Santiago Lorenzo - Los huerfanitos

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La muerte de Ausias Susmozas, el manirroto patriarca del Pigalle, un teatro de pasado glorioso, reúne a sus tres hijos. Todos pretenden recoger algún consuelo monetario que compense el nulo cariño que les dispensó su progenitor. Pero este sólo les ha dejado una deuda inabordable: el banco se quedará el Pigalle si no logran saldarla. No tienen experiencia, pero deciden montar en tiempo récord, y con un equipo desastroso, una obra que podría salvar la vida de su teatro… e incluso la suya.Una tremenda y divertida sátira sobre el mundo teatral y sobre el mundo, en general, en quiebra. «Al enfrentarse a la ingente tarea de la producción de su obra de teatro, los tres Susmozas imaginaban un álbum de cromos recién comprado. Que había que rellenar a base de comer pastelitos, atesorar estampas, negociar los cromos repetidos, perseverar con perspicacia hasta dar con los difíciles y pegarlos con cuidado para que quedaran derechos. Pero sin paga de domingo para comprar los pastelitos.»

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Al principio fue muy divertido, jugueteando con el circuito cerrado de televisión que acababan de instalar en el prohibido despacho de Ausias. Pero las horas fueron pasando una tras otra, y los tres chiquitines iban confirmando que aquello no era un descuido pasajero. El entusiasmo por la libertad repentina se iba alternando con el terror a que les hubieran olvidado allí para siempre. A las dos de la mañana fueron plenamente conscientes de su abandono.

Lloraron Crispo y Barto, y Argi se sintió hermano mayor (lloró también). Se acostaron sin cenar, porque la incertidumbre les congeló el hambre. Rendidos por el esfuerzo de soportar tanta perplejidad, se durmieron agotados. Habría sido bueno que Ausias se hubiera ahorrado los hijos.

Por la mañana comieron lo que encontraron, y se enfrentaron al miércoles. Entre la ingenuidad y el desconcierto, Crispo llamó por teléfono a su casa. Le respondía un pitido insistente, porque se estaba llamando a sí mismo. Intentaron cocinar y provocaron un conato de incendio que consiguieron sofocar a base de ollas de agua, pero que les dejó una tos que no curó hasta octubre.

El jueves, Argi se fue a la sala de los discos a torturarse con una canción italiana que le daba mucha pena, una cosa desgarradora con la voz de una niña solita y un señor mayor. Se encontró allí a Barto, lamiéndose las heridas con otra tonada más italiana todavía, sobre las esperanzas que trae cada nuevo día. Luego apareció Crispo, que venía a bañarse en la suya, ya italiana perdida, que hablaba de lo rico que es hacerse compañía. Se ofrecieron sus canciones. Parecían tituladas aposta para que el dolor se les atragantara, mortificante como un paseo por las brasas. En las letras de las tres comparecía Ausias, y su ausencia se magnificaba con lo que les había hecho por omisión. Fue un guateque trágico de tres únicas melodías, todas de significación infausta, todas como ni a propio intento, y si aquello fue una fiesta, esa fue la de los niños huérfanos, arrumbados en llanto porque papá se había tenido que marchar a una gestión desconocida a no se sabía dónde.

Transcurrieron jueves y viernes. El sábado se acabaron el pan y la leche, y las galletas, las chocolatinas y las pipas del ambigú. Les tenían bien dicho que no salieran a la calle solos. Pero se imponía una expedición.

A Barto y a Crispo les aterraba la idea de salir. A Argi también, pero se vio obligado a demostrar la valentía del veterano y hubo de aceptar cuando se le designó como enviado. Para ocultar su pánico, Barto y Crispo adujeron que lo mejor sería que ellos dos se quedaran dentro. Para vigilar y que no entrara nadie a robar. Que habría sido lo mejor que les hubiera podido pasar, para que al menos una cuadrilla de bandidos al asalto les hiciera algo de caso.

Reunieron sus ahorros. Argi se llegó al atrio del Pigalle. Era un niño de diez años con ciento cuarenta y cinco pesetas en el bolsillo que planeaba salir a campo abierto y entrar en el primer bar que encontrara para pedir ayuda. Nada más ver la luz del día, sin embargo, cayó en la cuenta de que lo que les estaba pasando a él y a sus hermanos no era ya una descortesía, un desliz, una jugarreta de adulto olvidadizo. Sino algo mucho más grave, un desentenderse que atentaba contra la mismísima, elemental entidad animal de apego al cachorro. Conciencia que le dominó lo suficiente como para sentir una inmensa vergüenza vicaria, en cuanto a hijo directo de un mamífero tan desnaturalizado.

Así que detuvo sus pasos, apabullado por la idea de que una vez en el bar tendría que contar lo del abandono flagrante. No sería capaz, y supo que, paralizado por el sonrojo, iba a acabar haciendo como que no entraba a nada, o que entraba a ver qué, o que entraba a mirar a ver. Que el bochorno arreciaría cuando se viera allí estando por estar, sin andar a cosa alguna, haciendo como que recordaba que venía a jugar al pinball , agarrándose a los mandos para que no vieran que le temblaban las manos.

Para entonces, ya todo el adulterío viandante estaba preocupado por el niño del atrio, tieso, abandonado a la entrada de un teatro cerrado por vacaciones. Se fue a él un coronel del Ejército de Tierra, le dijo que qué hacía ahí y pronto se montó a su alrededor un remolino de gente compadeciente. A Argi no le cupo más que contar la verdad. Entraron con él al teatro y se encontraron con el resto de los hermanitos, desechados bajo las techumbres. Los niños esperaban recibir de sus salvadores el reconocimiento que se debe a todo robinsón. Pero no fue así.

Los policías y los curiosos cargaron un poco contra la dejadez de Ausias y se centraron luego en poner a los pequeños de bobos para arriba. A ver si no tenía traca lo de que se hubieran quedado quietos tras la fuga del padre, como tres calzoncillos recién planchaditos en su cajón. Se acabaron riendo de ellos a escondidas, allí reclusos sin iniciativa siquiera para salir a una ventana a pegar voces de auxilio. Lo de los servicios sociales, por entonces, ni existía. Con lo que les dieron un paquetón con bocadillos y peras y les dejaron un número de teléfono por si querían algo. El ninguneo se transfiere solo.

El domingo por la noche comenzaron a llegar de vuelta los trabajadores del Pigalle. Ausias no regresó hasta el lunes. Pegó dos guantazos a Monociclo, un maquillador cojo de Tenerife al que, según juraba, había mandado al teatro el martes por la tarde para ocuparse de la guarda de los niños durante toda la semana. El empleado afirmaba que nadie le había encargado nada semejante, que no habría olvidado una petición de objeto tan delicado y que se habría hecho cargo de la encomienda incluso con agrado. El Monociclo juraba con berridos de muy menor intensidad, como denotando que la verdad estaba con él. Por qué iba a estar mintiendo, por qué habría desatendido la custodia, por qué se iba a jugar el puesto por zafarse de una tarea fútil, hasta gustosa. Nadie creyó a Ausias, que vendría de pasar una semana estupenda a base de jamón y mujeres, lo suficientemente abstraído en sus placeres como para caer en la cuenta de que nunca había pedido nada al maquillador de Tenerife. Pero tampoco nadie dijo nada.

Con el tiempo, y de forma escalonada, los jóvenes Susmozas salieron pitando del Pigalle en cuanto vieron la ocasión. Emprendieron sus vidas al margen unos de otros, por no recordar las desnudeces padecidas. Ocuparon los empleos que encontraron, buscaron sus afectos, tuvieron picos y valles, se establecieron donde fueron cayendo. Labraron como pudieron sus sencillas haciendas, siempre con más menesteres que dispendios y con mucha más precariedad que boato. Pero sin tener que sufrir a Ausias. Por el Pigalle, ni volvieron. En busca de qué, iban a andar volviendo.

Años después, cada uno por separado, cada uno en su casa, cada uno en su ciudad, los tres Susmozas ya adultos se preguntaban por qué no salieron del Pigalle en busca de socorro en el mismo momento en el que se percataron de la situación. Por qué no se lanzaron a la calle a denunciar lo que les ocurría y a ponerse bajo los cuidados de quien fuera. Por qué aguantaron sin pedir ayuda, si bastaba con bajar las escaleras y arrojarse a las calles de Madrid. Los tres anduvieron pensando que quizá no salieron porque se les tenía prohibido salir a la vía pública. Que quizá permanecieron allí porque tenían víveres, o porque alguien acabaría por descubrirles, o acaso porque sólo era cuestión de esperar. Adujeron para sí mismos razones tan baladíes.

Pero los tres concluyeron que no salieron porque salir no habría valido para nada. Daba igual buscar socorro y llenar luego la andorga, curar el rasguño, tomar la coca-cola de consuelo. Porque ya habían recibido el disparo de desprecio. Salir del Pigalle no restañaba el daño más que en sus lindes laterales (el hambre, la sed, esas minucias). No por huir del teatro arreglaban nada. El único mal infligido era el de su absoluto olvido, y cambiar la prisión del escenario por el cielo abierto de la calle de Alcalá no restituía la situación a la normalidad que anhelaban. El destrozo ya estaba perpetrado, con la tripa llena o con la tripa vacía. La mortadela en el estomaguito no iba a explicarles por qué ni siquiera Ausias quería saber nada de ellos. La solución no iba a venir tomando una tortilla francesa ni presentándose en la sacristía de una iglesia. Saliendo ellos al ágora, nada de lo que importaba arreglar se arreglaba. Quizá sí volviendo el padre al Pigalle. Que no volvió hasta el martes, cuando ya no valía.

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