Juan Carlos Núñez Bustillos - Daguerrotipos

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Treinta entrevistas a personajes como Juan Rulfo, Juan José Arreola, José Luis Cuevas, Vicente Leñero, Elías Nandino, Juan Soriano, Alicia Alonso y Consuelo Velázquez, elegidas de entre cientos de conversaciones y grabaciones para la radio, la prensa o la televisión realizadas a lo largo de tres décadas de periodismo cultural.

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—Su inconsciente le puso una especie de “gambito”...

—Efectivamente, de una manera constante. Fue una larga batalla que yo creía haber perdido, y llegué a reclamarlo mucho. Pero, después de todo, creo que mi padre tuvo predilección por mí, por mi gusto por la literatura desde niño.

—Esta historia infantil es, precisamente, la que hace a usted ser Juan José Arreola. Le aseguro que no cambiaría su infancia.

—Sí, es cierto. La superación de todos esos inconvenientes me llevó a constituirme en ese alguien que ahora soy.

Y así, siempre frente al tablero de ajedrez, nuestras charlas se fueron tejiendo en el disfrute del juego, pero también en el disfrute de la palabra compartida. Debo decir que pronto, muy pronto, los radioescuchas esperaban el programa con ilusión, y los lectores de nuestra sección periodística aumentaban semana a semana. Al comentarle esta respuesta de la gente, frente a nuestro proyecto, Arreola me sorprendió con estas palabras, que significaron para mí uno de los más profundos estímulos en mi carrera de comunicadora:

—Qué bueno que ha habido, Yolanda, la respuesta tan grande que tú te mereces, por la difusión de tu programa y por tu capacidad de comunicación, que la tienes innata. Yo te he querido mucho desde que te conozco, porque en realidad, viéndote a ti, estoy deslumbrado, porque me veo en un espejo. Me duele decirlo porque tú estás realizando lo que yo ya no puedo seguir realizando, pero que un día sí realicé. Por eso cuando te oí las primeras veces me recordaste mucho a mí mismo, y me dije: “Esta mujer está encendida en el mismo espíritu de decir lo que siente, lo que piensa, y propagarlo”. Tú, sin saber esto, me has invitado, y yo he aceptado porque, a pesar de mi pobreza, me dije, no me quiero llevar nada, todo lo que yo conozco lo quiero pasar al costo. Lo podrán recibir las personas que me escuchan si se capacitan, y no porque yo sea un sabelotodo o que me crea un sabio, pero sí se capacitan para recibir algo del torrente de dones que me ha dado la vida. Entre esos dones uno de los más preciosos, si no el más precioso de todos, es el juego del ajedrez. Mira, se pasaron la vida todos los escritores importantes escribiendo dechados de la vida humana, basados en el juego del ajedrez. Es imposible que nos pongamos a mencionarlos, pero basta mencionar el primero de Chessoli... que es un texto en latín, italiano, y luego textos franceses y demás. Todos vieron la semejanza con la vida humana.

Agradecí enormemente al maestro Juan José Arreola sus palabras, sobre todo porque en el oficio cotidiano de comunicar, en vivo, uno siempre está expuesto, por un lado, al error de uno mismo que salta cuando menos lo esperas, por otro, al halago fácil, ante la generosidad de quienes te reciben. Pero también, y esto es muy difícil, al escarnio y al comentario artero y de mala fe de quienes no tienen nada mejor que hacer que estar pendientes de tus errores y no para construirte con una crítica honesta y responsable, lo cual uno agradecería, sino para mofarse solapadamente, muchas veces embozados en el anonimato, señalando con dedo de fuego juzgador y destacando debilidades o errores, que son parte del reto diario. Por ello, nunca olvidaré estas palabras de Arreola, que resumieron para mí la pasión de comunicar. Y, claro, una vez más, en analogía con el ajedrez, unas veces se acierta, otras se falla, unas veces se gana y otras se pierde. Este tema fue, en más de una ocasión, asunto de nuestras charlas:

—Y entramos aquí a otro campo peligroso: ¿cómo enfrentar la angustia de perder, en contraste con el placer de ganar, maestro Arreola?

—Mira, hace mucho que se me ocurrió una cuestión obvia, pero que me ayudó a entender el problema. Inmediatamente te contesto: “No quieres perder, nunca trates de ganar. Quieres ganar, resígnate a perder”. Ésa es la respuesta. Naturalmente, ésa es la verdad más grande. Todo está en esa angustia de perder y en esa voluntad en busca de una felicidad. El ajedrez proporciona una felicidad inexplicable, por lo gratuito. Nada nos hace más felices que ganar una partida de ajedrez, no digamos un match o un torneo. Y nada nos hace sentirnos más infelices que perder. Y es que, ¿cuál es la frase que más escuchas en un torneo de ajedrez?: “¿Qué tal te fue?”. Y te contestan: “Yo estaba ganando y perdí. Déjame que te enseñe la posición en la que perdí”. Ésa es una fuente de angustia irremediable. Hay quienes ganan y elaboran esa felicidad de muchas maneras. Hay quienes te dicen: “Pero si estaba usted ganando, mire, le voy a decir cómo ganaba usted. Aquí está fácil, si usted mueve ésta, en vez de ésta, y con ello me gana, yo no tengo nada que hacer”. Esas personas, no conformes con ganar, todavía te enseñan, cómo pudiste ganar en contra de ellos y esto es mentira, porque siempre ellos tendrán la posibilidad de mover otra pieza. Una de las grandezas, miserias, crueldades y felicidades del ajedrez es que nos hace sentirnos superiores porque ganamos una partida, y sentirnos infelices, perdedores y totalmente inferiores por haber perdido. Cuando se llevan muchos años jugando, uno se da cuenta de que debe estar dispuesto a todo, especialmente a perder. Lo terrible es la ilusión de ganar y darte cuenta, de pronto, de que el contrario tiene recursos para ganar y fracasan nuestras estrategias de victoria. Se le olvida a uno que, como en la vida, todo en el ajedrez es ilusorio. Todo consiste en una posición en la cual uno se siente bien y dice: “De ninguna manera puedo perder, pero en un momento dado, sin que sepamos cómo, entramos en una posición perdida”.

—“Sin saber cómo entramos en una posición perdida”, dice, maestro Arreola, pero, ¿cabe el azar en el ajedrez?

—No. Curiosamente cabe, en todo caso, una forma de azar que forma parte de nuestra vida y no se puede llamar azar. Hacer una mala jugada no es un azar, es simplemente que uno tuvo la mala fortuna de hacer una jugada que puede ser mala, o sencillamente débil y, una vez que hace uno una jugada débil, la situación empieza a inclinarse del lado del contrario y, generalmente, sigue otra más y después de dos jugadas débiles, ya poco se puede aspirar, no digo a la victoria sino a lo que es el ideal del ajedrez: la igualdad, las tablas. Esto es uno de los misterios del ajedrez, y aunque lo vivamos como un azar al decir “No tuve que ver yo, fue una cosa del azar”, no, en ajedrez no hay azar, sólo que nos cuesta mucho admitir que hemos hecho algo mal, como ocurre en la vida.

—¿Quiere decir que en la vida debemos también estar dispuestos a perder?

—Aquí la cosa cambia y te voy a decir por qué. El ajedrez es un juego y tiene sus convenciones aceptadas. Al decir un juego digo también un deporte, una ciencia, pero vamos a aceptar unas leyes convencionales. En la vida no se trata de aceptar las convenciones porque no llegaríamos a ninguna parte. ¿Qué sería una convención de la vida? Por ejemplo: “No hay que creer en el amor, no hay que tener fe en ningún hombre o mujer porque todos son falibles y condenables”. Eso sabemos que es una ley de la vida anterior a nosotros, porque una vez que nacemos no tenemos más remedio que aceptar las leyes que nos son impuestas; por lo demás, son posibilidades de ser o no ser. Por eso se parece tanto el ajedrez a la vida, una vez que está el tablero puesto y hacemos peón cuatro rey, ya entramos al juego; como en el amor, decimos: “Estoy enamorado, la quiero, es indispensable para mí”, eso es una serie de convenciones, pero aceptadas dentro de un juego que no es una convención como el ajedrez, sino que es la vida misma, donde se gana o se pierde, donde uno se muere o se salva. Es un duelo pavoroso, y la vida nos lo propone continuamente. Hay un momento dado en que, sin saber cómo, quedamos de pronto en posición inferior —hablo como hombre— frente a la mujer amada. Hay algo de misterio en eso, ¿por qué de repente uno está en una situación inferior frente a una persona con la que se empezó a jugar de igual a igual? El hombre y la mujer no aceptamos, en el amor, hacer tablas.

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