Abel Gustavo Maciel - La Espera y otros relatos oscuros

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La espera y otros relatos oscuros es una obra que contiene doce narraciones de intensa trama. Interconecta mundos surrealistas, paisajes oníricos de relieves bellos, el amor en sus formas antagónicas, los miedos ancestrales, nuestro asesino interior y la Sombra Negra que habita las profundidades del alma. Un hilo conductor los une a todos: el misterio de la vida anclado en los corazones solitarios. Doce caminos inquietantes donde el lector soltará las amarras de su imaginación.

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La espera y otros relatos oscuros

Abel Gustavo Maciel

La espera y otros relatos oscuros

© de los textos: Abel Gustavo Maciel, 2020

© de esta edición: Editorial Tequisté, 2021

Corrección: M. Fernanda Karageorgiu

Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

Ilustración de tapa: “La muerte” por Laura Suárez

1ª edición: enero de 2021

Producción editorial: Tequisté

contacto@txtediciones.com.ar

www.tequiste.com

ISBN: 978-987-4935-62-5

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

Maciel, Abel Gustavo

La espera y otros relatos oscuros / Abel Gustavo Maciel. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4935-62-5

1. Literatura Fantástica. 2. Narrativa Argentina. 3. Cuentos. I. Título.

CDD A863

A mi compañera de vida

Laura Suárez

Asesinándome…

Lo miré a los ojos.

Podía sentir aquel vacío que precede al infierno tan temido, presto a derramarse como un balde de pintura sobre nuestras cabezas.

Su mirada brillaba extrañamente. Una mezcla de súplica e infame cobardía teñía esas pupilas que por primera vez cobraban sentido en mi visión de sicario decidido.

La música se filtraba por las grietas de aquellos muros salpicados de humedad. La orina y el perfume rancio de los ambientes sin ventilación se mezclaba produciendo un olor dulce y nauseabundo. En esos momentos reconocí la escala en mi mayor jugueteando en la guitarra; el bajo acompañaba la cadencia de blues dibujando los momentos como cosecha tardía, un instante previo a la disonancia que arruinaría el armónico. Sin embargo, el obeso anglosajón llegaba justo a pulsar la base de la menor que le otorgaba sentido al movimiento. Y Clara, flotando en su letargo anfetamínico, estaría fumando su décimo cigarrillo y contemplando a los músicos en la irrealidad del paisaje noctámbulo, oscuro, perdido en alguna fisura de la inconsciencia.

De todas formas, la visión se retiene en los espacios virtuales de la mente. Tal vez se trate de algún mecanismo de memoria sutil, pero tengo dudas de esta explicación. Por supuesto, les viene bien a los incrédulos que andan dando vueltas por allí y otorgándole a la vida una exegética demostrable a partir del sentido del tacto. Esto es parte de una cultura milenaria que cuesta despegar del sistema de creencias. Para mí el asunto es otro. Indudablemente, el poder de visión va más allá de los ojos vidriosos que contemplo cada mañana después de una noche blanca.

El escenario se bifurcaba delante de mí. El baño y sus reducidas dimensiones abrían un espacio ubicado a la derecha de aquella pantalla y luego, sin solución de continuidad, transformaba su campo molecular en humo espeso de donde emergía el escenario de madera y las cabezas extraviadas detrás del entramado nocturno.

Cuando lo vi surgir en el espejo supuse lo peor: se arrojaría sobre mí con la voracidad de los perros rabiosos y me golpearía con la furia contenida por años y años de esclavitud. Aquella sensación la había tenido otras veces. Resultaba una mezcla de horror irreal acompañado de aromas tan diversos como palpables. Un coro de ángeles o demonios, no me resultaba sencillo distinguirlos, modulaba por lo bajo lo que parecía ser un susurro melodioso.

Sin embargo, el embate no resultó tal cual lo esperado. El desgraciado avanzó con paso vacilante. Parecía haber consumido algunos tragos en el empotramiento que lo gobernara hasta segundos antes, tropezó con su pálida sombra apenas dibujada en la baldosa y cayó pesadamente a escasa distancia de mi posición.

Su cuerpo temblaba y un gimoteo de niño asustado llegó a mis oídos. El coro de ángeles/demonios cesó en su melódico derrotero y el blues ejecutado a unos metros de distancia, pared de por medio, gobernó la escena. Entonces, mi visión se volvió circular, inquisidora, concentrada en aquella silueta desvalida y echada a escasa distancia de la mía.

Al principio me invadió la urgencia de levantarlo, socorrerlo, acomodarlo con delicadeza nuevamente detrás del vidrio donde había permanecido empotrado durante tantos y tantos años. Pero esa urgencia se disolvió en el lado oscuro de mi corazón, tan rápido como se había precipitado. Y la memoria inmediata procedió a evaporar la pulsión bastarda. Ahora, el vacío cubría los territorios donde el alma bifurcaba sus apetencias.

Percibí el deslizamiento de las escobillas susurrando sobre el metal cobreado. Era un colchón de murmullo impersonal. «Mejor así», creo que pensé. Después de todo, el momento no debía transformarse en liturgia religiosa. Tal vez pagana, sí, pero lejos de toda fe.

Los labios de ella se curvarían con un gesto compulsivo, agradable quizás, pero ajeno al movimiento voluntario. A veces tenía esos rictus. Dicen que obedecen a impulsos internos, modulados por los campos inconscientes que se filtran por las grietas del alma, las mismas que resquebrajan en la danza diurna el muro de Berlín, construido entre aquello que verdaderamente somos y la proyección representada para los demás.

Clara apagaría el cigarrillo aplastándolo contra el cenicero. Algunos ojos libidinosos deglutirían el movimiento como si fuera un mensaje sensual irradiado a los vientos. Aquella remera de franjas color carmesí le quedaba bien, se ajustaba a su torso incitando a los lobos a alimentarse del contenido. Mas había en ella una marca solo visible a las miradas noctámbulas: el brillo de cazadora sedienta acechando en pos de su presa.

Era una mujer-abismo, esas que se abren en la intimidad del cuarto para devorar las almas de quienes intentan poseerla. Y aquella era mi noche, mi intento, mi posesión…

Clara, felina y preparada; la música sinuosa y proveniente de un espacio abstracto detrás de los azulejos; la escala en dominante de si; el perfume a orina y encierro reprimido quedaron detrás de la escena. Solo percibía aquel cuerpo tembloroso desparramado en el piso, el color indefinido de las baldosas y ese espejo de bordes manchados vacío de imágenes y reflejo alguno.

El arma se materializó en mi mano derecha. No recordaba haberla ocultado entre las ropas y, por supuesto, su procedencia me era desconocida. Aquellos detalles carecían de importancia. ¿Qué más da el olvido cubriendo los insumos de un sicario, o el acervo molecular respondiendo a un viejo deseo de liberación?

Caminé un par de pasos y apunté a su cabeza. El movimiento repercutió en todo mi ser como un registro de otros momentos en la existencia. Quizás esa impronta de sometimiento había sucedido en los bucles temporales que se replican una y otra vez, una y otra vez, reflejo sin fin de dos espejos enfrentados con un ángulo de inclinación que asegura la recurrencia. La Memoria solo capta lo finito en el bucle de un Propósito. La simultaneidad de otros acontecimientos le resulta indiferente. Tal vez por esto la vida tenga sentido…

En respuesta al movimiento me miró directamente a los ojos. Allí estaba el brillo de siempre, el gesto burlón, la soberbia de quien se siente dueño de la escena, la tiranía de unas pupilas insinuando un “te lo dije” y ese atisbo de sonrisa matinal acechando en la seguridad del espejo…

La música en el salón atenuó el rugido seco de las dos detonaciones. ¿A quién le interesa lo que sucede en el baño de un cabaret?

Me senté nuevamente frente a Clara. Su mirada anfetamínica encontró finalmente la mía. El color de sus labios hacía juego con el carmesí de la remera.

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