Luego, colgó otra vez la mandrágora en su cuello y la ocultó detrás de la ropa antes de caminar hacia el discípulo del hechicero que estaba más cerca. Sin previo aviso, tomó la bolsa de cuero que colgaba de la cintura del chico.
Lo pesó en su mano y dijo:
—Esta bolsa contiene dos monedas de plata... Una rosa seca y una carta.
Él no pudo hacer más que asentir frenéticamente.
—Y tú —dijo Sol mientras miraba a una mujer y la tocaba despacio—: Esperas un bebé de ese miserable que está en el altar. Has estado demasiado asustada para contarlo, pero es verdad. Sufrirás por ese bebé y él no te ayudará ni un poco.
Luego, miró a otro hombre y apoyó las manos sobre sus hombros:
—Tu único pensamiento ahora mismo es cómo regresarás a casa con tu esposa a quien no le has contado nada sobre esta reunión. Tienes una relación con la chica que está de pie a tu lado y ella cree que te casarás con ella.
—¡Detente! —gritó una persona. Era la mujer que le había hablado a Sol primero—. ¡Basta!
—Es una bruja real —susurró uno de los hombres—. ¡Una bruja de verdad! No sabía que existían.
—Oh, sí, existen —dijo Sol; sentía mucho cansancio—. Pero quedan pocas y están lejos. Y tú estás enfermo, buen hombre. No puedes tragar la comida.
—Es cierto —asintió él.
—Toma, bebe este polvo —ordenó Sol—. Bébelo cada mañana y salda tu deuda. Luego te sentirás bien de nuevo.
Ella se volvió para enfrentarse al hombre que la había llevado a la reunión y dijo:
—Preben. Discúlpame por haber destruido tus sueños. Pero debes confiar en mí cuando digo que no hay que entrometerse con la brujería. No quiero que ese estafador se aproveche de ti como le dé la gana. No diré nada sobre ti... y confío en que tú guardarás también mi secreto.
Con esas palabras, Sol salió de aquella hedionda sala. Los demás se quedaron sentados con la mirada perdida. Habían perdido demasiado: el honor y el prestigio... y a Sol y sus secretos.
***
Liv se esforzaba por hacer que todo pareciera perfecto en la gran casa de Oslo, pero había cambiado. Su luz interior y la alegría que siempre habían tan suyas ya no aparecían en su rostro. Ahora, tenía una mirada angustiosa, un miedo constante por temer a no estar haciendo exactamente lo que debía. Seguía desesperada por satisfacer a su esposo, pero había aprendido una lección dolorosa: todo debía ser en «los términos de Laurents».
Recordaba con ansiedad sus pequeños intentos por sorprenderlo. Por ejemplo, el pequeño cuadro de flores que había pintado en secreto y que le regaló para su cumpleaños.
Él lo observó con detenimiento un buen rato.
—Es dulce de tu parte, Liv, y es muy bonito. Hermoso, de hecho, pero...
—¿Pero qué? —preguntó nerviosa cuando él se detuvo.
—Creo que deberías centrarte en bordar, querida. Una mujer no debe pintar cuadros. Eso es para los grandes artistas famosos. Mi pequeña esposa debería hacer lo que mejor sabe hacer. ¿Aún no hay indicios de que estés embarazada?
Liv sacudió la cabeza de lado a lado. Se sentía completamente inservible. ¡Ni siquiera podía quedarse embarazada! Pobre Laurents, ¡sin duda debía estar muy enfadado con ella!
Recordaba una ocasión en la que habían recibido visitas. Ella conversaba con un hombre mayor. La charla, animada, había abarcado temas de actualidad y eventos recientes... Habían hablado sobre el pueblo y lo que el rey había hecho por Noruega. Liv había quedado encantada porque el hombre era inteligente e interesante; y muchas personas más se habían unido a la conversación.
Luego, de pronto, vio a Laurents mirándola. Estaba furioso. Con un gesto de su cabeza, él le ordenó que abandonara el grupo y ella tuvo que inventar un pretexto.
Más tarde esa misma noche, él le habló sin contemplaciones: le dijo lo que pensaba de las mujeres que se entrometían con los asuntos de los hombres.
—Debes dejar de comportarte como una tonta —le había dicho él—. Nunca te atrevas a pensar que puedes compararte con un hombre. No quiero una esposa tan poco femenina. Oh, cielos. Veo que tengo una tarea inmensa por delante. Me has decepcionado. No tenía idea de que te habían criado tan mal. Pero eres tan dulce y adorable... y eres mi mayor tesoro, así que nos libraremos de tus defectos. ¡Espera y verás! No te angusties. ¡Te ayudaré!
Sí, ella empezaba a aprender su lección. Siempre y cuando hiciera las cosas del modo en que él quería, todo estaría bien.
Pero a veces era muy difícil ocultar su espontaneidad, porque precisamente ese era un rasgo definitorio de su personalidad.
No hacía ni una semana que había cometido otro error. Fueron a visitar a uno de los colegas de Laurents y cuando estaban a punto de salir de la casa, Laurents comentó lo brillante que estaba Sirio en el firmamento. Sin pensar, Liv le replicó:
—Esa no es Sirio. Es Deneb, en la constelación de Cygnus, el Cisne.
Cuando llegaron a casa esa noche, Laurents la abofeteó. Dos veces: ella «lo había humillado frente a su colega y su esposa». Él le dijo, furioso, que todos sabían muy bien que aquella estrella en cuestión era Sirio. ¿Quién se creía ella que era?
Liv tenía la impresión de que la única estrella del firmamento que Laurents conocía era Sirio.
Más tarde él se arrepintió de lo que había hecho y le pidió perdón, y acto seguido le hizo el amor con pasión en la cama. Sin embargo, desde aquel instante, la confianza y la intimidad entre ambos se había quebrado para siempre.
Y aunque Liv no era una artista talentosa, no hubo nada que la animara a alzar un pincel de nuevo.
La madre de Laurents no hacía nada por facilitarle la vida a Liv. Era una anciana mandona, que estaba profundamente celosa de Liv. Prefería tener a su hijo solo para ella: no toleraba ninguna nuera. Liv, amable y de buen temple, era presa fácil para el dominio de la anciana. ... Algo que la suegra descubrió pronto con mucha satisfacción.
Por supuesto, Laurents no notaba nada de eso. Él creía que la armonía perfecta reinaba en la casa y si surgía el menor roce, él tomaba partido por su madre. Después de todo, Liv no era más que una niña ignorante. Liv le contaba a Silje cómo andaban las cosas por allí en unas notas escuetas y alentadoras. Pero Liv siempre escribía sus cartas separándose del papel porque no quería que las lágrimas humedecieran las páginas y corrieran la tinta.
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