Petros Márkaris - Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos

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Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos: краткое содержание, описание и аннотация

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Nueve relatos, nueve casos policíacos en los que se ven involucrados inmigrantes albaneses, de países del Este o subsaharianos, en los que intervienen asesinos, sicarios, viejos racistas o camareros, que se desarrollan en Atenas, en los prolegómenos de la cita olímpica de 2004. Historias como el asesinato de tres árabes en las inmediaciones de las instalaciones olímpicas o el que comete un camarero sudanés tras ganar una quiniela muestran la cara más sórdida y grotesca de la actual sociedad griega.

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No me queda nada más por hacer y me dirijo a mi despacho. Durante todo el trayecto rezo por no volver a encontrarme con Parker. Parece que Dios atiende mis oraciones, a pesar de estar ocupado a jornada completa en ayudar a nuestro equipo a ganar el euro, como llamamos a la copa para abreviar, influidos por la moneda.

Mi despacho está tranquilo. Una de dos: o los periodistas no han olido todavía lo sucedido o intuyen la importancia del caso y corren directamente a hablar con Guikas, dejándome a mí en paz. Cinco minutos más tarde suena el teléfono. Es Stavrópulos.

– El hombre murió de tuberculosis -dice-. Los pulmones están hechos polvo.

– ¿Cuándo falleció?

– Calcula unas cuarenta y ocho horas. Más adelante lo sabremos con mayor precisión.

No puede ser, de un momento al otro saltará la buena noticia. Es cuestión de tiempo. Llamo a mis dos ayudantes.

– Pedid fotografías del segundo muerto al laboratorio y peinad los hospitales. En alguno de ellos debían de tratarle la tuberculosis.

Vlasópulos y Dermitzakis se marchan y yo informo a Guikas.

– O sea, que esta vez tampoco hay víctima.

– Depende. Si buscamos una víctima de asesinato, no la hay. Pero si se trata de la profanación de un cadáver, eso ya es otro cantar.

– ¿Tú qué piensas?

– De momento, nada. A primera vista, parece un atentado terrorista, aunque hay algo que no encaja y todavía no sé qué es.

– Tendré que informar a Parker.

– De eso ya se ocupará Garner. Estaba presente en la autopsia.

– Tienes razón. Cada uno a lo suyo. Nos pasamos de serviciales.

Me echo a reír y Guikas me observa cariacontecido. Sé que hemos entrado en la fase que exige más paciencia. Seguro que tardaremos días en llegar a alguna parte. Pero la suerte está de mi parte y Dermitzakis llama al cabo de dos horas.

– Le hemos localizado, comisario. En el Sismanoglio.

Entro en el ascensor para subir a informar a Guikas, luego se me ocurre que podría toparme con Parker, pulso el botón de parada y vuelvo a bajar.

Últimamente recurro tanto a los coches patrulla que ya me veo trasladado a Intervención Inmediata. Dermitzakis me espera en la escalinata del Sismanoglio y juntos nos dirigimos al despacho del director. Con él está el médico que examinó al muerto cuando ingresó en el hospital.

– Le trajeron una noche porque expectoraba sangre -dice el médico-. Estaba muy mal.

– ¿Cuánto tiempo se quedó en el hospital?

– Unas horas, supongo. Cuando volví a pasar, no estaba en su cama.

Da por sentado que conozco la razón y no se toma la molestia de explicármela. Muchos inmigrantes ilegales se escapan de los hospitales, por temor a que la dirección avise a la policía y sean deportados.

– ¿Tiene sus datos?

– Los tengo yo -interviene el director ejecutivo y me tiende la ficha del paciente.

Se llamaba Zia Sharif y era paquistaní, nacido en 1970. En la ficha figuraba una dirección en Llosia. Enviaré a alguien a comprobarla, aunque hay muchas probabilidades de que sea falsa.

Indico al conductor del coche patrulla que me lleve a casa, aunque podría coger el autobús. Las calles están desiertas por la final contra Portugal.

Ya son las nueve. Adrianí está planchando en la cocina.

– ¿No vienes a ver el partido? -pregunto-. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor vemos a los chicos con las caras pintadas de azul y blanco!

Sostiene la plancha en el aire y me dirige una mirada severa.

– Claro, si no lo dices, revientas.

Pero deja la plancha y viene a sentarse a mi lado. Para ser sincero, sí que temo ver a Katerina y a Fanis pintados con los colores de la bandera y, de tanto en tanto, echo miradas furtivas hacia las gradas donde están los nuestros. A medida que avanza el partido mi humor mejora, no sé si por el entusiasmo de nuestros seguidores o por la multitud de banderas. Medio campo está lleno de banderas griegas, unas tendidas como pancartas y otras ondeando al viento. ¿Se habrá despertado mi patriotismo? A saber. Tantos años de izar y arriar banderas en la academia, alguna secuela habrán dejado.

Cuando marcan el gol me levanto de un salto y empiezo a aullar sin darme cuenta, quizá para suplir dignamente la ausencia de Fanis.

– ¿Has visto? ¡Ha marcado el mismo que metió el gol contra Francia! -dice Adrianí-. Cómo se llama…

Yo no lo sé pero, justo en ese momento, el locutor pronuncia el nombre de Jaristeas.

– ¡Bravo, Jaristeas! -grita Adrianí con entusiasmo-. ¿Has visto? De cabeza, como ese día. ¡Menuda cabeza, hijo mío! ¡Un coco de hierro!

Mientras vuelven a mostrar la secuencia del gol, me parece ver a Katerina saltando, pero Dermitzakis interrumpe la escena.

– Nada, comisario. El paquistaní había dado una dirección falsa.

– ¡Están jugando la Copa de Europa y tú me llamas para hablar del paquistaní! ¡Qué demonios! ¿Te has contagiado de Parker? Déjalo para mañana.

Y cuelgo el teléfono.

Noche cuarta: La recepción

Vuelta al pasado. En 1987, cuando ganamos la Copa de Europa de baloncesto, yo estaba apostado delante del hipódromo con una unidad antidisturbios, esperando la llegada de las multitudes para poner freno a su entusiasmo. Diecisiete años más tarde me encuentro en el interior del estadio antiguo, al frente de una unidad de vigilancia, esperando la llegada de los campeones de Europa. Por primera vez en mucho tiempo vuelvo a llevar uniforme y me siento recién salido del baúl con la naftalina.

La recepción en el estadio estaba prevista para las siete. Son las ocho y el autocar con los campeones todavía no ha aparecido. Hace calor, y mi cabeza suda bajo la gorra. Me pongo en contacto con Vlasópulos, que está cerca del Eginitio.

– ¿Alguna luz en el horizonte?

– No, y se rumorea que tardarán cinco horas en llegar al estadio.

– ¿Cómo viajan? ¿En carreta de bueyes?

– En autocar, pero ha quedado rodeado por la multitud y avanza a diez kilómetros por hora.

El estadio está lleno a rebosar desde las cinco y eso me preocupa. Hasta el momento, no hemos tenido que intervenir ni una vez. La gente corea consignas y canta sin interrupciones ni intermedios. No paran ni para respirar. Con el paso de las horas empezarán a inquietarse y a buscar válvulas de escape. Ya suenan las primeras consignas en contra de los albaneses.

– ¡Albaneses, capullos, acabaréis en el trullo!

– ¡Sinvergüenzas! ¿Habéis venido para celebrar la Copa, o para insultar a gente que no os ha hecho nada? -grita un cincuentón a los jóvenes que están sentados detrás de él.

– Ellos construyen las obras olímpicas por cuatro cuartos y nosotros les insultamos -añade el de al lado.

Los jóvenes pasan de todo y siguen coreando consignas contra los albaneses.

Un comisario baja del palco de autoridades y viene a mi lado.

– La cosa está que arde -dice-. El arzobispo y la alcaldesa están molestos con el retraso y nos culpan a nosotros.

También yo tengo los nervios de punta, porque no estoy acostumbrado a estar de pie y, pasadas ya tres horas, me duelen las piernas.

– Si no hubiese tanta gente, los traeríamos en helicóptero, pero así no podría ni aterrizar.

A nuestro alrededor las consignas se convierten en vítores y gritos de «aquí están los campeones», y finalmente los futbolistas entran en el estadio. Algunos aficionados entusiastas saltan al campo para abrazarlos, mientras los nuestros intervienen tratando de poner orden en el cotarro.

Algunas caras de los futbolistas me suenan, pero he olvidado la mayoría de los nombres. Al cien por cien, es decir, cara y nombre, recuerdo sólo a Zagorakis y al «alemán loco», como llaman los forofos a Rechangel. A medias, es decir, la cara sólo, recuerdo al «coco de hierro», como le llama Adrianí, el que metió el gol en la final.

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