—He percibido todo lo que soy capaz. No puedo hacer más —afirmó Sol.
—Por favor, Inténtalo de nuevo —suplicó Dag.
Sol sintió alivio al descubrir que Dag confiaba en ella; más de una vez había restado importancia a las habilidades de Sol. Ahora, ella se permitió relajarse, apartó todos sus pensamientos y vació su mente por completo.
—No, el niño no está cerca —dijo Sol—. Conde Strahlenhelm, debemos apresurarnos. La respiración del niño es muy débil. Debemos actuar rápido y no sé dónde...
—Si se arrastró por el seto y no está aquí... respondió Dag.
—Entonces, debe haber salido a la calle —concluyó el conde.
—¿Cree que la puerta estaba abierta un domingo? —preguntó Sol.
—Puede ser. Ahora no tenemos tiempo de averiguarlo —respondió el juez.
Atravesaron corriendo la entrada y salieron a un callejón lateral que llevaba a la calle principal.
—Alguien debe haberlo visto aquí —dijo Dag.
—No si se metió rápido en otro patio —replicó Sol. Se detuvo—. El olor... si tan solo pudiera recordar qué es. Era un poco metálico, aceitoso... Arde en las fosas nasales.
—¿Está cerca? —susurró el conde.
—Según lo que percibo, no.
El padre del niño suspiró con pesadez.
—Si fuera un crío que acaba de llegar a una calle completamente extraña, ¿qué haría? —pensó Dag—. Miraría a mi alrededor... ¿Daría la vuelta para regresar? No, no puede haberlo hecho porque no está aquí.
Un caballo y un carro pasaron por la gran calle.
—De hecho, mi pequeño no es muy valiente —comentó el conde a toda velocidad—. El sonido de la calle principal lo habría asustado.
—Entonces, iremos en dirección opuesta —decidió Sol.
Se apresuraron a ir a la estrecha calleja mientras inspeccionaban si todas las puertas estaban cerradas.
—Miren —gritó Dag—, hay un considerable agujero bajo esa puerta. Tal vez pasó por allí.
—Y esta entrada es muy parecida a la nuestra —dijo el conde angustiado. Sol notó que el hombre mayor temblaba como un perro de caza que había encontrado una presa pero a quien no le habían quitado la correa.
Abrieron la puerta y atravesaron la entrada en arco hasta llegar a una segunda puerta que llevaba a otra calle. Era un atajo entre dos calles. Nada más.
—No, aquí estamos demasiado lejos de casa —afirmó el conde mientras miraban de lado a lado por la segunda calle—. Esto está mal.
—A esta altura el niño habría entrado en pánico —comentó Dag con calma—. Ahora quizás está corriendo desesperado porque no encuentra a su mamá o a su papá. O quizás algo llamó su atención... un animal tal vez. Fue un domingo y las calles estarían vacías.
—Miren —exclamó el conde—. Miren ese cartel... ¡a la derecha! ¿Podría significar algo, señorita Sol?
—Imprenta —leyó ella—. ¿Imprenta? ¡Sí! El olor que percibí era tinta.
Prácticamente corrieron para ver quién llegaba primero y todos irrumpieron en la imprenta al mismo tiempo.
—Hola —dijo el conde, intentando recobrar el aliento. Había dos hombres trabajando con las prensas, rodeados de cajones y bandejas con tipos de plomo, y saludó a ambos—. Soy el conde Strahlenhelm. ¿Se enteraron de que mi hijo desapareció hace tres días?
—Oh, ¿era su pequeño? —respondió el mayor de los dos trabajadores—. Sí, nos enteramos. Pero vive al otro lado de la calle, junto al rosal, ¿no?
—Sí, pero hay indicios que señalan que tal vez está aquí. ¿Tienen un cuarto pequeño donde hay una prensa vieja?
Los dos hombres intercambiaron miradas de confusión. Era evidente que no entendían muy bien la intromisión de aquellos desconocidos tan nerviosos.
—Hace poco que nos ocupamos de esta imprenta —dijo despacio el más joven. Podría haber sido el hijo del mayor—. No hemos visto un cuarto semejante.
—¿Tienen patio trasero?
—Sí.
—¿Podemos echar un vistazo?
—Por supuesto.
Fueron a abrir la puerta trasera de la imprenta.
—No —dijo Sol—. El niño debe haber entrado desde la calle. Todo lo demás sería imposible.
Vacilaron. Luego, el encargado de la imprenta dijo:
—Hay una puerta que se accede desde la calle, pero está cerrada.
Dag ya había salido a toda prisa a la calle, seguido de cerca por los otros cuatro.
—¡Hay un hueco debajo, miren! Él podría haberse escabullido por ahí.
El encargado de la imprenta extrajo una llave grande y abrió la cerradura de la puerta. Entraron al patio trasero, que estaba bien mantenido y organizado. Había varias puertas que, cuando las abrieron, resultaron ser retretes y cobertizos, en los cuales hurgaron sin éxito.
—No —dijo el conde con desaliento—. Esto no lleva a ninguna parte.
Sol se detuvo completamente quieta y cerró los ojos.
—¡Silencio! Él está aquí. Está muy cerca. Lo percibo, de verdad. ¡Oh, por favor, apresúrense, cielo santo!
Los dos empleados de la imprenta la miraron sorprendidos. No comprendían lo que pasaba.
—Pero no hay más puertas por abrir —comentó Dag.
—No, solo queda la puerta trasera que lleva al oficina de la imprenta —respondió el mayor de los dos hombres.
—¡Mi pequeño jamás podría abrirla! —dijo el conde.
El mayor se volvió hacia su hijo:
—¿No estuviste aquí el domingo pasado?
—Sí, así es.
—¿Esa puerta estuvo abierta en algún momento? —replicó Dag.
El más joven reflexionó ante la pregunta.
—Sí, supongo que estaba abierta cuando fui a... —Dejó de hablar y señaló avergonzado en dirección al baño.
Dag se estremeció. Conocía el aspecto de esos baños. No eran más que una letrina oscura cavada en la tierra donde uno buscaba un lugar desocupado en el suelo para hacer sus necesidades. Eran lugares muy desagradables.
—¿Y no escuchó nada en ese momento? —preguntó el conde—. ¿Un niño llorando o algo parecido?
—No que recuerde. Pero podría ser que no lo hubiera percibido.
Sol ya había caminado hacia la puerta que llevaba a la oficina de la imprenta mientras el hombre mayor la abría.
Ahora estaban dentro de la oficina, pero esta vez en la parte trasera.
—Ese olor particular —susurró Sol—. Sí, ¡es aquí!
—¿Cómo es posible que mi pequeño entrara en este lugar? —gimoteó el conde—. Está tan lejos de casa. De verdad, no le encuentro sentido alguno. ¿Dónde podría estar? ¡No hay dónde esconderse!
—Y el empleado que estuvo aquí el domingo pasado sin duda debería haberlo visto, al menos aquí dentro —añadió Dag—. Sol, creo que sigues un rastro equivocado.
Sin embargo, Sol estaba convencida. Tenía muchos pensamientos y percepciones que daban vueltas sin parar en su interior. Miró con fervor al joven.
—¿Qué hiciste cuando regresaste del patio y entraste de nuevo? Qué hiciste? ¡Piénsalo bien! ¡Es importante!
Él la miró confundido.
—Lo último que hice antes de partir a casa fue cerrar con llave la puerta.
—No es suficiente. Ve al patio y cruza de nuevo la puerta.
Él obedeció a regañadientes.
—Primero, cerré la puerta trasera. Luego, me aseguré de que todo estuviera listo para trabajar el lunes. Después ordené un poco aquí y allá. Más tarde salí por la puerta principal y la cerré.
—¿Y eso fue todo?
—Sí, eso fue todo. Bueno, sí y, por supuesto, cerré con llave la puerta que lleva al depósito.
—¿El depósito? —gritaron todos.
—Bueno, la puerta detrás de esos estantes de allí, que lleva al patio trasero. Casi lo olvido porque la usamos muy poco.
El conde ya estaba junto a la puerta. Había una puerta baja detrás de las estanterías. Tiró del picaporte pero estaba cerrada.
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