Petros Márkaris - Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos

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Un caso del comisario Jaritos y otros relatos clandestinos: краткое содержание, описание и аннотация

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Nueve relatos, nueve casos policíacos en los que se ven involucrados inmigrantes albaneses, de países del Este o subsaharianos, en los que intervienen asesinos, sicarios, viejos racistas o camareros, que se desarrollan en Atenas, en los prolegómenos de la cita olímpica de 2004. Historias como el asesinato de tres árabes en las inmediaciones de las instalaciones olímpicas o el que comete un camarero sudanés tras ganar una quiniela muestran la cara más sórdida y grotesca de la actual sociedad griega.

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– ¡Muy bien, pues ahora vamos contigo!

– ¿Y tú dónde estás? -pregunto, porque había creído que me llamaba desde Salónica.

– En Atenas. He llegado esta mañana. No podía ver la semifinal contra Chequia sola en Salónica. Me habría dado algo.

– No salgáis de casa. Esto es un infierno.

– Pero ¿que dices? ¿Cómo vamos a quedarnos en casa una noche como ésta? ¡Todo el mundo está en la calle!

Cuelgo y decido esperar. De todas formas, tampoco puedo ir a ninguna parte. Me sentía muy orgulloso de que mi hija abogada saliera con un médico cardiólogo. Una letrada con un científico, la pareja ideal. ¿Cómo iba a imaginar que ambos son, ante todo, forofos del fútbol? Insondable, el alma humana.

Tres jóvenes empiezan a golpear el capó del Mirafiori entonando al ritmo:

– ¡Grecia, seguro, a Portugal dale duro!

El Mirafiori puede morir de muerte natural esta noche, como el cadáver que insultaba.

Noche tercera: Portugal 0 – Grecia 1

Entre sueños oigo la melodía de «Vamos como entonces» y creo encontrarme en la Plaka de mi juventud o en Kaníoglu de Nea Filadelfia a principios de los años sesenta. La canción suena una y otra vez, como si quisiera arrastrarme a bailar un vals, cuando oigo la voz de Adrianí a mi lado:

– Despierta, te suena el móvil.

Me incorporo sobresaltado y, aún medio dormido, busco el botón. Diez segundos después consigo oír la voz de Vlasópulos.

– Comisario, hemos encontrado otro cadáver. En la Estación del Norte. Pasaré por su casa en diez minutos.

Menos mal, porque el Mirafiori está en cuidados intensivos después de las bofetadas que le dieron cuando ganamos a Chequia.

Consulto el despertador de la mesilla, que indica las seis y cinco. Me levanto de la cama. Adrianí ha vuelto a pillar el sueño, pero debo despertarla para comunicarle el cambio de planes. Habíamos quedado en ir al aeropuerto para despedir a Katerina y Fanis, que salen para Lisboa. Fanis removió cielo y tierra, recurrió a sus contactos y consiguió dos pasajes en un vuelo chárter para la final.

– Después de tantos años con Fanis, nunca habíamos viajado al extranjero -se justificó Katerina.

– Id, hija mía. Aunque podríais haber empezado por Estambul y Santa Sofía, como todo el mundo.

Vlasópulos me espera con el coche patrulla delante de la puerta. Hace sonar la sirena, aunque sólo por cumplir el expediente, porque las calles están vacías.

– ¿Dónde lo habéis encontrado? ¿En el Intercity?

Me mira y se echa a reír.

– No. Ya verá.

En diez minutos llegamos a la Estación del Norte, aunque Vlasópulos pasa de largo y se detiene un poco más allá, delante de un flamante convoy de la nueva línea de cercanías.

– ¿Lo metieron en un tren de cercanías? -pregunto, atónito.

– Sí, antes de estrenarlo. Se ve que querían inaugurarlo.

Junto al tren hay dos coches patrulla y una ambulancia. Subo al vagón y me topo con Parker, el agente americano. Está de pie en medio del paso y conversa en voz baja con Guikas.

Prefiero no cabrearme a primera hora de la mañana y opto por echar un vistazo al muerto antes que nada. Es un tipo moreno, de rostro enjuto y con un bigotito fino. A primera vista me parece paquistaní, aunque bien podría ser un tamil de Sri Lanka; cualquiera los distingue. Está desnudo, como el muerto del OAKA, y en su pecho lampiño han escrito con rotulador verde: «Ansar Al Islam.» Tiene la mano derecha en alto con los dedos abiertos, como si estuviera insultándonos. Stavrópulos y Garner se inclinan sobre él y lo examinan detenidamente. Seguro que, mientras estaba vivo, el pobre jamás había recibido tantas atenciones.

You know what this means: Iraq, Al Zarqawi! -suena la voz enfurecida de Parker a mis espaldas.

Me vuelvo y veo que se acerca con Guikas. Como se la tengo jurada desde nuestro último encuentro, ni siquiera me digno a responder. Dirijo una mirada interrogadora a mi superior.

– Es la organización que secuestra y ejecuta extranjeros en Irak. Zarqawi es el líder -me explica.

– A ése ya podía haberle llamado más tarde, al menos trabajaríamos tranquilos -le digo, señalando a Parker.

– Te comprendo, pero son las órdenes. Si existe la menor sospecha de un atentado terrorista, hay que avisar inmediatamente a los americanos.

Stavrópulos y Garner ya han terminado e intercambian opiniones en voz baja. Mientras, espero a que Stavrópulos quede libre para hacerle algunas preguntas preliminares, me aborda el jefe de estación.

– Disculpe, comisario. ¿Tardarán mucho?

– ¿Tiene prisa?

Me mira ansioso.

– Es que habíamos programado un recorrido de prueba con el señor ministro de Transporte y Comunicaciones. Llegará dentro de una hora, con la prensa.

– Cambien de convoy.

– Será difícil. Los otros no están a punto.

– Entonces, cancelen el viaje.

– ¡Imposible! -exclama aterrorizado-. Buscan cualquier pretexto para acusarnos de no estar preparados.

– ¿Qué quiere que le diga? Aunque a lo mejor al señor ministro le apetece viajar con un muerto que insulta.

Me toma por chalado y opta por marcharse. Stavrópulos ya ha dejado de hablar con Garner, y me acerco a él.

– ¿Alguna conclusión?

– Sí. Al menos exteriormente no se aprecian indicios de agresión. No le dispararon, ni le acuchillaron, ni le estrangularon, ni tiene magulladuras.

– Más de lo mismo, entonces. Éste también murió de muerte natural.

– Eso parece, aunque te lo confirmaré cuando hayamos hecho la autopsia.

Es evidente que Parker está manteniendo la misma conversación con Garner porque, en cuanto terminan, se dirige rápidamente a Guikas.

– ¿Recuerdas lo que te comenté el otro día, Nic? -dice en inglés-: This is big.

– Ha redactado una lista y quiere que procedamos a detener a unos islamistas -me explica Guikas en griego.

– Pues adelante. A lo mejor así nos deja hacer nuestro trabajo en paz.

– ¿Y si decide enviar unos cuantos a Guantánamo?

No sé qué responder y le miro en silencio. Los fotógrafos han empezado a fotografiar el cadáver y la científica está peinando el suelo. Dejo a los técnicos a lo suyo y bajo del tren. Vlasópulos ha traído al tipo que encontró el cadáver, un hombre de unos treinta y cinco años, encargado de los equipos de limpieza.

– En realidad no lo encontré yo -dice-. Abrí las puertas para que entraran los equipos a limpiar y poco después oí gritos. Lo descubrió una de las mujeres.

– Cuando echaste un vistazo, como dices, ¿no viste a un tipo sentado haciendo un gesto obsceno?

– No, yo subí en la cabina del conductor y el muerto estaba en el último vagón. No había mucha luz y tal vez no me fijé.

– ¿Cuánto tardó en entrar el equipo de limpieza desde que abriste la puerta?

Piensa un poco.

– Un cuarto de hora, más o menos.

– ¿Y mientras tanto el convoy quedó sin vigilancia?

Se encoge de hombros.

– ¿Qué podía pasar? ¿Que robaran los asientos y las puertas automáticas?

Quizá sea cierto que no vio al muerto, pero lo más probable es que quien fuera subiese al tren mientras las puertas estaban abiertas y el convoy, sin vigilancia.

La mujer de la limpieza sigue conmocionada y le cuesta hablar. Subió al vagón por la puerta de delante y vio a una persona que la insultaba. Al principio, le tomó por un bromista. Cuando se dio cuenta de que estaba en cueros y muerto, empezó a gritar y echó a correr. Punto final. Su testimonio apoya la hipótesis de que el muerto subió al tren en el cuarto de hora en que éste quedó sin vigilancia.

Vlasópulos interroga al resto del personal, aunque no averigua nada importante. Todos coinciden en que debieron de meter el cadáver por la parte de atrás de la estación, que por la noche queda desierta. Nadie vio ningún camión, de modo que debieron de traerlo en un coche pequeño. El hecho de que allí estuvieran aparcados camiones grandes cargados de mercancías facilitó las cosas a los autores. Escondieron su coche detrás de los camiones y esperaron el momento oportuno para bajar al muerto y llevarlo hasta el tren.

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