Petros Márkaris
Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos
Título original: Balkan Blues (2.005)
Traducción: Ersi Samará
Ingleses, franceses y portugueses…
Noche primera: Francia 0 – Grecia 1
– ¡Despierta, Seitaridis, que se te escapa Henry…! Menos mal que ha ido fuera. No lo haces mal, pero aún te falta mucho… ¡Délas, eres un genio! ¡Le has quitado hasta los calzoncillos a Zizou! ¡Fissas, gilipollas! ¿Estas son horas de regatear? No me extraña que el Panathinaikós te mandara al Benfica… Karagunis, a por Basinás. ¡Cambia de táctica! ¡Que no, Vrisas, que no! ¿Dónde has aprendido a jugar? ¡Por eso acabaste en la Fiore…! Zagorakis, qué grande eres, menuda finta sobre Lizarazou… Muy bien, al centro, al centro, figura, al centro… Sí… sí… A Jaristeas… ¡Goool! ¡Gol! ¡Gol! ¡Goooool!
El que grita y se desgañita es Fanis Uzunidis, médico cardiólogo responsable del Servicio de Cardiología del Hospital Estatal General de Atenas, mi médico de cabecera y novio no oficial de mi hija. Conocí al doctor Fanis Uzunidis en el Estatal General hace cuatro años, y nuestra relación significa mucho para mí. Al forofo de fútbol acabo de conocerlo esta noche, y mi relación con él no me dice nada.
– Si no te calmas al final tendremos que llevarte a tu propio hospital con un infarto -le digo.
– Si llegamos a las semifinales, ¿a quién le importa el corazón? -Y como si quisiera ilustrar sus palabras, grita-: ¡A por Lizarazou, Basinás! ¡Pilla a Lizarazou!
– ¿Y todos esos consejos que nos dais a los pacientes para que no nos alteremos?
– Pero ¿a qué viene tanto hablar de medicina? -contesta irritado y sin apartar la mirada de la caja tonta.
– ¡Déjale ya que vea el partido en paz! -interviene Adrianí-. ¿Ahora te ha dado por charlar? Y pensar que cuando estamos solos tengo que sacarte las palabras con pinzas…
La idea de que Fanis viniera a nuestra casa a ver el partido fue de Adrianí. Hasta se ofreció a cocinar para él. Yo propuse encargar suvlakis , porque es lo que se hace cuando hay partido, o al menos eso dicen mis ayudantes. «Esta noche en casa, suvlakis y fútbol por la tele.» Lo repite Dermitzakis todos los miércoles, desde septiembre hasta mayo. Pero Adrianí no quiso ni oír hablar del tema. «No vamos a servir suvlakis a Fanis. Deja, prepararé algo ligero, sin salsas. Será más fácil de comer y a ti no se te indigestará con los nervios del partido.» Hizo albóndigas y tarta de calabacín. Deliciosos, aunque el suvlaki tiene un encanto especial, no se puede negar.
Fanis no deja de consultar su reloj.
– ¡Cinco minutos, muchachos! ¡Cinco minutos más y estamos en la semifinal! -grita.
Desde la calle llega el estruendo de pitidos rítmicos y ensordecedores.
– ¿Qué están celebrando? ¡Hasta el último segundo no hay nada escrito! -comenta Adrianí, que sigue viendo el partido en la tele-. ¡Eso es cantar victoria antes de tiempo!
– Pero bueno, ¿es que no pitas? ¡Pita, campeón! -suplica Fanis-. ¿Es necesario que agotes hasta el último segundo de descuento? ¡Un puñetero sueco! ¿A qué esperas? -Se ve que el sueco le ha oído y se ha enfadado, porque lo atormenta con un minuto más de partido antes de señalar el fin del encuentro-. ¡Hemos pasado! ¡Hemos pasado! ¡Estamos en las semifinales! -Fanis, de pie y con los puños en alto, da saltos de entusiasmo. Quién podría imaginar que este hombre hacía electrocardiogramas y libraba recetas médicas por la mañana. Me agarra del brazo y empieza a tirar de mí-. ¡Venga, vámonos!
– ¿Adonde?
– ¡A Omonia, a Sintagma, a donde sea! Esta noche arderá Atenas, comisario.
– Ni arderá ni es asunto nuestro.
Me mira como si no diera crédito a sus oídos.
– ¿Vas a quedarte en casa un día como éste?
– ¡Tiene razón! -le secunda Adrianí-. ¿Cuándo fue la última vez que celebramos una victoria? Basta con contar las bofetadas que nos dieron en Chipre y en Imia. [1]
No lo dice porque quiera celebrarlo, sino porque para ella nuestro matrimonio es como una partida de cartas en la que siempre ha de alinearse con mi oponente, como si yo fuera la banca. Decido dejarlo pasar y participar sin ganas en la celebración nacional, sobre todo para no decepcionar a Fanis.
La calle Protesilau aún está en calma. Sólo unos cuantos coches pitan rítmicamente. Los bocinazos empiezan a cobrar fuerza entre Ifikratus y Filolau. Al mismo tiempo, aumenta el gentío que aúlla y agita banderas. Con penas y trabajo logramos avanzar hasta el cine Palas, pero allí el movimiento de coches y peatones se detiene por completo.
– ¡Cuidado, no nos separemos! -grita Adrianí, y se agarra a mi brazo. Cinco metros más adelante Fanis agita una mano.
Un grupo de jóvenes que llevan la bandera griega a modo de capa pasan de largo entonando:
– ¡Franceses, cabrones, seremos campeones!
Uno de ellos me da una palmada en el hombro.
– ¡Muy bien hecho, abuelo! ¡Hay que salir a celebrarlo! ¡Menuda fiera, el yayo!
Un hombre de mi edad, a quien zarandean de un lado al otro, comenta emocionado:
– El pueblo unido jamás será vencido, señor mío. El pueblo unido jamás será vencido.
No sé si es el entusiasmo del griego que gana, aunque sea una partida de chaquete, o el entusiasmo del poli ante una manifestación pacífica, pero la cosa es que empiezo a disfrutar. Pero es mi sino: nueve de cada diez veces el principio de la diversión acarrea también su fin. Noto que Adrianí me tira de la manga.
– Te suena el móvil.
Debido a la insistencia de Adrianí, por un lado, y, a las quejas del departamento y las broncas de Guikas, que me llamaba dinosaurio con busca, por otro, acabé comprándome un móvil para que me dejaran en paz. Generalmente, es Adrianí o mis ayudantes quienes lo oyen sonar. Al final me compraré un Hyundai, para no ser un dinosaurio con Mirafiori.
Me llevo el teléfono al oído y me tapo el otro con un dedo, a ver si consigo oír algo. La voz de Vlasópulos llega del más allá.
– Comisario, tiene que ir al Estadio Olímpico enseguida. Es muy urgente.
– ¿Por qué? ¿Se ha venido abajo el techo de Calatrava?
– Puede, no tengo ni idea. Sólo sé que son órdenes del director. Él también va.
– Ven a buscarme con un coche patrulla. Te esperaré en la esquina de Formíonos con Ymitú. Es que si no, no llegaré nunca. Hay mucha gente.
Dejo a Adrianí al cuidado de Fanis y me largo. El Palas está a cinco manzanas de la esquina de Formíonos, pero tardo tres cuartos de hora en llegar. El coche patrulla ya está esperándome.
– ¿Cómo has venido tan rápido? -pregunto extrañado.
– Pedí un coche de Tráfico de Kesarianí.
Sonríe y espera un elogio por su ingenio, pero se queda con las ganas. El conductor enfila hacia Zografu para salir a la avenida Kifisiás, ya lejos del centro, y tomar la calle Spiru Luis desde Marusi. Por suerte, el camino está despejado, en Spiru Luis hay el tráfico de siempre y llegamos al OAKA [2]en un cuarto de hora.
En la entrada me espera un cincuentón alto de cara bronceada. Tan ansioso está, que se apresura a abrirme la puerta del coche como si fuera el portero de un hotel.
– Kalavritis, ingeniero.
– Comisario Jaritos. ¿Fue usted quien nos llamó?
– Sí. Acompáñeme, le enseñaré el motivo.
Le sigo al interior de las instalaciones olímpicas y en la penumbra vislumbro la mole del estadio y el techo de Calatrava en las alturas. A la izquierda, unas instalaciones provisionales recuerdan las casetas de tiro de los parques de atracciones.
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