También la furia de las piedras se descargó al paso de un tranvía procedente de una escuela americana local, que tuvo como consecuencias “un niño golpeado y severamente herido. Las ventanas del carro fueron destrozadas” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 10). En el trayecto final de la marcha, se unió al contingente el gobernador de la capital, Guillermo de Landa y Escandón, quien, aunque amonestó a los manifestantes por la violencia, les externó su simpatía y les pidió retirarse a sus casas.
Como resultado del tumulto, al día siguiente se reportó una cantidad indefinida de detenidos, así como un manifestante muerto a manos de la caballería local. La violencia en la Ciudad de México causó una fuerte indignación en la embajada estadounidense, particularmente por la parca reacción de las autoridades locales y la explícita simpatía del gobernante. El embajador Wilson envió una nota de reclamo a las oficinas de Relaciones Exteriores de México, en la que expresó su decepción pues pese a que “su oficina advirtió con antelación de las manifestaciones, las autoridades mexicanas no tuvieron, o parecieron no tener intención de actuar” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 10).
En respuesta, el ministro de Relaciones Exteriores, Creel, declaró que se castigarían a los culpables de insultar a la bandera estadounidense, además de asegurar especial protección a los negocios que lo requirieran. El 11 de noviembre, Wilson llamó a la población estadounidense en México para que estuviese alerta ante cualquier posible acto de violencia. Días después Wilson afirmó su confianza sobre la capacidad del gobierno mexicano para extinguir cualquier otro disturbio. Para Wilson los disturbios parecían terminar, sin embargo, solicitó insistentemente se castigara con todo el peso de la ley a los responsables de “rasgar la bandera americana en piezas y asaltar a ciudadanos americanos” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 10).
Wilson aseguró al Departamento de Estado en Washington que la embajada capitalina era protegida las 24 horas del día por las autoridades locales y además confirmó “el arresto de cincuenta y cinco alborotadores” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Algunos días después las cifras de detenidos se incrementaron hasta sumar casi doscientas personas, aunque también aumentó a tres la cifra de mexicanos muertos “que fueron alcanzados por la policía montada con sables en mano” (The Cooper Era, 18 de noviembre de 1910: 1).
Evidentemente, las violentas manifestaciones populares antiestadounidenses afectaron la cotidianidad capitalina. Al respecto surgen las siguientes preguntas: ¿Qué detonó estos disturbios? ¿Por qué la población estadounidense fue el objetivo de los ataques? Aunque se podría deducir que el llamado maderista a las armas influyó, es importante considerar que la participación del gobernador y la acción de las autoridades desligan a este evento con un acto revolucionario. Este motín fue detonado por manifestaciones de carácter nacionalista que explotaron la animadversión a la injerencia estadounidense en México. A todo ello se sumó la participación improvisada de estudiantes, ciudadanos y autoridades.
Unos días después todo regresó a la normalidad gracias a las conferencias celebradas entre el secretario de Estado Philander Chace Knox y el embajador León de la Barra. En este encuentro las autoridades mexicanas garantizaron la seguridad de los estadounidenses y sus bienes, aclarando que se consignaría conforme a la ley a los implicados en los disturbios. Los diplomáticos estadounidenses condenaron la participación del gobernador Landa y Escandón y del exembajador Joaquín Diego Casasús, pues “tomaron parte de las demostraciones contra los americanos en la Ciudad de México el miércoles en la noche” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Se solicitó un castigo ejemplar contra ellos, acorde con el resto de los detenidos que comparecían ante las autoridades judiciales; además, se exigió el cierre de la Escuela Nacional de Medicina, pues en este espacio se organizó un grupo importante de manifestantes. Finalmente, la escuela fue clausurada, aun cuando los estudiantes organizaron nuevas protestas por la libertad de los arrestados.14
En reciprocidad, las autoridades estadounidenses garantizaron el respeto a la seguridad de los mexicanos en Texas, sobre todo ante las represalias que empezaron a ocurrir a partir de las noticias sobre los motines en México. Respecto al caso de Antonio Rodríguez, el gobernador Campbell declaró “no se esperan mayores problemas, y el linchamiento ha sido investigado” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Se prometió trabajar de la mano con el embajador mexicano en Eagle Pass para identificar a la turba y garantizar un castigo ejemplar contra los implicados en el linchamiento.
Las comunicaciones del ministro de Relaciones Exteriores, León de la Barra, con la Casa Blanca se centraron en dar seguimiento a los juicios que enfrentarían los manifestantes detenidos; además, descartó “que exista peligro de una ruptura de las relaciones amistosas entre ambas naciones porque ambos gobiernos están deseosos de ver la justicia” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Por otra parte, agradeció que se facilitaran al gobierno mexicano los trámites necesarios para lograr la repatriación de los restos mortales de Antonio Rodríguez. A partir de entonces en toda la capital se desplegó un número importante de soldados en las calles, con el fin de garantizar la seguridad de los estadounidenses y sus negociaciones. Sin embargo, las consecuencias de los disturbios continuaron estremeciendo al público estadounidense, pues se informó en la prensa sobre la muerte de dos estadounidenses, entre los que se encontraba el niño apedreado a bordo del tranvía (The Cooper Era, 18 de noviembre de 1910: 1).
Para la prensa estadounidense estas noticias revelaron el florecimiento de sentimientos antiamericanos entre la población; aunque se autonombraban como “demostraciones patrióticas”, algunas voces relacionaron directamente estos episodios al estallido revolucionario. El cónsul general en México, Arnold Shanklin, condenó los motines en la ciudad y atestiguó que “estudiantes mexicanos bajaron e insultaron la bandera ayer […] derribaron y pisotearon una bandera mexicana, el mensaje continuo, y la turba amenazó al consulado de los Estados Unidos” (The Daily Capital Journal, 10 de noviembre de 1910: 4).
Las manifestaciones antiestadounidenses encendieron las alarmas en la capital al punto que el ejército porfirista distrajo su total atención en el norte para intervenir en entidades como Tepic y San Blas, donde se tuvo noticia de “preparativos de estudiantes para hacer manifestaciones similares como las presentadas recientemente en Guadalajara y la Ciudad de México” (The Marion Daily Mirror, 21 de noviembre de 1910: 5).
En la capital del país, “las demostraciones antiamericanas evolucionaron en movimientos contra Díaz. La prensa estadounidense advirtió que los ocupantes del Palacio Nacional en el Zócalo tendrían que prepararse para sofocarlos rápidamente o desalojar el recinto” (The Breckenridge News, 30 de noviembre de 1910: 8). En Estados Unidos se reportó de manera alarmante que se multiplicaban movimientos callejeros antiestadounidenses, ya que el caso de Rodríguez se exacerbó al punto de rechazar la presencia de cualquier ciudadano extranjero.
Villardena, Coahuila, fue una de las primeras localidades en que la violencia amenazó la integridad de los pobladores estadounidenses, y el primer lugar afectado fue un importante campo minero de México, propiedad de la American Smelting and Refinering Company. El 22 de noviembre de 1910 llegó hasta las instalaciones una turba armada, la cual, pese a que no cobró víctimas mortales, “se dice que la planta de fundición fue dañada y muchos americanos fueron tratados rudamente” (Shenandoah Herald, 25 de noviembre de 1910: 2).15 El peligro fue evidente, y la suerte de los estadounidenses de sobrevivir a los ataques parecía estar próxima a terminar.
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