—No quieren más moratorias. Ahora quieren el teatro. Ya no quieren el dinero. Han visto mucho más rentable esperar a que ustedes se vengan abajo. Ya no quieren el remiendo: casi tienen la cabeza, para qué pujar por la caspa. Nunca les van a conceder otro crédito. Ustedes ya no pueden aplazar el pago: sólo hacerlo de una santa vez. No van a seguir acumulando deudas con ustedes, y menos pudiendo quedarse con el Pigalle entero, que ya hay bases sobradas para que se lo queden. Ellos tienen muy fácil quedarse con el todo porque no traigan ustedes la parte.
—No es el único banco del mundo. Hay otros.
—No para ustedes. Aparte de que el nombre del Pigalle figura en todos los registros de impagados, y aparte de que no hay ninguna voluntad entre los bancos de entrar en conflicto con sus acreedores sólo por ayudarles a ustedes, y aparte de que la situación prestataria es la que es; aparte de todo eso, es que ustedes no tienen nada con lo que avalar sus solicitudes de crédito.
Gran Damián estaba muy al tanto de los posibles de los herederos.
—Sólo este teatro. Pero vayan a contarle a los bancos que no podrán devolverles el préstamo hasta 2035. Yo ya lo he hecho. Igual tienen ustedes más suerte.
—No busquemos en los bancos. Tiene que haber particulares dispuestos a prestarnos el dinero.
—Ya lo he intentado. Quedé con siete empresarios.
—¿Y no les ha encantado la idea?
—Cuando a los seis primeros les dije lo de 2035, me dijeron lo mismo que los de los bancos. Al séptimo ya ni fui.
Inmersos en la crisis financiera del cambio de década, conseguir un crédito era poco menos que imposible. Pero la situación era tan fiera que ni siquiera en coyuntura boyante habría sido viable.
—¡Alquilarlo a compañías!
Gran Damián también lo había probado: ofrecer el Pigalle a compañías teatrales, las únicas empresas a las que, por culpa de la declaración de bien de interés cultural, les podían arrendar el teatro. En enero había fijado un precio de alquiler de 60.000 euros mes, el cociente necesario para saldar la deuda en seis meses. Las gestiones habían sido nefastas. La renta resultaba prohibitiva, por lo que ni las compañías grandes lo consideraron (casi todas tenían, de hecho, su propio coto en arriendo). Tanteó la rebaja, y lo mismo. Bajo todo ello subyacía la evidencia de que ninguna empresa quería indisponerse con la entidad acreedora, de la que casi todos eran feudatarios. Gran Damián sólo había conseguido que se corriera la voz del desastre del Pigalle, haciéndolo público y notorio.
El 27 de julio se les figuró a todos como rotulado en un inmenso paredón de fusilamiento. Argi se sonrió medio ido. Barto se aflojaba la corbata. Crispo se levantó a dar dos pasos.
—¿Y quién ha sido el contable en esta casa de putas? —Argi aguantaba la cólera.
—Ya lo saben. Ausias aquí lo ha sido todo: el director, el autor, el escenógrafo, el promotor, el tramoyista y, desde luego, el contable, el tesorero y el administrador único. Hubiera sido su propio albacea, si hubiera podido.
Gran Damián, hecho un pingajo con patas que parecía venirse al suelo a cada gesto, tensaba los músculos de la cara. Por pena, pero también por prevención. Él no tenía la culpa de nada, pero habría encontrado muy justificable que cualquiera de los tres quisiera desahogarse con el de fuerzas más mermadas y partirle el hocico por estar dando estas nuevas.
El anciano sabía que Argi daba clases de alemán y que Crispo vivía a salto de mata sin oficio ni beneficio. También que Barto se había ido por el sector administrativo. Dejó que fuera él quien diera curso al consiguiente desarrollo del drama. Le pareció menos violento que fuera uno de los hermanos (el letrado, mejor) quien verbalizara la verdad que él no se atrevía a pronunciar. Barto dijo:
—¡Nos vamos a quedar sin esto! —Y abarcaba el aire con los brazos.
No podía ser. Había que lanzar propuestas, tirando por donde fuera.
—¿Y la casa de papá? —inquirió el mayor—. Esa en la que se murió. La de las Vascongadas. —Así llamó Argi a Las Arenas.
—Llevaba un año embargada cuando murió —respondió Gran Damián—. Estaban a punto de lanzarle cuando se fue por propio pie. Nadie consiguió echarle nunca de ningún sitio.
Gran Damián seguía previendo agrios repartos de sagradas obleas si los herederos caían en el depresivo silencio. Para ganar la situación por la mano, se aprestó a intervenir.
—Piensen en algo, por favor —pidió con la mirada arrasada.
Los Susmozas iban haciendo en sus cabezas el repaso de las amistades a las que pedir ayuda. Buscaban candidatos para el sablazo. Pero flacos álbumes, los de este casting . Pocos amigos y de mal pasar, y los hermanos se hacían cruces por las pocas relaciones cultivadas, por tanto vivir de cara adentro, por dejar pasar el cumpleaños del conocido sin mandar felicitación. Haciéndose siempre los misántropos para disimular su compulsiva timidez. A algunos ciudadanos conocían, cómo no. Gentes como ellos que quizá guardaban en sus huchas el remanente para la autocesta de Navidad, para cuando el coche dijera hasta aquí, para cuando al niño le salieran unos granos preocupantes. Pero es que la guita que les hacía falta era muchísima guita. El agujero del butrón que les habían hecho era descomunal, y a ver qué coño de garantías de devolución podían ellos prometer. Para conseguir el dinero ya no valía con pedirlo. Ahora había que generarlo. El prestado no sólo no arreglaba el problema, sino que lo hacía engordar. Sólo valía el otro, el que se gana por derecho propio sin engendrar más flujo a deber.
El derrumbe era general. La imposibilidad de otra utilización que no fuera la teatral mandaba al infierno las estrategias de guerrilla que los tres hermanos estaban pergeñando: alquileres del edificio para mítines, ferias, entregas de premios y presentaciones de empresas de venta piramidal. Gran Damián lo expresó a las claras.
—Lo del bien de interés y esa mierda les perjudica lo que más. Si no, aquí íbamos a estar con estas caras de pisacacas.
Atacaron pues por la zona de inventariables: liquidación al peso de butacas, cañerías de plomo y marcos para fotos. Pero no se podía tocar ni un tornillo hasta mediados de los treinta. Luego pasaron a los fungibles: bombillas de cien watios, cuadernos sin empezar, botes de pintura empezados. Pero nadie quería comprar morralla. Todas las posibilidades de saldo las había concebido antes Gran Damián, y ninguna valía. Sintiéndolo mucho, el anciano derribaba planes de choque como quien achicharra francotiradores en un videojuego. Los Susmozas no podían enajenar los bienes estructurales, y los de valor espurio no los quería nadie porque la basura siempre ha sido artículo gratuito en los vertederos. Y la mano de Ausias, abriendo boquetes a cañonazos en el paramento que estos cuatro querían enlucir a llana y yeso.
A cada hermano le pasó ante los ojos la película de su vida. Porque los tres se estaban muriendo y porque todo lo que estaba ocurriendo contradecía tantos recuerdos de abundancia. Recuerdos de infancias de desprecios, pero en las que siempre había dinero por todos sitios.
—¡Pero todo lo que estrenaba papá reventaba las taquillas! —gritó Argi—. ¡Vivía como nadie!
—Pues se ha gastado todo lo que ganó, más los trescientos y pico mil que les deja de recuerdo. —Gran Damián no hacía más que pintarlas negras.
Al fin, todos quedaron en silencio. Se posaron en el alféizar del ventanal los gorrioncitos que dan envidia por su sustento resuelto por el Creador, y Argi recordó un episodio que le pareció que venía muy a cuento.
—Había un sargento en la mili que cargaba las copas que se tomaba en la cantina a un soldadito de Murcia. Cuando se licenció, el de Murcia debía casi medio millón de pelas en el bar. Qué risa nos pasamos todos a cuenta de él. Y ahora el de Murcia soy yo...
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