—¿Y si no tengo éxito rastreando a su hijo?
—Entonces tendrá mi gratitud por haberlo intentado. Pero ¿y si mi esposa o uno de los sirvientes descubre que está involucrada?
Sol hurgó en sus bolsillos.
—¡Dele esta medicina somnífera a su esposa de inmediato! Asegúrese de que la beba toda. Y por favor, ordéneles a sus sirvientes que nos dejen solos.
El conde miró a Dag con curiosidad.
—Te has guardado esto, Dag.
Dag hizo una mueca.
—No es algo sobre lo que uno hable abiertamente, Su Señoría.
—No, sin duda tienes razón.
El conde partió apresurado con el polvo en la mano.
—No deberías haber hecho esto, Sol —murmuró Dag.
—¿Por qué no?
Dag suspiró.
—Si esto sale bien, tendrás un amigo para siempre. Y ¡él es poderoso, Sol! Mucho más poderoso de lo que imaginas.
—¿En serio? ¿Quién es?
—Un juez. Uno de los hombres más poderosos del poder judicial danés.
—Oh, cielos —dijo Sol, cubriendo su boca con la mano—. Si que he complicado las cosas.
—Vaya. ¡No es sorprendente que no conozca a ninguna mujer sabia porque ha sentenciado a todas a muerte! Por ese motivo te pedí que no hablaras.
—Pero Dag, no puedo evitar hacer algo al respecto. Percibí que el niño vive y que sufrió. Lo siento en toda la sala. Es como si todas las paredes me gritaran.
—Entonces, por el bien de todos, espero que encuentres al niño —dijo Dag con preocupación.
Capítulo 2
El conde regresó después de unos minutos.
—Le he dado el somnífero a mi esposa —dijo abruptamente—. También les he indicado a los sirvientes que no queremos interrupciones. Tenías razón: Henriette está tan sensible que hablaría demasiado rápido y demasiado fuerte sobre cosas que es mejor guardar en secreto. Encontré un juguete pequeño que mi hijo siempre abraza al dormir. Han lavado todo lo demás.
Sol tomó la suave muñeca de trapo.
—Está hecha de tela, así que está bien. ¿Puedo sentarme?
—Por supuesto. Por favor, perdone mi falta de cortesía.
Sol tomó asiento y dijo:
—Ahora debo pedirles que guarden absoluto silencio.
La habitación estaba callada como una tumba. Ni siquiera se oían los sonidos de la calle. La sala permaneció sumida en el silencio bastante tiempo. Sol sostuvo la muñeca cerca de su rostro. Estaba sentada con los ojos cerrados.
Finalmente, comenzó a hablar. Su tono era monótono y casi un susurro.
—Oscuridad... frío... Apenas tiene espacio.
El conde estaba a punto de preguntar si el niño estaba vivo, pero se contuvo.
—Él está durmiendo —dijo Sol con voz normal—. O quizás está inconsciente. No lo sé. Percibo angustia, mucho miedo y soledad. Pero esto fue hace un rato. Ahora él no siente nada.
«Oh, Dios», pensó el conde Strahlenhelm. No se atrevía a pensar más. Todo parecía tan irreal para él; y luego, esa mujer, a la que él debería juzgar, le había traído esperanza en medio de su desesperación. ¿Qué debía hacer? No, en aquel instante él era sobre todo un padre. Su profesión era absolutamente irrelevante. En un instante, había dejado de existir. Sin embargo, algo perturbaba su mente y su consciencia. Apenas podía lidiar con la idea de la cual le resultaba difícil escapar: ¿Y todas esas «mujeres sabias» que había sentenciado sin mostrar piedad en nombre de la justicia?
Luego notó que Sol hablaba otra vez, decía más que nada una mezcla de preguntas y palabras de las cuales quería confirmación.
—Él es rubio y tiene cabello delgado y suave. Tiene entre uno y dos años... Más cerca de dos, diría. Viste terciopelo. Terciopelo violeta. Y un cuello amplio de encaje.
El conde miró a Dag con confusión y sorpresa.
—No le he dicho nada —susurró Dag.
Fue como si el desafortunado padre tomara coraje con esas palabras. Enderezó la espalda y una esperanza renovada brilló en sus ojos, que demostraban que no había dormido correctamente durante varios días. Era un hombre bastante apuesto a su modo, mucho mayor que su esposa; delgado y bien vestido, con mirada astuta. Observó con entusiasmo a sus invitados excepcionales.
Sol disfrutaba el momento. Le permitían usar su talento y era el centro de atención. Sin embargo, el destino del niño la frustraba y ponía sus nervios de punta.
—Debemos apresurarnos —dijo Sol con impaciencia—. Debemos actuar rápido, muy rápido.
—Pero ¿dónde está? —gritó el conde.
—No lo sé —siseó Sol. Ya no podía controlar sus modales.
—¿Alguien lo ha secuestrado?
—¡No! No percibo ningún mal. Ahora ¡silencio! Siento algo.
El juez estaba tan absorto que ni siquiera registró el modo en que ella le habló.
Dag sentía un profundo orgullo hacia su hermana, pero también le preocupaba cómo terminaría todo. Había crecido acompañado del talento de Sol y Tengel, pero aun así, nunca se había sentido realmente cómodo con ellos. Estaban demasiado lejos de su propia psiquis. De pronto, notó que apretaba las manos fuerte. ¿En qué se había metido Sol? Lo único que podía hacer era rezar que hubiera un final feliz.
—Veo un pasador —dijo Sol, sus dedos jugueteaban nerviosos con la muñeca—. Un cerrojo echado.
—¿Alguien lo ha encerrado? —preguntó con voz ronca el padre del niño.
—No, el cerrojo está en la oscuridad.
Él quería preguntar cómo era posible que ella viera todo eso si estaba tan oscuro, pero temía que su pregunta fuera demasiado ingenua.
—Se ha encerrado solo en algún lugar y no puede salir.
El conde tenía el corazón en la boca. Sus ojos exhibían su nerviosismo.
—¿Aquí en la casa?
Sol no estaba segura.
—No lo creo. No percibo que esté cerca. Pero no puede haber ido demasiado lejos. Después de todo, es un niño. ¿Cómo desapareció?
—Yo estaba en la habitación contigua, que es mi oficina, junto con Dag, quien estaba estudiando. Mi esposa estaba conversando con una o dos amigas sentadas en la sala de estar. El niño jugaba en el suelo. Su niñera estaba en el cuarto de niños preparando todo para cambiarle el pañal y cuando fue a buscarlo, preguntó dónde estaba. Allí fue cuando descubrieron que había desaparecido.
—¿Cuánto tiempo...?
—Pensaron que había pasado un cuarto de hora desde que lo habían visto por última vez. Es un niño muy silencioso que juega mucho solo. ¡Encuéntrelo, señorita Sol! Se lo ruego... Por favor, haga su mayor esfuerzo.
Ella asintió.
—¿Dónde estaba sentado el niño?
—Allí. —El conde señaló—. En el suelo junto a la chimenea abierta.
Sol se puso de pie y avanzó hasta la chimenea. Se puso de rodillas y tocó los tablones del suelo suavemente con la palma de la mano. Parecía confundida.
—Algo más debe haber ocurrido. Algo que ha olvidado.
—Imposible. Hemos buscado en todas partes miles de veces, en cada rincón de la casa...
—Él no está en esta casa.
El conde suspiró.
—No hay nada que hayamos pasado por alto.
—Bueno, entonces ¿cómo salió? ¿Abrió la puerta solo?
—No, pero como ve, todas las puertas internas de las habitaciones permanecen abiertas. Es imposible que haya abierto la puerta de calle y la puerta del jardín estaba cerrada, por ese motivo pensamos que alguien lo había secuestrado. Pero ¿no cree que sea así?
Sol se puso de pie, temblaba de nervios y fastidio.
—Algo hay aquí.... ¿Tienen un perro?
—Sí —dijo el conde, sorprendido—. Un perro grande y feroz.
—¿Su perro es capaz de abrir puertas?
—Sí, puede abrir la puerta que lleva al jardín. Pero esa puerta se cerró cuando el niño desapareció.
Dag se puso de pie y fue a la habitación contigua. Había una puerta que las damas no habrían visto desde donde estaban sentadas. Sol y el conde lo siguieron.
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