Gaviotas a lo lejos
Gaviotas a lo lejos
©2020 Abel Gustavo Maciel
Corrección: M. Fernanda Karageorgiu
Diseño editorial: Alejandro Arrojo
Arte de tapa: Alejandro Arrojo
1ª edición: mayo de 2020
Producción editorial: Tequisté ediciones
contacto@txtediciones.com.ar
www.txtediciones.com.ar
ISBN: 978-987-4935-32-8
Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723
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Libro de edición argentina
Maciel, Abel Gustavo
Gaviotas a lo lejos / Abel Gustavo Maciel. - 1a ed . - Pilar : Tequisté. TXT, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4935-32-8
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Revoluciones. I. Título.
CDD A863
A mi hija, soledad
Puede haber mitos e imaginaciones utilizadas por el poder de la conciencia-fuerza para materializar sus propias ideas-fuerza; estas potentes imágenes pueden tomar cuerpo y forma, durar en algún mundo sutilmente materializado del pensamiento y reaccionar sobre su creador.
Sri Aurobindo
El ser ahí se comprende inmediata y regularmente por su mundo. El mundo del ser ahí es un “mundo del con”, el “ser en” es “ser con otros”. El “ser en sí” intramundano de estos es ser ahí con.
Martin Heidegger
Hay morales que deben justificar a su autor delante de otros; otras morales deben tranquilizarle y ponerle en paz consigo mismo; con otras su autor quiere crucificarse y humillarse a sí mismo; con otras quiere vengarse; con otras, esconderse; con otras transfigurarse y colocarse más allá, en la altura y en la lejanía; esta moral le sirve a su autor para olvidar, aquélla, para hacer que se lo olvide a él.
Friedrich Nietzsche
La vida es más que un cuerpo
o un pensamiento.
El espíritu que la anima fluye
a través de los paisajes
generando la sensación de movimiento.
Mira a tu alrededor.
La prisión que inventaste tiene
sus puertas abiertas.
Volar es posible, trascender…
Mucho más.
“Hubo cuatro mujeres en mi vida”.
La idea fue cobrando forma en su mente. A pesar de aquel territorio proyectado por necesidades de supervivencia, los cuatro rostros aparecían definidos en la pantalla.
—¿Cuatro dijo, don Pablo? Pues deberían ser suficientes, ¿no lo cree usted?
Leo hablaba permaneciendo de espaldas, como era su costumbre. Contemplaba el cielo azul, limpio de nubes, perdiéndose en la línea horizontal de aquella playa infinita.
—Pues no lo han sido —respondió don Pablo, sin mediar análisis previo a sus palabras.
—Por supuesto, nunca son suficientes, ¿eh? —había un dejo de ironía en la frase de Leo. El poeta decidió dejarla pasar.
—No me refiero a ese aspecto. Las cuatro han sido diferentes, salvo por la eventualidad de que, de alguna manera, todas han estado enamoradas de mí.
—Tal vez ellas han sido una sola persona. ¿Qué le parece esta idea?
Don Pablo no respondió. No tenía por qué hacerlo. Después de todo, Leo no era más que un intruso en su realidad virtual. ¿O representaba algo más que aquel concepto abstracto?
—Las cuatro se funden en una sola y se sintetizan en una quinta. Usted mismo lo escribió en Los Penitentes , ¿lo recuerda?
El poeta suspiró, impaciente. A veces Leo lograba colocarlo al borde de su tolerancia.
—Ese fue un mal libro —respondió con voz seca.
—Oh, no, don Pablo. Usted no ha escrito libros malos. Recuerde La Quinta Esencia . El último poema… Podríamos decir que lo ha hecho famoso en todo el mundo. Los franceses todavía estudian su extraña métrica.
—La fama no importa, Leo. Fueron cuatro y basta. De ellas se ha nutrido mi obra…
—No sea injusto, don Pablo. Recuerde… Los Penitentes … La Quinta Esencia … ¿Acaso va a dejar de lado a esa mujer, ahora, cuando no puede privarse de ningún recuerdo?
El poeta contempló a su confidente durante un minuto. Estaba molesto. Luego su mirada se aplacó y volvió a observar la playa sin mar que se explanaba delante de ellos hasta el infinito.
—Y bien, Leo, la quinta mujer… no entiendo, su rostro se muestra difuso… ¿quién ha sido ella?
—Dígame, don Pablo, cuando usted cierra los ojos y deja la mente en blanco, ¿qué paisaje es el que ve?
—Pues… cuando realizo esa práctica mental, veo… ¡Mi tierra!…
Enero de 1961. San Andrés, capital de Costa Paraíso, un país latinoamericano en los trópicos del Caribe.
Padre era buena persona. Solía relatarme en las tardes leyendas de antiguos guerreros luchando contra gigantes en pos de la liberación de alguna princesa. Todas sus historias terminaban bien: el dragón, dueño del castillo, era derrotado y los amantes vivían por siempre felices. Esos cuentos exacerbaban la imaginación de un niño que en sus sueños se veía montando un corcel y cabalgando por caminos de montañas que se dirigían a lejanos puertos.
Padre era el puente que me comunicaba con los otros mundos. Aquellos que están hechos con la sustancia de la ilusión, frágiles como pompas de jabón, volátiles y a la vez deseados. Territorios que la infancia nos permite recorrer en plenitud cuando la realidad circundante no nos conforma. Refugio de las almas inadaptadas a un paisaje decorado de agrestes llanuras…
Cuando regresaba en las tardes, madre le tenía preparado el café con leche. Intentaba congraciarse todo el tiempo con su esposo. Sus ojos denotaban respeto, admiración y también cierto temor que jamás pudo alejar de sí. Padre la miraba con el amor reverencial que un hombre siente por una mujer inalcanzable. No podía evitarlo. Ni siquiera cuando la vio allí, acusándolo desde el silencio, tendida en una caja de madera lustrada, con los ojos cerrados, seria, muy seria, y el rostro pálido, muy pálido…
A veces, él no retornaba a la hora acostumbrada. El teléfono se hacía escuchar y madre lo atendía. Una sombra recorría su mirada y al colgar disimulaba aquella sonrisa. Ella era mala actriz. La recuerdo acariciando mi cabeza, impostando ternura. De todas formas, el contacto de sus dedos con mis cabellos me producía un extraño placer. Algo parecido al sentimiento de protección.
En ausencia de padre, cuando el café con leche humeaba sobre la mesa de quebracho en la cocina, madre permitía que me sentara en el sillón de la cabecera y le hiciera honor a la merienda. Me gustaba ocupar ese lugar privilegiado. Acariciar la madera prusiana, áspera al contacto. Beber el brebaje preparado para su satisfacción y sentirme también como un guerrero, un implacable cazador de dragones y liberador de princesas oprimidas.
Sin embargo, extrañaba su figura caminando por el living con el garbo que lo distinguía. Solía lucir el uniforme militar hasta el momento de la cena. Siempre pensé que lo hacía para impresionarnos, buscando el respeto que todo guerrero necesita en el hogar antes de enfrentarse a los gigantes que acechan los senderos del mundo. Su paso era lento, mas no denotaba inseguridad alguna, más bien invocaba la cadencia tranquila de los vencedores. Aquéllos que han adaptado el andar a la grandeza de sus pensamientos, quienes se sienten bien consigo mismos, halcones que a su paso cauterizan las heridas abiertas en la tierra producidas por los soñadores de siempre. Halcones de mirada escudriñadora. Halcones dispuestos a dar caza a las palomas.
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