Eduardo H. Galeano - Vagamundo y otros relatos

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"Un libro pequeño para tanta vida ancha que corre por sus páginas."Osvaldo Soriano, La Opinión, Argentina
"Los gritos y susurros de América Latina." Marcelo Pichon-Rivière, Panorama, Argentina
"Hermoso y terrible." Jorge Ruffinelli, Marcha, Uruguay
"Voces subterráneas, mundos escondidos: una pasión extraordinaria." Gabriel Saad, Le Monde Diplomatique, Francia

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Primera edición: Siglo XXI de España Editores S.A., 1998

Primera edición de bolsillo, 2005

Primera reimpresión, febrero de 2008

Edición digital: Grammata.es

© Eduardo Galeano

© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES S.A.

C/. Menéndez Pidal, 3 bis, 28036 Madrid

www.sigloxxieditores.com

Sitio del libro

Diseño de cubierta:

Sebastián y Alejandro García Schnetzer

Diseño interior:

Mari Suárez

Corrección:

Raquel Villagra

Edición digital:

Grammata.es

DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY

I.S.B.N. digital: 978-84-323-1534-3

A Juan Carlos Onetti, Carlos Martínez Moreno y Mario Benedett i

Los relatos de "Vagamundo" se publicaron por primera vez en 1973. En ediciones posteriores, se agregaron otros cuentos, escritos en 1974, 1975 y 1980.

Secreto a la caída de la tarde Él se me vino al galope en un alazán que no le - фото 3

Secreto a la caída de la tarde

Él se me vino al galope, en un alazán que no le conocía. Después el alazán se alzó en dos patas y se desapareció y mi hermano también se desapareció. Yo hacía tiempo que lo venía llamando a él y él no venía. Lo llamaba y no lo encontraba. Y ayer me fui al monte y vino y me habló como antes, pero al oído.

Yo le cuido las cosas que dejó. Las escondí para que nadie se las toque. La honda, la caña de pescar, el tambor, el revólver de madera, los clavitos para hacer anzuelos. Lo tengo todo escondido y él cuando viene me pregunta. Yo tengo miedo de la gente que pasa y prefiero no salir. Vuelvo del rastrojo o de carpir la huerta y me quedo acá encerrado, en lo oscuro, cuidándole las cosas. Cuando encienden la lámpara de querosén, cierro los ojos pero los dejo un poquito abiertos, y la lámpara es una línea brillante y toda peluda de luz. Y a veces converso con mi amigo perro, que no sabe hablar.

Converso, para no dormirme. No quiero dormirme. Siempre que me duermo, me muero, Ya va para cinco años largos que al Mingo se le vino encima aquel camión en la carretera.

Él estaba pastoreando las dos vacas que teníamos. Yo lo hubiera defendido a mi hermano, si hubiera estado allí y con mi espada amarilla. Y fue ahí que me quedé sin ganas de jugar para más nunca. Me quedé sin más ganas de nada.

Porque con el Mingo siempre andábamos al mediodía, como lagartos, y nos íbamos a pescar y a cazar pajaritos. Pero después, ya no jugué más. Se me quitó el gusto.

Para mí que le hicieron el mal de ojo. Alguno que vino y lo miró mal justo cuando el Mingo estaba con la panza vacía y después vino el camión y lo aplastó. A los rusos el mal de ojo no les viene, me contaron. Es que los de aquí de Pueblo Escondido, la gente grande, tienen la vista muy fuerte. Demasiado. Aquí toda la gente grande es mala. Los grandes pegan. Me pegan cuando yo digo que con el Mingo puedo conversar todavía cuando quiero. Ni siquiera me dejan que lo nombre.

Yo no puedo hablar nunca de él, por eso.

Aquí en Pueblo Escondido no hablo yo. Cuando pasó aquello, yo agarré y me puse una careta que el Mingo me hizo para el carnaval, que era una máscara de diablo con los cuernos de trapo y barba de verdad y me la puse para que nadie sepa quién soy y me tiré con la bicicleta del turco Iván a toda velocidad por la barranca, para reventarme allá abajo contra la basura. Pero me fue mal y caí bien. Y me pegaron. Y me pasé la noche temblando y a la mañana me desperté todo meado y me metieron en un tonel de agua helada. Me dejaron en el agua helada y yo no lloré ni pedí que me saquen. Y la primera vez que apareció mi hermano, agarré y fui y se lo dije.

Yo le contaba todo. Le conté que andábamos comiendo naranjas verdes porque no había otra cosa. Y entonces mamá vendió las vacas y un día me dio plata para ir a comprar azúcar para en llenarnos bien llena la barriga, porque cuando uno come poco, la barriga se cierra y se queda chiquita y hay que hincharla para después poder ponerle comida. Y yo metí la plata en el bolsillo de atrás, que estaba agujereado, y esa vez también me pegaron.

Cuando me voy al monte a esperar al Mingo, tengo miedo que me descubra la gente. Y tengo miedo de los caranchos. También tengo miedo de los pozos, porque hay muchas trampas en el campo y el Diablo tiene la casa en el fondo de la tierra. Hay que tener cuidado de no caerse en el fondo del mundo, que es muy

muy hondo. Y también le tengo miedo a la tormenta. Me caen las primeras gotas gordas de la lluvia y ya me salgo disparando. A la tormenta le tengo miedo porque es tan blanca.

Estando mi hermano, es diferente. Estando él, yo no le tengo miedo a nada.

Ayer me trepé al brazo del árbol y me quedé fumando y esperando. Yo estaba seguro de que no me iba a fallar. Y el Mingo se apareció a caballo, en el centro justo de una inmensa nube de polvo, cuando ya quedaba poco sol en el cielo. Y él me pidió que me acercara, me hizo señas con un brazo, y me bajé y ahí abajo de un espinillo me habló en secreto. En el aire del monte se sentía el olorcito de las naranjas maduras. No se bajó del alazán. Se agachó, no más. Y me dijo que yo voy a tener plata y voy a agarrar y me voy a comprar un camión y lo voy a llenar todo de chala y barba de choclo para tener para fumar para siempre. Y me voy a ir. Y me voy a ir al mar.

El Mingo me dijo que pasando el horizonte está el mar y que yo nací para irme. Para irme, nací yo. Agarras el camión y te vas, me dijo. Y al que no le guste lo pisas con el camión. Así que me voy. Al mar, me voy. Y me llevo todas las cosas de mi hermano. Me monto en mi camión y hasta el mar no paro. Yo al mar sí que no le tengo miedo. El mar me estaba esperando y yo no sabía. ¿Cómo será? ¿Cómo será el mar?, le pregunté a mi hermano. ¿Cómo será mucha agua junta? ¿Y el mar respira? ¿Y contesta cuando le preguntan? ¡Tanta agua que tiene el mar! ¿Y no se le escapa?

El pequeño rey zaparrastroso

Tarde a tarde, lo veían. Lejos de los demás, el gurí se sentaba a la sombra de la enramada, con la espalda contra el tronco de un árbol y la cabeza gacha. Los dedos de su mano derecha le bailaban bajo el mentón, baila que te baila como si él estuviera rascándose el pecho con alevosa alegría, y al mismo tiempo su mano izquierda, suspendida en el aire, se abría y se cerraba en pulsaciones rápidas. Los demás le habían aceptado, sin preguntas, la costumbre.

El perro se sentaba, sobre las patas de atrás, a su lado. Ahí se quedaban hasta que caía la noche. El perro paraba las orejas y el gurí, con el ceño fruncido por detrás de la cortina del pelo sin color, les daba libertad a sus dedos para que se movieran en el aire. Los dedos estaban libres y vivos, vibrándole a la altura del pecho, y de las puntas de los dedos nacía el rumor del viento entre las ramas de los eucaliptos y el repiqueteo de la lluvia sobre los

techos, nacían las voces de las lavanderas en el río y el aleteo estrepitoso de los pájaros que se abalanzaban, al mediodía, con los picos abiertos por la sed. A veces a los dedos les brotaba, de puro entusiasmo, un galope de caballos: los caballos venían galopando por la tierra, el trueno de los cascos sobre las colinas, y los dedos se enloquecían para celebrarlo. El aire olía a hinojos y a cedrones.

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