Eduardo H. Galeano - Vagamundo y otros relatos
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"Los gritos y susurros de América Latina." Marcelo Pichon-Rivière, Panorama, Argentina
"Hermoso y terrible." Jorge Ruffinelli, Marcha, Uruguay
"Voces subterráneas, mundos escondidos: una pasión extraordinaria." Gabriel Saad, Le Monde Diplomatique, Francia
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—¿Mañana?
—Puede ser. No sé.
Tavito perseguía las flores de cardo que subían y flotaban y subían por el aire y Gustavo preguntaba: ¿quién canta?, y Tavito se detenía, aguzaba el oído, decía: un pirincho. No, mirá: y entonces Gustavo le señalaba la cabecita amarilla del carpintero entre las ramas de los árboles.
—¿Quién es el que sabe cuándo vas a volver a casa? --Nadie sabe, Tavito.
¿Cuántos días han transcurrido? ¿Cuántos meses? Una noche se descubre que llevar la cuenta es peor. Antes, antes. Gustavo mira sin ver. Abolir el tiempo. Volver atrás. Quedarme, Carmen, quedarme en vos. Yo creía, Carmen, que no ibas a terminarte nunca. Te apreté la mano y la mano latía, estaba viva como un pájaro. Antes, antes de todo. Y las estrellas, papá, ¿qué hacen durante el día? ¿Por qué ponieron mosquitos en el Arca de Noé? ¿Por qué mamá murió? Dos perros rodaban mordiéndose por los médanos y Gustavo ya había estado preso, no dormía en la casa, tres veces habían venido a revolver las cosas unos tipos de uniforme, estaban armados como los que trabajan en la tele, esos de la serial de "Combate", daban vuelta la casa y Tavito los miraba sin pestañar y sin abrir la boca, clavado contra la pared; el cuerpo le temblaba hasta los dedos de los pies. Gustavo le había dicho: hay tantas cosas que tendrás que descubrir, Tavito. Las cosas invisibles, las difíciles, la brecha que te espera entre el deseo y el mundo: apretarás los dientes, resistirás, nunca pedirás nada. No, no se vive para ganarle a nadie, Tavito. Se vive para darse.
Tavito señala, con el mentón, a los soldados.
—Y éstos, ¿no saben cuándo vas a volver?
—Tampoco saben.
Darse. Pero, ¿y él? ¿Tengo derecho?, se pregunta, ahora, Gustavo. Y él, ¿qué culpa tiene? He elegido por él sin consultarlo. ¿Me odiará alguna vez? Gustavo lo ve aproximarse a uno de los soldados. Tavito le habla, el soldado se encoge de hombros y luego le acerca una mano para acariciarle la cabeza. Tavito pega un brinco, como si la mano del soldado estuviera electrizada.
¿Tengo derecho? He decidido por él. ¿Había otra manera? Gustavo mira a los costados, a los compañeros, rostro por rostro, los hombres con quienes comparte la comida y la pena y las palabras de aliento que se pasan unos a otros, como el mate, de boca en boca. El tiempo de ahora y el tiempo de después. Alguien le arroja, desde el otro extremo de la fila, un paquete de cigarrillos. Gustavo lo caza al vuelo.
Y entonces Tavito dice:
—No te preocupes.
Dice:
—Cuando yo sea astronauta, nos vamos a ir a la luna o nos vamos a ir a pescar.
Afuera, el infinito camino de tierra se extiende, polvo y frío, por entre los muñones de los árboles talados. Hay un sol blanco en el cielo. Tavito mira fijo al sol, luego cierra los ojos, siente el sol metiéndose, estremecedor, en el cuerpo. La luz lo persigue y le calienta la espalda. Entre el sol y Tavito, camina una mujer que lleva un atado de ropa colgando de una mano.
Al otro lado de las colinas, los aromos huelen a miel. Y en la ciudad, no muy lejos de aquí, el viento alza papeles viejos, en remolinos, por las calles. En los mercados pregonan las frutillas de Salto. Los perros dormitan, al sol, junto a los mendigos. Sentado en el cordón de la vereda, un chiquilín dibuja el mundo con un palito.
El monstruo amigo mío
Yo al principio no lo quería porque creía que él iba a comerme un pie.
Los monstruos son agarradores de mujeres, que se llevan una mujer en cada hombro y si son monstruos viejitos se cansan y tiran a una de las mujeres en la cuneta del camino. Pero este que yo digo, el amigo mío, es un monstruo especial.
Nosotros nos entendemos bien, aunque el pobre no sabe hablar y por eso todos le tienen miedo.
Este monstruo amigo mío es tan pero tan grandote que los gigantes le llegan nada más que hasta el tobillo y él nunca agarra mujeres ni nada.
Él vive en el África. En el cielo no vive, porque si estuviera en el cielo, como Dios, se caería. Es demasiado grande para poder vivir por ahí por el cielo. Hay otros monstruos más chicos que él y entonces viven en el infinito, cerca de donde queda Plutón, o todavía más lejos, allá en el onfinito o en el piranfinito. Pero este monstruo amigo mío no tiene más remedio que vivir en el África.
Dos por tres me visita. A él nadie lo ve, pero él puede verlos a todos. Además, se puede convertir en cualquier cosa que quiera. A veces es un cangurito que me salta en la barriga cuando me río o es el espejo que me devuelve la cara cuando me parece que la perdí, o es una serpiente disfrazada de lombriz que me hace la guardia en la puerta para que nadie venga y me lleve.
Ahora, hoy o mañana, el monstruo amigo mío va a aparecer caminando por el mar, convertido en un guerrero que más inmenso no puede ser y echando fuego por la boca. De un solo soplido va a reventar la cárcel donde lo tienen preso a mi papá y me lo va a traer en la uña del dedo chiquito y me lo va a meter en mi cuarto por la ventana. Yo le voy a decir: "Hola", y él se va a volver al África despacito por el mar.
Entonces mi papá va a salir a comprarme caramelos y chocolatines y una nena y se va a conseguir un caballo de verdad y vamos a salir al galope por la tierra, yo agarrado de la cola del caballo, al galope lejos, y después cuando mi papá sea chiquito yo le voy a contar las historias del monstruo amigo mío que vino del África, para que mi papá se duerma cuando llegue la noche.

Hombre que bebe solo
Los centinelas vigilan, los revolucionarios conspiran, las calles están vacías. La ciudad se ha dormido al ritmo monocorde de la lluvia; las aguas de la bahía, viscosas de petróleo, lamen, lentas, los muelles. Un marinero tropieza, discute con un farol, yerra el golpe. Al pie del cerro, arde como siempre la llama de la refinería. El marinero cae de bruces sobre un charco. Ésta es la hora de los náufragos de la ciudad y de los amantes que se tienen ganas.
La lluvia arrecia. Llueve desde lejos; la lluvia se abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los vidrios. La única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el techo. En la mesa del rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un cortado ni fabricando un barquito con el papel del azúcar para que el barquito navegue en el vaso de agua y naufrague. Hay un hombre que mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra boca fuma de su cigarrillo. El hombre escucha voces que caen desde lejos y dicen que juntos somos poderosos como dioses, y dicen: así que no valía la pena, todo ese dolor inútil, esta basura. El hombre las escucha, esta mentira, estatua de hielo, como si no llegaran desde lo hondo de la memoria de nadie y fueran capaces de sobrevivirlo y quedarse flotando en el aire, en el aire que huele a perro mojado, diciendo: me gusta gustarte, hermosa mía, mi lindísima, cuerpo que yo completo, me rozás con las puntas de los dedos y me sale humo, nunca me pasó, nunca me pasará, y diciendo: ojalá te enfermes, que todo te salga mal, que no puedas seguir viviendo. Y también: gracias, es una suerte que existas, hayas nacido, estés viva, y también: maldigo el día en que te conocí.
Como ocurre siempre que las voces llegan, el hombre siente una acosadora necesidad de fumar. Cada cigarrillo enciende el siguiente mientras las voces van cayendo, trepidantes, y si no fuera por el vidrio de la ventana es seguro que la lluvia le lastimaría la cara.
Confesión del artista
Yo sé que ella es un color y un sonido. ¡Si pudiera mostrártela! Dormía allí, desnuda, abrazándose las piernas. Yo amaba en ella una alegría de animal joven y al mismo tiempo amaba el presentimiento de la descomposición, porque también ella había nacido para deshacerse y me daba lástima que nos pareciéramos en eso. Se le veía en la piel del vientre, que estaba como raspada por un peine de metal. ¡Esa mujer! Algunas noches le salía luz de los ojos y ella no sabía.
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