—¿Esta puerta estaba abierta el domingo pasado?
—Sí, entré a buscar unas cosas.
—¿A dónde lleva? —preguntó Dag mientras el empleado abría la puerta.
—Da a la parte posterior de la casa. Usamos el espacio para guardar todo lo que no utilizamos: quedaron muchas cosas viejas de cuando no estábamos a cargo del lugar. Aún no hemos podido limpiarlo.
Abrieron la puerta y vieron un estrecho pasillo con mucha chatarra dentro.
—Que Sol entre primero —propuso Dag.
Esperaron que ella lo hiciera.
—¿Hay un casillero aquí? —preguntó ella.
—No. Es solo un atajo a la tienda del carretero que está en la casa de al lado, por allí...
De pronto, el hombre mayor se detuvo abruptamente, con la boca abierta.
—¿Qué? ¿Cómo es que esta puerta está cerrada? ¡Siempre la dejamos abierta! Solo hay una puerta entre nosotros y el carretero, pero hay una segunda puerta vieja de este lado que nunca ha estado cerrada.
—¿No hay una prensa vieja allí dentro? —preguntó el hijo.
—Bien podría haberla; no hemos tenido tiempo de revisar todo. Oh, cielos. ¡La puerta está cerrada desde adentro!
En aquel instante, el conde lanzó su cuerpo contra la puerta, impactando primero su hombro. La abrió un poco hacia afuera y Dag escabulló la mano sobre la parte superior de la puerta; tiraba de algo. ¿Acaso era un cierre?
—Por favor, ¡ayúdenme, cielos! —gritó Dag.
Los hombres introdujeron los dedos en la parte superior y abrieron un poco más la puerta. El empleado más joven encontró una barra metálica y la introdujo en el hueco. De un tirón, el cierre cedió y la puerta se abrió bruscamente.
Ante ellos tenían una habitación diminuta y oscura con otra puerta en el extremo. Dentro, en un rincón, vieron una prensa vieja con tornillo de madera cubierta con pilas de basura. En el suelo, ante sus pies, había una montón de recortes de madera. Y allí, con la mejilla apoyada sobre un tablón, estaba recostado el pequeño vestido de terciopelo violeta... con los pantalones muy mojados.
El conde emitió un gemido mientras alzaba el cuerpo diminuto e inerte de su hijo.
—¡Oh, Dios! —susurró—. ¡Dios santo!
—Cielo santo —exclamó el empleado mayor—. ¡Qué raro que esté aquí! Pero ¿cómo sabían que...?
—Solo seguimos el rastro de las pistas —respondió Dag, quien no estaba interesado en dedicarle tiempo a esa conversación.
—Pero es extraño que no lo hayan oído, ¿no?
—No oiríamos nada desde la oficina de la imprenta. Hay mucho ruido allí. Y como dije, no venimos aquí con frecuencia. Oh, cielos. Qué tragedia... ¡El pequeño se marchó tan lejos sin que nadie lo viera!
Los dos empleados guiaron a los demás a la oficina principal de la imprenta.
—¿Está vivo? —preguntó el conde con voz temblorosa—. ¡Albrekt! ¡Soy papá! Debemos llevarlo de inmediato con un médico...
—No es necesario —afirmó Dag con clama—. Sol ha ayudado a mi padrastro durante cinco años y es tan experta como él en las artes curativas.
Después de vacilar un instante, el conde soltó el cuerpecito que había estado acunando entre brazos.
—Sí, aunque nos hubiera ido mejor con las manos sanadoras de Tengel —admitió Sol—. Pero el niño está vivo, conde. Aunque su tiempo comenzaba a acabarse.
«Otra vez lo mismo», pensó Dag. Sin duda el niño habría aguantado unos días más, ¿no? Pero a Sol le encantaba exagerar solo para que la vida fuera más excitante.
— Démosle agua —prosiguió Sol—. Es peligroso pasar tanto tiempo sin beber.
—La calidad del agua aquí no es muy buena —comentó el empleado—. Solo la usamos para trabajar. Pero tenemos un poco de vino...
—¿Está fermentado y maduro? —preguntó el conde.
—Es de primera clase —respondió el empleado.
—Pues bien, entonces probémoslo —dijo Sol aunque dudaba un poco de la descripción del hombre.
Mientras el hombre buscaba el vino y lo servía, Sol sacudió al niño.
—No puedo hacer nada hasta que despierte —explicó—. Vamos, pequeño aventurero. —Le dio una bofeteada suave al niño, algo que fue demasiado para el padre.
—Cómo te atreves a... —protestó el conde.
—Esto no lastimará a su hijo —lo interrumpió Sol—. Está despertando.
—Gracias a Dios —susurró el conde.
Sol no estaba completamente de acuerdo en quién merecía el agradecimiento, pero fue sabia y no comentó nada al respecto.
—Traigan el vino antes de que se desmaye de nevo —indicó ella.
Las manos inquietas sostuvieron la taza sobre los labios del niño. Por instinto, el pequeño intentó beber y tragó un sorbo o dos antes de toser, recobrar el aliento y comenzar a llorar sin parar.
—Tranquilo, tranquilo... Tu papá está aquí —lo tranquilizó el conde mientras lo tomaba de brazos de Sol—. Todo estará bien.
El niño se durmió (o se desmayó) sobre el hombro de su padre. El conde tenía los ojos llenos de lágrimas que no se molestó en reprimir.
Les dieron las gracias a los empleados de la imprenta por toda su ayuda y regresaron caminando a casa.
—Debemos darle un potente medicamento cuanto antes —dijo Sol mientras corría para seguirle el paso al conde, vigilando al niño dormido—. ¿Me permitirá tratarlo?
—¡Pues, claro! Por supuesto, si eres tan amable —respondió el conde—. Pero por favor, aún no le digan nada a mi esposa —suplicó él—, en caso de que algo salga mal. Espero de verdad que ella esté durmiendo.
Dentro, la casa estaba sumida en una actividad frenética. Sirvientes sorprendidos y nerviosos corrían de lado a lado, siguiendo cada indicación de Sol. Le quitaron al niño sus prendas sucias y sumergieron al pequeño en una tina con agua tibia.
Gradualmente, el baño lo revivió y Sol logró que el niño tragara una infusión caliente de todas las hierbas fortalecedoras que poseía.
Sol disfrutaba cada instante en el que era el centro de atención. Era probable que hiciera que todo el proceso pareciera un poco más impresionante de lo necesario al adoptar una expresión pensativa y alzar las cejas con dramatismo cuando extraía cada bolsita de hierbas. Actuaba como si a cada momento estuviera tomando una decisión médica trascendental. Cuando Dag captó su atención, le lanzó una mirada cómplice. ¡Conocía demasiado bien a su hermana!
El niño comenzó a llorar y unas manos impacientes que esperaban para secarlo lo retiraron de la tina. Lo envolvieron rápidamente con toallas calientes. Luego, la niñera lo vistió con prendas secas después de haberse ocupado de su trasero escocido.
—Sin duda sobrevivirá, ¿verdad? —le preguntó el conde a Sol.
—Oh, sí. Pero no deben exponerlo al frío y debe continuar dándole las hierbas que indico. Debe informarme de inmediato si tiene fiebre o si empieza a toser. Poco a poco, hay que darle comida adecuada.
«Estás abusando de la situación», pensó Dag con una sonrisa divertida. «Tal vez demasiado.» Sin embargo, con todo lo que ocurría, nadie más lo notó. Aun así, ¡Dag no pudo evitar sentirse orgulloso de ella!
—Bueno —dijo el Conde, suspirando de alivio—, ¿podría alguien despertar a mi esposa?
Una de las mujeres mayores desapareció. Poco después, oyeron un grito seguido de pasos veloces que bajaban la escalera.
—¿Albrekt? —chilló la condesa desde lejos—. ¿Es verdad? No puedo creerlo, no puedo creerlo...
Luego, se detuvo en la puerta, pálida y tambaleante.
Su esposo alzó al pequeño para que ella lo viera y con un grito ella corrió hacia adelante y le quitó al niño de los brazos. Lo abrazó tan fuerte sobre el pecho que el pequeño comenzó a protestar.
Sol ahora comprendía por qué el conde no había querido despertar a su esposa en cuanto regresaron a la casa. Nunca hubieran podido tratar al niño en paz debido al abrumador sentimiento maternal de la mujer, y era evidente que necesitarían actuar con mucho cuidado cuando tuvieran que retirar al niño de los brazos amorosos de su madre.
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