Nadia Bolz-Weber - Santos Accidentales

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Este libro es la traducción al español del
Bestseller del
New York Times «Accidental Saints» de
Nadia Bolz-Weber. ¿Y qué si la persona que estás evitando es hoy tu mejor oportunidad para la Gracia? ¿Qué tal que esa precisamente sea la idea? En
Santos Accidentales, Nadia Bolz-Weber, una escritora que ha sido seleccionada entre los
bestsellers por New York Times, invita a sus lectores a un encuentro sorprendente con lo que ella llama «una vida religiosa pero no tan espiritual». Cubierta de tatuajes, indignada y profana, esta ex comediante proveniente del mundo de la
stand up comedy y tercamente convertida en pastora, a veces con un gran sentido del humor se resiste al Dios al que fue llamada a servir. Pero Dios se las ingenia para aparecérsele en la gente menos pensada: un agnóstico a quien la iglesia le atrae, una
drag queen, un obispo criminal, un miembro de la NRA (asociación estadounidense que defiende el derecho a portar armas) que anda luciendo su arma a la vista de todos. La vida y la adoración comunitarias con estos «santos accidentales» empujan a Nadia a encuentros de primera mano con la gracia –un don que para ella no se asemeja tanto a que una manta cálida la cobije, sino a que un objeto contundente la golpee. Pero es mediante esa gracia que la gente experimenta una transformación que no podría ocurrir de otra manera. En tiempos en los que muchos, con toda razón, se han desilusionado del cristianismo,
Santos Accidentales demuestra lo que sucede cuando la gente común y corriente comparte el pan y el vino, lucha con las Escrituras en comunidad y comparte mutuamente la verdad de sus vidas concretas. Este relato inolvidable de sus pasos en falso hacia una vida integral les comunica, a creyentes y escépticos, un hálito de veracidad. Narrado en el estilo confesional por el que Nadia es conocida,
Santos Accidentales es el nuevo trabajo fascinante de una las voces religiosas más importantes hoy en día.

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6 Un Ladrón en la Noche

7 María, Madre de Nuestro Señor

8 La Matanza de los Santos Inocentes de la Escuela de Sandy Hook

Cita

9 Frances

10 Ataque de Pánico en Jericó

Cita

11 Salas

12 Invalidez

13 Pies Sucios

14 Los Perros del Viernes Santo

15 Viñetas de una Vigilia de Pascua

Cita

16 Fuegos de Carbón y Celdas

17 Judas Recibirá Ahora Tu Confesión

18 El Mejor Sentimiento de Mierda en el Mundo

19 Bienaventurados Sean

Cita

Una Nota a los Lectores

Reconocimientos

Preguntas para la Discusión

Una Conversación con la Autora

Regocijaos ahora, todos vosotros poderes celestiales!

¡Cantad, vosotros coros angelicales!

¡Prorrumpid en exultación, toda la creación en torno al trono de Dios! ¡Jesucristo ha resucitado!

Celebrad los misterios divinos con exultación;

y por tan gran celebración, que suene la trompeta de

salvación.

¡Regocíjate, oh tierra, en resplandeciente esplendor,

radiante en el brillo de tu rey!

¡Cristo ha vencido! ¡La gloria te llena!

Las tinieblas han sido derrotadas por jarra siempre.

¡Regocíjate, oh iglesia! ¡Alégrate en gloria!

¡El Salvador resucitado brilla sobre ti!

Que este lugar retumbe en gozo,

que le haga eco al poderoso canto de todo el pueblo de Dios.1

1. Tomado de “Exsultet”, un antiguo himno cristiano que se canta como parte de la Vigilia de Pascua.

1

Galletas Santas Casi desde el inicio mismo de la vida de nuestra iglesia House - фото 2

Galletas Santas

Casi desde el inicio mismo de la vida de nuestra iglesia House for All Sinners and Saints (Casa Para Todos los Pecadores y Santos, en lo sucesivo, La Casa), comenzamos la tradición de hacer “galletas santas” en el domingo de Todos los Santos.1

Yo me había dado a la tarea de rastrear sin cansancio internet en busca de prácticas antiguas o extrañas que pudiéramos usar, y estoy segura de haber leído algo que describe cómo, en Finlandia o en un lugar así, la gente hace galletas santas con figuras en pan de jengibre de hombres y mujeres, que se reparten como parte de la celebración dominical de Todos los Santos. Juro que eso es lo que recuerdo.

Así fue que cuando estábamos construyendo nuestra iglesia desde cero, algunas personas se reunieron en mi cocina para hornear unos hombres y unas mujeres de pan de jengibre, como si eso fuera la gran idea original.

En cierto momento me di cuenta que nuestras pequeñas galletas marrones necesitaban, obviamente, sus aureolas. Pintamos, entonces, con esmalte amarillo brillante alrededor de la parte superior de cada cabeza redonda de cada hombre y mujer de jengibre (lo que los hacía lucir no tan santos sino más bien rubios).

“¿Qué les parece?” preguntó Victoria cuando llegó sosteniendo dos moldes extralargos de galletas. Ella siempre ha sido algo traviesa como para ser una trabajadora social. Creo que es por su pelo rojo. “Las galletas para mis santos tienen que ser especiales”, se apresuró a explicar. Antes de que terminara la noche, Victoria lucía con orgullo dos galletas santas especiales que sobresalían unas cuantas pulgadas por encima de sus compañeros. Una era una mujer con llamas de rojo y amarillo que lamían su falda, acompañada de grandes ojos y una boca abierta que parecía sacada del show de Mr. Bill.

“¡Ja! Juana de Arco,” adiviné correctamente. Junto a Juana estaba otro santo, pero este parecía lucir un traje de hombre de las cavernas que consistía en una pieza que colgaba de uno solo de sus hombros. Le faltaba la cabeza. “¿Pedro Picapiedra Mártir?” Me equivoqué al adivinar.

“Juan el Bautista”, dijo con orgullo. Por supuesto, Victoria se ofreció para traer la canasta completa de galletas santas para repartir después de la liturgia el día siguiente. No es ninguna sorpresa si les digo que fue una muy buena manera de hacer un poco más liviana la liturgia, lo que de otra manera pudo haber sido pesada.

Lo que ahora sabemos es que las galletas santas no son una tradición en ningún lugar sino en La Casa –al menos no en ningún lugar que pudiera encontrar cuando más tarde volví al internet. Al parecer, sólo me soñé toda esa mierda de Finlandia y qué sé yo.

La canasta de galletas santas de Victoria estaba en el extremo de una larga serie de mesas con manteles blancos que alineaban la pared. Cada mesa estaba adornada con velas, caléndulas, y varios recuerdos de los muertos: los overoles en jeans o mezclilla ya desgastados del abuelo de alguien que había sido agricultor. Un ícono de María Magdalena. Un ícono del líder agrario estadounidense César Chávez. Una foto de un grupo de amigos de los años 80. Una manta infantil. Un altar que mi feligrés, Amy Clifford había hecho en memoria de Vincent van Gogh - una pequeña caja pintada inclinada sobre una de sus esquinas, su autorretrato pegado en el interior, y las orejas, a una de las cuales le faltaba una pieza, pegadas a los costados.

Aparte de los que han caído en combate, los estadounidenses tendemos a olvidar a nuestros antepasados, y pasamos el menor tiempo posible haciendo lamento público por ellos. Pero en la iglesia, hacemos esa rara proclamación de que los muertos siguen siendo parte de nosotros, parte de nuestras vidas, y que su presencia incluso trae ánimo a la iglesia. San Pablo describe los santos como “una gran nube de testigos,” por lo que cuando ya no están con nosotros, los seguimos levantando, esperando tal vez que sus virtudes –su capacidad para tener fe en Dios ante un imperio opresivo o una cosecha fallida o el aguijón del cáncer– las podamos convertir en nuestras propias virtudes, en nuestra propia fuerza.

Mientras observaba la canasta de galletas santas alineadas junto a las fotos, santuarios y nombres simplemente escritos en fichas dispuestos con primor, pensaba en lo maravilloso que es que haya un día santo cuando honramos a los que nos precedieron. Fue entonces cuando vi su nombre. Hice una mueca, aunque fui yo quien, vacilante, lo había escrito: Alma White.

Un par de meses antes, había estado caminando por Sherman Street, en Denver, con mi feligrés Amy Clifford, una mujer apasionada, con espíritu artista, reflexiva, que había estado a mi lado ayudando a construir nuestra iglesia. En nuestro paseo ese día, observamos una especie de monumento conmemorativo de tamaño considerable, de aspecto extraño, en el patio de una iglesia al otro lado de la calle del edificio de gobierno del Estado de Colorado.

El techo de la Iglesia del Pilar de Fuego está coronado con las enormes letras color rosa KPOF que se iluminan en la noche, haciéndola lucir lo que realmente es: una iglesia pentecostal que a la vez alberga una estación de radio.

Entrecerré los ojos para leer la inscripción en la placa conmemorativa: “Alma White, fundadora de la Iglesia Pilar de Fuego, 1901”. Dirigiéndome a Amy, dije: “¿Alma? Ese es el nombre de una mujer, ¿no? ¿Una mujer fundó una iglesia en Denver, en 1901?”

No sabía de muchas mujeres que se hubieran propuesto iniciar iglesias ellas solas, y mucho menos a comienzos del siglo XX, así que, desesperada como estaba por encontrar a alguien a quien pudiera elevar a la categoría de “héroe” y tener como un “modelo a seguir” (ya que yo también me había propuesto ser pastora de una iglesia naciente en Denver), saqué mi teléfono y googleé a Alma White. Mi entusiasmo por descubrir una heroína se incrementó cuando leí en Wikipedia “Alma Bridwell White (16 de junio de 1862 – 26 de junio de 1946) fue fundadora y obispa de la Iglesia Pilar de Fuego.”[¡Oh, Dios mío. Es cierto!]. Seguí leyendo que en 1918, llegó a ser la primera mujer ordenada como Obispo en Estados Unidos. Se destacó por su feminismo [¡Sí!] y su asociación con [espera, espera. . . ] el Ku Klux Klan, su anticatolicismo, antisemitismo, antipentecostalismo, racismo y hostilidad a los inmigrantes.[¡Mierda!].

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