Alma White o Harvey Milk también podía ser cierto para mí; que tal vez Dios me puede usar a pesar del hecho de que yo, de muchas maneras, soy una desadaptada para el trabajo que hago.

Sin embargo, esa es mi experiencia. Sigo cometiendo errores, incluso los mismos; una y otra vez. Repetidamente intento (y fracaso) mantener a Dios y a mi compañeros a cierta distancia.

Digo no cuando debería decir que sí. Digo sí cuando debería decir no. Caigo dentro de momentos sagrados sin darme cuenta de ellos hasta que han terminado. Soy torpe en el amor y luego, accidentalmente, digo lo correcto en el momento adecuado sin siquiera darme cuenta, luego olvido lo que importa, luego muestro ternura cuando es necesario, y luego me doy la vuelta y pienso en mí misma con demasiada frecuencia.

Simplemente sigo siendo una persona en la que Dios está trabajando. Y, para serles honesta, ni siquiera ando buscando eso. Admiro a los que se meten en “prácticas espirituales”, los que buscan una sensación de bienestar a través del yoga o la meditación o los tiempos tranquilos a solas, pero aparte de levantar pesas (¡son realmente pesadas!) cada mañana en mi gimnasio CrossFit, sinceramente no logro pensar cuáles son esas prácticas que me ayudan a ser más espiritual. Puedo, sin embargo, hablar sin cesar sobre la forma en la que una y otra vez me han echado de culo con la Biblia, las prácticas de la iglesia, y el pueblo de Dios. Es decir, con la religión.

Recientemente un joven seminarista me preguntó durante una sección de Preguntas y Respuestas: “Pastora Nadia, ¿qué hace usted personalmente para acercarse a Dios?”

Antes de que me diera cuenta de que lo estaba diciendo, respondí: “¿Qué? Nada. Tratar de acercarme a Dios suena como una idea horrible para mí”. Desearía que Dios me dejara en paz la mitad del tiempo. Acercarse a Dios podría significar que me digan que debo amar a alguien que ni siquiera me gusta, o que regale incluso más dinero del que tengo. Podría significar que me sean arrancados alguna idea o sueño que me son queridos.

Mi espiritualidad es más activa, no en la meditación, sino en los momentos cuando:

Me doy cuenta de que Dios pudo haber hecho algo hermoso

a través de mí a pesar de que soy una imbécil,

y cuando me enfrento a la misericordia del evangelio,

al punto que no puedo odiar a mis enemigos,

y cuando no soy capaz de juzgar el pecado de otra persona

(algo que, seamos honestos, me encanta hacer) porque mi propia mierda se amontona demasiado en el camino,

y cuando tengo que presenciar el sufrimiento de otro

ser humano a pesar de mi deseo de que me dejen sola,

y cuando alguien me perdona, aunque no lo merezca

y mi perdonador lo hace porque él también está atrapado

por el evangelio,

y cuando pasan cosas traumáticas en el mundo y

no tengo ningún lugar para colocarlas o darles sentido,

pero lo que sí tengo es un grupo de personas que se reúnen conmigo cada semana,

personas que lloran y oran conmigo por la devastación de algo así como un tiroteo en una escuela,

y cuando termino transformada por amar a alguien

a quien nunca habría elegido en un catálogo, pero a quien Dios me envió para enseñarme sobre el amor de Dios

Pero nada de lo anterior es el resultado de prácticas espirituales o disciplinas, por más admirables que ellas puedan ser. Se trata de cosas que nacen en una vida religiosa, en una vida ligada por el ritual y la comunidad, a partir de la repetición, del trabajo, de dar y recibir, del mandato de una gracia.

Esta es la forma que asume La Casa. Como dice Stephen, uno de mis feligreses: “Nuestro ‘ministerio’ es la Palabra y el Sacramento –todo lo demás fluye de allí. Vemos una necesidad, la llenamos. La cagamos, decimos lo siento. Pedimos gracia y oración cuando las necesitamos (mucho). Jesús se nos muestra a través del otro. Comemos, rezamos, cantamos, nos caemos, nos levantamos, repetimos. No es tan complicado”.

Hay muchas razones para alejarse del cristianismo. No hay duda. Yo entiendo perfectamente por qué la gente toma esa decisión. El cristianismo ha sobrevivido unas abominaciones indescriptibles: las Cruzadas, los escándalos sexuales del clero, la corrupción papal, las estafas de los televangelistas y los ministerios payasos. Pero también nos va a sobrevivir a nosotros. Va a sobrevivir a nuestros errores y orgullo y exclusión de los demás. Creo que el poder del evangelio –aquello que hizo que los primeros discípulos abandonaran sus redes y se alejaran de todo lo que sabían hacer, lo que causó el regreso de María Magdalena a la tumba y luego a anunciar la resurrección de Cristo, aquello por lo que los primeros cristianos se martirizaron, y lo que me mantiene en los asuntos de Jesús (o, lo que Paul, mi amigo sacerdote episcopal, llama “trabajando para la empresa”)– es algo que no puede ser asesinado. El poder de la misericordia ilimitada, de lo que llamamos el Evangelio, no puede ser destruido por la corrupción ni por telepredicadores que nos muestran sus dientes. Porque al final, Jesús permanece.

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