—Pobre Damián —se compadeció el mayor—. Se le ve mal. Parece que fue ayer cuando le metieron al hijo en la cárcel por traerse un kilo de coca de Medellín.
—Lo sacó papá —recordó el mediano.
—A ver quién nos saca a nosotros —apuntó el pequeño.
Gran Damián recorrió las galerías del Pigalle pasando el índice por la pared según caminaba, como si hubiera vuelto a la edad pueril. Llevaba la yema del dedo negra de roña cuando comenzó a subir escalerillas. Los hermanos, en aquel despacho que les venía tan grande, seguían trayendo al presente los trozos del pasado. Al hijo de Gran Damián, el de los problemas de adicciones, le pagó Ausias la clínica de desintoxicación. «Un pedazo de balneario en Llanes que le debió de costar un riñón.» Luego pasaron a sospechar. Que a ver qué era ese tratarles de usted del albacea, con la de veces que vino a buscarles al colegio con el Bollycao de la mano. Que a ver si no iba a ser una trampa todo aquel sorpresón.
Crispo se fue a la cartera desgastada de Gran Damián, que yacía sobre la mesa como un bicho al que hubieran roto a golpes todos los huesos. Espoleado por la curiosidad, la toqueteó vigilante, desde sus cueros hasta sus cierres. Luego la abrió, poco hecho a resistir las tentaciones. Sólo había dentro una pequeña bolsa de plástico transparente, con unos pocos billetes y varias monedas.
Los hermanos del violador de carteras iban recomponiendo el ánimo, azuzados en su amor propio. Qué otro remedio les quedaba que autorrestaurarse a sí mismos. Había motivos funcionales para salvar el desastre a base de las esperanzas que se les ofrecían. A bote pronto, resultaban posibles, viables, aconsejables. También es que no quedaba otra que intentarlo por ahí.
Las razones gordas para ponerse a la tarea, ahora bien, provenían de sus rencores. Esos eran los que les iban entonando. Estrenar era plantar réplica a papá, refutarle a las claras, darle en las narices, devolverle el golpe aunque sólo fuera ante ellos mismos. En sus cabezas, el odio construía.
—Yo no pienso dejar que me coman la merienda —se envalentonó Argi.
—Y mucho menos, dejar que nos la coma papá —secundó Barto.
—Ahora bien, si trabajamos aquí lo primero es echar a este manta —dijo Argi. Y señalaba con la barbilla a la puerta por la que había salido Gran Damián—. Si la industria del entretenimiento está en manos de mustios como ese, ya me explico yo tanta crisis.
El aludido ya estaba subido a lo alto del telar. Acariciaba la barandilla con más amor del que nunca sintió por nada. Se le vino a la memoria una oración que no había recordado en setenta años. La dijo de carrerilla, volvió a saborear el dolor inmenso que no le dejaba respirar, se alegró por la perspectiva de no tener que volver a padecerlo jamás, se metió las manos en los bolsillos para evitar el impulso reflejo de usarlas para frenar nada con ellas y se arrojó desde la galería: veintidós metros de caída en los que se vio bello y joven, inflado de un valor («soy audaz, soy arrojado ») con el que podría acometer sin miedo cualquier empresa que se propusiera en el futuro. Chocó y murió en el acto.
Al despacho llegó el ruido seco de la caída. Les pareció a los Susmozas cascote en derrumbe, que ilustraba en la banda de audio la ruina general. Cuando a los diez minutos se les empezaron a hacer incómodos los silencios, porque no sabían de qué hablar, Barto mostró su extrañeza por que las luces de los pasillos continuaran encendidas. Todos ataron cabos. Se acordaron de lo alto del telar, el término que aprendieron aquel día, y salieron corriendo hacia el escenario, lugar del que provino el golpetazo.
Les costó encontrar su acceso, hasta tal punto habían olvidado la geografía de su país. Al fin ganaron el tablado desde entrecajas, y la platea se abrió ante ellos. El del Pigalle era un escenario a la italiana, de doce metros de embocadura por ocho de alto y catorce de fondo, con un proscenio fardón ante cuyo zócalo se abría el foso de orquesta. Cuatro pisos con palcos y un gallinero circundaban un patio de cuatrocientas cincuenta localidades. Es decir, un teatro con todas las letras. Dejado de la mano de Dios, pero hermoso sí que era.
Sobre las tablas, se diría que el cuerpecito molido de Gran Damián había menguado de volumen. Los miembros del anciano parecían los palillos de un mikado, así redujeron su tamaño y así quedaron de descoyuntados. Su postura imposible recordaba a aquel Gran Damián joven que se desmembraba literalmente a carcajadas con las ocurrencias de Ausias, a cuenta de reírse de todo durante los años de oro.
Los Susmozas no se atrevieron a acercarse. Sólo eran las nueve y veinte y ya habían asistido a todo tipo de eventos, con el bueno que hacía cuando llegaron. Crispo tenía aún entre las manos la bolsa de plástico sustraída al suicida. Ciento ocho euros en billetes y calderilla albardaban el aire con su olor a sebo. Era la contribución económica de Gran Damián, que hacía lo que podía por salvar la situación de deuda desbocada. En uno de los billetes, Crispo descubrió un escueto texto escrito a lápiz. Lo leyó en voz alta.
—«Prefiero irme. Que Dios les ampare.»
Argi habló, horrorizado.
—En efecto, como dijo antes, sólo nos quedan dos opciones.
1979. Habían pasado más de tres décadas. La situación actual no difería demasiado de la de entonces.
A la hora de hablar de los tres hermanos, hay que empezar diciendo que Ausias funcionaba según una dinámica en tripleta de la que ni él era consciente, y en torno a la cual organizaba su trabajo y sus relaciones con los demás. Este hombre de espíritu colosal evolucionaba en tres fases, correspondidas con tres grupos de testigos ( nadie , algunos , todos , respectivamente).
Iba así: el maestre pasaba horas encerrado en su despacho, devanándose los sesos obsesivamente con lo que estuviera montando y escondido de todos. Se estrujaba el cerebro él solo, cuajando el trabajo en la cabeza ya fuera de día o de noche.
Fundamentaba ahí su autoridad ante sus empleados, en segundo lugar, porque era muy difícil no dejarse guiar por un hombre con las cosas tan claras y los deberes tan hechos. Con esa firmeza repartía órdenes, comandante aclamado, a sus allegados.
Luego, por último, nada tenía por cosa más seductora que presentarse ante el común como un tipo que se mofaba del tesón y del esfuerzo. La gente le tomaba por individuo de suerte celestial, que llenaba los teatros por su cara bonita, por ser él quien era, sin despeinarse, porque los dioses lo tenían señalado, con una potra y una estrella que encandilaban a todo el mundo.
Debía de ser que cada uno de sus hijos lo había pillado en sus epifanías respectivas en una fase diferente, y así transmitió sus tres sendas actitudes a sus tres injertos filiales. El día en el que Ausias los dejó marcados, Argi lo hallaría en el centro geográfico y jerárquico de un círculo de hombres y mujeres subyugados, repartiendo mandatos a su racimo de arrobados lugartenientes. Barto lo debió de encontrar achicharrado bajo el flexo, con un lápiz entre los dientes y una arruga de apasionada concentración en la frente. Crispo lo pillaría haciendo chanza de sus méritos, devaluando sus capacidades, riéndose de sus logros incontestables como si se los hubiera encontrado debajo de la cama, porque sí, sin buscarlos. Tratando su trabajo hasta con un cuanto de cómico desprecio, como si su desparpajo connatural se hubiera ocupado de todo y él sólo se hubiera limitado a pasar por allí.
Impelidos por el instante seminal, Argi se sentía movido a mandar, aunque no poseyera la autoridad merecida del padre. Barto se veía obligado a deslomarse, a pesar de carecer del talento forjado del padre. Y a Crispo le daba por reírse de los sudores, si bien le faltaban los fundamentos para la alegría del padre.
Читать дальше