El centro del centro y otros relatos circulares Autor: Abraham VegaIlustración de portada: Gabriel Vega. Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208. www.editorialforja.clinfo@editorialforja.cl Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: enero, 2020 Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.
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Registro de Propiedad Intelectual: N° 309640
ISBN: Nº 9789563384543
eISBN: Nº9789563384680
Imaginar cómo la humanidad se mantuvo apegada por más de 1.000 años a aquella hipótesis que sostenía que nuestro planeta era el centro del universo, o al menos, el centro de nuestro sistema solar, es hoy por hoy inimaginable, poco o nada creíble hasta para los niños. En la actualidad, con un nuevo marco de creencias e información, es probable que el grueso de la humanidad fuera acusada (o condenada tal vez) por el Santo Tribunal, quien había dictaminado que: “Sostener que el Sol está inmóvil y que son los planetas los que giran a su alrededor (heliocentrismo) es absurdo en filosofía y es una herejía formal, porque contradice muchos cánones y conceptos de las Escrituras”.
Adentrarnos en la Memoria de la Piedra –¿tendrá memoria?– es rememorar tiempos cuando aún no existíamos; o atreverse a cruzar hacia lo desconocido por la diagonal de una plaza hacia la esquina suroriente; o enfrentar una tormenta sin fin en una ciudadela tecnológica que se va muriendo inexorablemente lleva a los protagonistas de estos relatos circulares a confrontar un sistema de creencias tradicional, con otro menos antropocéntrico, desligado de lo exclusivo occidental; a ello nos invita este conjunto de relatos circulares: a desentrañar un centro de creencias y de valores nuevos para el planeta y la humanidad.
Fue una noche oscura, allá por una época también oscura, cuando el viejo Leo con paso cansino, la espalda curvada, el pelo suelto y blanco de encanecido, caminaba por las estrechas calles de adoquines, alumbradas escasamente por el reflejo de las estrellas y la luz de los faroles que portaban los guardias de ronda.
Leo, visiblemente preocupado, lo que hacía resaltar los profusos pliegues del rostro, con su mente dialogando sobre su futuro y lo que debería hacer para enfrentar las acusaciones en su contra, vagaba por la noche sin tiempo, absorto en sus pensamientos.
Para los guardias no fue novedad verlo a esas horas de la noche. Desde algún tiempo, y casi todas las noches al ir a su observatorio parecía que extraviaba su camino, porque daba innumerables vueltas antes de entrar en él.
–Allí va el viejo Leo, otra vez perdido –comentaban.
Ellos lo consideraban un ser inofensivo, incapaz de hacerle mal a nadie. ¿Por qué seguirlo entonces?, ¿por qué vigilarlo tanto?, se preguntaban; Leo los saludaba amablemente y continuaba su camino cabizbajo, consumido en sus preocupaciones: “No he sido yo quien con mis manos puso las cosas en el cielo para alterar y transformar las creencias”, murmuraba. Esa noche no supo hacia dónde iba, o por qué caminos lo llevaba el universo.
Los amigos que lo aceptaban en su casa para compartir una conversación eran muy pocos; mientras más crecía la incriminación en su contra, mientras el poder defendía su edificio de falsedades usándolo a él para amedrentar y ostentar su poder oscuro y déspota, menos amigos le quedaban. “¿Con quién poder conversar sobre el origen del problema, con quién dialogar sobre el origen del Centro?”, se preguntaba mientras caminaba.
Los guardias pasan por su lado con sus armaduras clinclinando, proyectando sus sombras alargadas sobre las paredes y las calles de piedra, recordándole a los curas de la Congregación del Índice que ya andaban sobre sus pasos, –¿A quién será que le temen?, ¿será a mí o al colega de Thorn? –se preguntaba.
Este último ya había sido condenado, y sus libros prohibidos, por considerarlo un continuador de la secta de matemáticos ateos que lideró el hereje Pitágoras. Con estos antecedentes y otros que ya conocía, la preocupación de Leo iba en aumento; sabía a lo que se exponía. Los mismos que lo buscaban, o sus pares de Lyon, décadas atrás habían perseguido al médico Miguel Servet por razones parecidas a aquellas por las cuales lo buscaban a él; Servet también había escrito unos “Diálogos” 1y fue acusado de ateo y de antitrinitarismo lo que era considerado una herejía; esto finalmente le valió ser quemado vivo en la hoguera.
En su deambular por las calles de la ciudad, se acordó de su amigo de tiempo, P. de Gamboa, uno de los pocos que aún se atrevía a recibirlo, aunque no compartiera sus formulaciones. Gamboa era un viejo arquitecto y alarife de la corona que, según él mismo decía, había proyectado “en planos terrenales las leyes del orden celeste que no contradicen las Sagradas Escrituras”, orden que había repetido en innumerables ciudades construidas en tierras recién descubiertas. “Este es mi aporte a la evangelización y culturización de esos nativos”, se le oía decir.
Juntos habían sostenido largas discusiones sobre las teorías de Leo; esa noche, aun cuando Gamboa no lo esperaba, tenía extendidos sobre su mesa de trabajo los planos de algunas ciudades que había diseñado allá por el sur del mundo, mientras que en otras hojas hacía mediciones y cálculos. Una vez más volvieron a debatir los planteamientos de Leo, pero ambos intuían que esta vez sería definitivo; sabían que no habría otra oportunidad, el Santo Oficio romano andaba a la caza de Leo.
Comenzaron desde lo más elemental para no darle cabida a la especulación; volvieron a calcular el valor de pi (π), releyeron a Aristarco de Samos, releyeron del cura de Thorn De Revolutionibus Orbium Celestium , releyeron del propio Leo “ Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Coperniciano” , pero nada logró convencer, ni cambiar a Gamboa de sus dogmáticas creencias. Esa noche fue decisiva para el mundo, fue como si en una pieza y en una noche se hubiera concentrado el conocimiento y la ignorancia de cientos de años. Con sus hombros inclinados sobre los planos, con la luz amarillenta de los faroles que hacían danzar sus sombras en los muros, con las reglas y escuadras de madera, trazaban mil veces lo inevitable. El compás con su punta de acero buscaba el centro, y reflejaba y repartía concéntricamente los rayos luminosos de los faroles, como revelando que el mismo fenómeno se repetía muy lejano en el universo.
–Yo no puedo cambiar la posición del sol ni tampoco sujetar la tierra –dijo Leo.
–Imposible –exclamó el arquitecto Gamboa–, no puede ser, significaría que todo mi trabajo, las Escrituras, yo mismo no tendría sentido.
La conversación fue extensa y acalorada en algunos pasajes; al final, Gamboa se mostraba desconcertado y dubitativo; cuando Leo abandonó el estudio de Gamboa, este tomó los planos de aquella ciudad austral que era su obra mayor, esa que había trazado siguiendo los más sagrados preceptos y ordenanzas de la época; aquella en la que nada había quedado al azar, aquella que en nada contradecía a las Escrituras; entonces tomó reglas, escuadras y compases y volvió a ejecutar desesperados cálculos. De pronto surgió frente a él la imagen de don Pedro y de don Fernando, ambos pechoños y autoritarios, que le exigen que el cuadrado principal, la Plaza Mayor, debía estar exactamente en el centro, como al centro está el Creador, como al centro está su obra maestra, La Tierra, y, en el centro de ella, su obra sublime, el hombre; ¿acaso no recuerda que todo esto fue hecho “a imagen y semejanza del Creador”?; lo demás es herejía, ateísmo. Un sudor frío corre por la frente de Gamboa que mide y calcula, pero intuye que después de esta noche algo pasó en los planos: La plaza se había movido inexplicablemente, ya no estaba en el centro como era la exigencia del Santo Oficio y de la Corona, y él sabe lo que este cambio le puede significar.
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