Abel Gustavo Maciel - Gaviotas a lo lejos

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A finales de los años setenta, en Costa Paraíso —un pequeño país caribeño sumido en la pobreza— La Fuerza Gregoriana, un grupo de insurgentes, logra derrocar al gobierno corrupto del doctor Hilario Fonseca, pero los nuevos mandatarios no tardan en instalar un régimen totalitario que traiciona sus principios fundacionales. La violencia, las torturas clandestinas y la injusticia social reinan en las ciudades. Entre tanto, en las zonas rurales,
un movimiento guerrillero comienza a ejercer la resistencia. Esta es la historia de don Pablo Gutiérrez —conocido como «el poeta del Caribe» – quien, sin pretenderlo, se convierte en líder espiritual de la revolución. El joven escritor deberá enfrentarse con sus torturadores, con los fantasmas del pasado y sus amores perdidos, intentando descubrir el origen del odio entre hermanos, un estigma que impide a los pueblos latinoamericanos consumar sus libertades. La belleza y las escenas descarnadas compiten en esta obra de singular estética.

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Vencido por un cúmulo de circunstancias adversas a su proyecto, un día Alfonso puso fin a sus sueños y marchó rumbo al sur, a la gran ciudad. Era uno más de los emigrantes de las tierras norteñas. Buscaba la felicidad prometida por la revolución gregoriana que, según dichos del Presidente, se disponía a establecer la justicia social entre una población ávida de discursos heroicos.

Las imágenes se apartaron violentamente de su mente al escuchar el crujido de una brizna de hierba a pocos metros de distancia. El entrenamiento prodigado por “La Patro” durante tantos años permitía mantenerlo alerta, a pesar del relajamiento producido por el habano y algún que otro trago de caña. Dejó caer el cigarro de sus labios. Dirigió el cañón de su ametralladora en dirección a la zona desde donde provenía el crujido.

—Tranquilo, hermano, soy yo… —escuchó una voz familiar proveniente de las sombras.

Alfonso no abandonó la presión ejercida sobre el gatillo del arma. Los insurgentes conocían la presencia de las tropas gubernamentales en la región y sólo confiaban en los propios instintos.

La silueta difusa apareció emergiendo del paisaje nocturno. Se trataba de un hombre de escasa estatura, ataviado con un uniforme similar al suyo. Lo siguió encañonando hasta que el visitante se ubicó a pocos metros, debajo de la luz de la luna. Allí lo reconoció.

Era Paco, su amigo de la infancia. Con él había abandonado la tierra natal para buscar su destino en la capital de Costa Paraíso.

—No dispares… Está todo bien.

La voz de Paco Valverde se escuchaba entrecortada. Había dado un paseo apresurado por el camino selvático que los separaba del campamento. Era un hombre de mirada afable, rostro enrojecido y cabellos un tanto largos, pero escasos. Su figura se veía regordeta. Todos reconocían en él la presencia de un espíritu noble ajeno a la crueldad instalada en esos montes, donde la resistencia de los “contras” insistía en realizar una lucha armada de incierto destino y larga data.

—La Patro quiere que te releve. Están interrogando al Johnny que secuestramos ayer. Jean Paul le pone mano dura al asunto, pero el tipo parece de hierro. Estos hijos de puta hacen cualquier cosa con tal de defender sus dólares.

—¿De modo que me estás relevando, Paquito? Está bien. Ya me estaba cansando de mirar el cielo y pensar tonterías.

El recién llegado se encogió de hombros.

—Te conozco, hermano. Seguramente no deben ser tonterías esos pensamientos. Siempre fuiste “rarito” en esas cosas… Muchos sueños en la cabeza de un simple campesino, ¿eh?

—¿Y qué con lo de campesino? No me arrepiento de mis orígenes, viejo. Nuestra casta ha logrado mantener a este país de pie. Nuestra hoja de tabaco la llevan muchos de estos Johnny´s en sus pulmones, quemándolas a partir de los habanos que fabricamos.

—Sí… Habanos. Lo único que aprendimos a exportar en doscientos años.

—Bueno. Es algo natural. Más útil que los transistores, cabrón. Esos no se pueden fumar, ¿no es así?

—Siempre te las arreglas para tener razón, carajo. El bueno de Alfonso, defensor de los ideales de Costa Paraíso. Mejor te apuras, hermano. Sabes que La Patro tiene pocas pulgas para las esperas.

Alfonso sabía que Paco decía la verdad. La jefa indiscutible del grupo insurrecto era conocida por su carácter complejo. Se puso de pie y comenzó a caminar siguiendo la ruta transitada por su amigo minutos antes. Cuando pasó frente a la posición de Paco, pudo ver en su rostro una sonrisa pícara. Estaba esperando un sermón de ese tenor.

—Además… Me parece que hoy te toca cumplir con la Juanita, ¿eh? La vi un tanto nerviosa antes de salir del campamento.

No respondió a la broma. Estaba acostumbrado a los comentarios insidiosos de sus compañeros. Después de todo, hablaban de un hecho que se había transformado en verdadero mito entre aquella gente sumergida en la espesura selvática. Alfonso aceptaba esas chanzas. A su vez, también ellas le otorgaban cierta posición asimétrica con respecto a los otros combatientes.

A pesar del temor que inspiraba la jefa militar y su veteranía, era mujer apetecible. En medio de la jungla un par de senos bien formados despertaba el apetito sexual de cualquier hombre. Sin embargo, nadie se le atrevía a La Patrona. La respetaban demasiado. Ella saciaba periódicamente su angustia personal debido a la ausencia de aquel poeta “chupado” por los grupos militares gubernamentales. Ya habían pasado treinta años de esos eventos. En aquellos tiempos Juanita contaba con veintisiete años y jamás había logrado superar la pérdida. Últimamente lo había elegido a Alfonso Valladares para cubrirla.

En medio de una noche cálida e iluminado por la luna y las lejanas estrellas, el veterano guerrillero se internó en la selva exuberante sin mayores miramientos. Mantenía el dedo presionando el gatillo de su ametralladora. La muerte podía esperar detrás de aquella frondosa vegetación.

5

En algún lugar fuera del espacio–tiempo molecular…

Era un noble paisaje, así lo había dispuesto su mente. El cielo se veía despejado de un color azul intenso. El bosque se mostraba demasiado prolijo para tratarse de un recorte de la naturaleza real. Los diferentes matices de verdes producían un sentimiento tranquilizador a todo aquél que los contemplara.

Así debía ser. Desde pequeño había aprendido a proyectar imágenes tridimensionales sobre su pantalla mental. Era una especie de necesidad que el agobio de soledad producía sobre su espíritu.

Dicen que los poetas son personas extrañas, que poseen un poder de visión equiparable a la de los antiguos brujos de todas las tradiciones, que pueden penetrar más allá de la realidad metafórica circundante y apreciar formas de una geometría oculta, que a su vez crean mundos con sus sueños y los precipitan en los propios territorios circundantes, que el mismo paisaje compartido por todos es modificado dada la influencia de sus campos ilusorios… No podemos menospreciar el poder de la palabra. Y mucho menos cuando se expresa desde la belleza o el atormentado acontecer del universo cotidiano.

Aquel escenario era siempre el mismo, es decir, con sus matices, por supuesto. Una creación mental nunca resulta exactamente igual cuando se vuelve a manifestar. Hay cierta indeterminación en todo fenómeno sensorio. La vida se guarda cierto grado de imprevisibilidad cuando derrama la cinética diaria. Otorga misticismo a la existencia.

Más allá del bosquecito prolijamente alineado podía verse una playa que se perdía en el horizonte. El sol, humilde en su geometría pero perfecto en el esplendor de sus atributos, se alzaba en lo más alto de su cenit iluminando aquellas formas con el garbo de un monarca. La playa explanaba su superficie perdiéndose en la depresión de un horizonte curvo.

No se trataba de una limitación de esa realidad virtual, ficticia para los que gustan atribuirle personería absoluta al nivel molecular de la existencia. Todo lo contrario, permitía entrever la posibilidad de un territorio disponible más allá del paisaje insinuado en aquel esquema mental. Los límites difusos siempre inducen curiosidad en el alma de un poeta. Esto le sucedía cada vez que se dejaba transportar al prolijo bosque ubicado más allá de la prisión donde su cuerpo mutilado descansaba a merced de los torturadores de turno.

Al principio una bruma espesa de color blanquecino se hacía cargo de sus sentidos externos. Lo rodeaba en conciencia, sometiéndolo a una placentera quietud donde el dolor acumulado en la realidad molecular quedaba momentáneamente de lado.

Renovado en cuerpo y alma, se dejaba guiar por las fuerzas misteriosas que gobiernan nuestro mundo interno. El sopor que ellas destilaban sobre su sistema nervioso lo suspendían en un espacio–tiempo diferente. Podía sentir la verdadera paz de una existencia ontológica precipitándose en el flujo de energía que desarrolla el Acto en la Forma.

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