Juan Gossaín - Las palabras más bellas y otros relatos sobre el lenguaje

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Compilación de crónicas sobre el idioma de Juan Gossain, un amante y apasionado investigador del idioma, escritor y cronista de primera línea. Escritas durante los últimos diez años, algunas han sido ya publicadas en el periódico El Tiempo, otras las escribió especialmente para este libro. Historias de antiguas palabras que han sobrevivido al tiempo, de palabras bellas, exóticas, extrañas así como casos insólitos del uso del lenguaje que aborda con fino humor.

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3.-Y el mejor diccionario de colombianismos que se ha escrito, el lexicón del profesor y abogado momposino Mario Alario di Filippo, trae tres definiciones de corroncho: “Pez de río, pequeño, de escamas ásperas y de color apizarrado. Es de cuerpo deprimido, labios negruzcos y piel blanca y gustosa. Aplícase también a la persona intratable, incivil, de genio áspero. Aplícase igualmente a la persona tarda, poco lista en el hacer y en el decir”.

4.- El estupendo Vocabulario costeño , de Adolfo Sundheim, trae la expresión “corronchoso”, y dice que se emplea en el Caribe como áspero, rugoso o escamoso, a la manera de aquel árbol montuno del que ya hablamos.

El cachaco

Veamos ahora lo que ha pasado con el cachaco , que viene siendo como la otra cara de esta misma moneda. Antiguamente se definía como cachaco a la persona bien educada y decente. Nadie sabe, hasta hoy, cuál es el origen del vocablo. En la costa se le decía cachaco, con cariño y admiración, al forastero blanco, de acento atildado, buenos modales, elegante y discreto.

Según la máxima autoridad de la lengua castellana, que es el Diccionario de la Real Academia Española , “en Colombia se llama así a una persona procedente del interior del país”. Y agrega que en Puerto Rico el cachaco es un español adinerado y en Perú es una manera despectiva de referirse a los policías.

Pero de repente, tal como había sucedido con el corroncho en las tierras andinas, en las playas marinas le voltearon el sentido al cachaco, y de caballero distinguido pasó a ser un hombrecito hipócrita, taimado, solapado.

Palabras y frases

El padre Revollo anota que en Cartagena inventaron el terminacho cachuzo para referirse a la persona “de baja ralea que procedía del interior del país. La caridad cristiana y la tolerancia social aconsejan no utilizar esta expresión”.

Y como éramos pocos, parió la abuela: Mario Alario añade que a todo eso le agregaron los costeños un adjetivo, cachacada , que “suele usarse como sinónimo de hipocresía o deslealtad”.

El novedoso y muy reciente Cachacario, diccionario de cachaquismos de Alberto Borda Carranza, deja sentado que hoy en día, en la propia Bogotá, se sigue llamando cachaco al “hombre elegante y caballeroso que cuida en demasía su compostura y sus modales”.

Pero ya no nos conformamos con el agravio-palabra, sino que además inventamos el agravio-frase. El moderno Diccionario de colombiano actual , del periodista Francisco Celis Albán, consigna dos ejemplos excelentes que ilustran lo que estoy diciendo: “Costeño tenía que ser”, le aplican en Bogotá al ruidoso, desparpajado, brusco, chabacano, aunque no sea costeño. Y esta otra, que es su contraria, que habla por sí sola y la repiten los costeños: “Cachaco, paloma y gato, tres animales ingratos”.

Todos contra todos

En eso se nos ha ido la vida a los colombianos, denigrando unos de otros, iracundos. Nunca hemos querido reconocer ni aceptar que la verdadera riqueza de este país está en su diversidad humana.

Por el contrario, en vez de aprender de ella y de ayudar a incrementarla todavía más, partimos de una presunción terrible, según la cual el colombiano que no se parezca a mí es un enemigo. Por eso nos pasamos la vida entera pensando y hablando mal de los otros: todo costeño es perezoso, todo bogotano es hipócrita, todo paisa es avivato, todo pastuso es majadero, todo opita es ingenuo.

Con ese mismo encono hemos logrado la dudosa hazaña de invertir el sentido de palabras que eran nobles, de forma que aquel corroncho amoroso es ahora un ser grotesco y aquel cachaco caballeroso ahora es solapado y ladino. Hemos llegado al colmo de descalificar las virtudes de nuestra propia gente, que es como descalificarnos a nosotros mismos.

Epílogo

La expresión que encabeza el titular de esta crónica, “permítame su educación”, se ha ido perdiendo en los últimos años, desgraciadamente, y ya está a punto de desaparecer.

Significa “perdone que lo moleste”, o “excúseme que lo interrumpa” o “présteme su atención”. Es uno de los decires cachacos más bellos y delicados que he podido escuchar en mi vida. Proviene de la altiplanicie que une a Bogotá con Boyacá, donde revolotea el colibrí, donde florece el geranio, donde sombrea el duraznero, donde el aire huele a feijoa y pepitas de agraz. (Ahora que evoco esas frutas, recuerdo que la primera vez que oí mencionar el mangostino, en Bogotá, pensé que se trataba de un injerto de mango con langostino. Corroncho que es uno).

Hombres y “hombras”

Las feministas colombianas del lenguaje –que deberían llamarse lexiféminas, si el término existiera– están empeñadas por estos días en una batalla sangrienta frente a lo que ellas consideran una discriminación sexual de la lengua castellana en su contra.

El asunto está cogiendo proporciones bíblicas. Hace varias semanas una concejal de Bogotá, al exigir que la llamen concejala, que es la palabra correcta, anunció que presentará ante dicha corporación una propuesta para que se ordene la igualdad de géneros en el idioma, en beneficio de lo que ahora llaman “la cultura inclusiva”.

Me parece que las señoras, con ese carácter suyo que tanto les admiro, se han enfrascado en una pelotera digna de mejor causa. El idioma es un asunto mucho más serio que una simple palabra masculina o que un modesto palabro femenino . Recuerdo perfectamente que quien nos metió en este embeleco fue un antiguo líder sindical, el embajador Angelino Garzón, que cuando era gobernador del Valle se dejó azuzar por su esposa, una enérgica dama catalana.

Para delicia de quienes se burlaban de él por internet, no hubo pueblo perdido ni discurso alguno en que Angelino no se dirigiera a vallecaucanos y vallecaucanas, ciudadanos y ciudadanas, jóvenes y jóvenas, hombres y hombras que me escucháis. Quién dijo miedo. Alebrestadas por esa especie de Juana de Arco con bigotes, las mujeres se lanzaron al galope contra el Orleáns de los varones imperialistas, que en realidad deberían llamarse imperialistos, si fuéramos justos. Ahora, metidos ya en la refriega, se publican sesudos ensayos sobre la materia, se convocan seminarios, se lanzan proclamas de independencia y Florence Thomas aprovecha su columna periodística para regañar a los hombres por millonésima vez.

El conflicto pasó a mayores el día en que un comentarista de El Espectador , creyendo que con ello defendía sus argumentos, llamó “estúpida” a la dama del cabildo bogotano. Si yo hubiera sido ella, habría replicado tildándolo de idioto. Lo único que tal episodio viene a demostrar es que el verdadero problema no consiste en una falta de género, ni de génera, sino en una falta de respeto y de respeta. Y de la más mínima consideración, en masculino o en femenino.

Desde hace años vengo librando una querella similar e igualmente perdida. Insisto cada día en que la diferencia auténtica de géneros no radica en que una palabra termine en ‘ o’, en ‘a’, en ‘j’ o en lo que sea, sino en respetar la identidad de cada vocablo.

A ver si me explico, yo que soy tan bruto y tengo la tendencia a perderme en divagaciones. Ya se sabe que es el artículo –definido o indefinido– el que establece en nuestro idioma el sexo de las palabras: el perro, la casa, un día, una noche. Sin embargo, y en una aciaga decisión, los primeros gramáticos de la Academia resolvieron ponerles artículos masculinos a ciertas voces femeninas: el agua, el azúcar, el ágora de los griegos.

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