Estaban Esteban y Lidia, actores retirados; doña Paloma, la taquillera que se convirtió en institución en su garita del teatro; Lesmes, que se ocupó desde 2002 del cuidado de Ausias y al que ilusionaba que el empresario le llamara mayordomo ; Amaya, que lo amó durante sus últimos once meses. Y allí estaba Gran Damián, quien desde siempre llamaron así.
Ni Ausias ni él supieron nunca localizar el día en que se conocieron (en febrero o en marzo de 1961, según uno u otro). Ausias y él se inventaron, literalmente, el Pigalle, el teatro de la calle Alcalá de Madrid en el que se instalaron a manufacturarse sus propias vidas. Gran Damián imaginó como el que más, encaró problemas, aguantó desaires, descubrió talentos, se extasió de gozo, soportó salidas de tono y siempre se mantuvo a la sombra de Ausias por pura admiración hacia el tótem que hoy fallecía.
Gran Damián vagaba por la habitación sin explicarse cómo era posible que estuviera ocurriendo aquello. Se hacía extraño verle llorar. No tenía cara para eso, como si hubiera nacido sin lagrimales en una gozosa minusvalía. Sus mejillas debían de estar preguntándose qué eran aquellas salmueras, porque Gran Damián pasó la vida riéndose. Cuando venían mal dadas, más todavía: se encaraba con las dificultades con la expresión de un luchador sádico que va a aplastar a golpes al espectador mindundi que le insultó desde las gradas. Así respondía a las contrariedades, con la fuerza juvenil de quien se tomara tan a traca el éxito como el fracaso. La noche en la que murió Ausias, sin embargo, parecía el san Pedro al que los escultores clásicos trazaban los surcos bajos los ojos, aquellos que la erosión de la pena dejaron en el apóstol por los ríos de arrepentimiento vertidos tras negar a Jesús.
A las dos horas del fallecimiento apareció Críspulo, el menor de los tres hijos de Ausias. Este fue el flojo resultado de comparecencias a la llamada de Ausias: el de una sola, y ya fuera de tiempo. El pequeño de los Susmozas tenía treinta y siete años. Dos menos que Bartolomé, el mediano, y cinco menos que Argimiro, el mayor. El padre les había puesto nombres de chirigota, porque los debió de encontrar divertidos. Y nominó en orden alfabético, A, B y C, para no liarse, en previsión de los despistes vocativos en los que este padre sin, precisamente, vocación, iba a incurrir. Con todo, siempre se estuvo equivocando. Ellos, para disimular su cruz, se habían abreviado Argi, Barto y Crispo.
Crispo entró en el dormitorio y contempló el cadáver. Se enteró de que la muerte se acababa de marchar, dejando aquel tieso yacente. Luego, dos lágrimas le mojaron la nariz, para su extrañeza. Crispo se sonó y ahí quedó la explosión de llanto.
Fueron las únicas que vertió. No se sentía tan unido a su padre como para más. Pero lo que de verdad sí le sorprendió fue lo de los seis leales. Nunca les había visto llorar. Estaba tan acostumbrado a que todos ellos anduvieran siempre a carcajadas, soltando sus chistes privados, mofándose de todos, que creyó que los llantos eran de cachondeo. Se guardó el desenfado que llevaba ensayado y del que pretendía hacer gala para no desentonar. Habría sido una equivocación. Lo de hoy no hacía gracia, y a los presentes, a los que menos.
El veterano Gran Damián, llorando como un chiquillo, se acercó a Crispo y le entregó un sobre cerrado.
—De parte de Ausias.
—Una carta. Qué teatrada —dijo el hijo, que de golpes de efecto paternos tenía comido lo suyo.
Crispo rasgó la solapa, sacó la carta y la leyó para sí. Había llegado tarde. No tanto como sus hermanos, que ni vinieron, pero había llegado tarde.
Ausias siempre necesitó el trato con la gente. Lo podía haber desplegado como promotor de discotecas, alcalde de urbe o comercial de maquinaria pesada. Pero cayó en el teatro y allí se afincó. El amor por la escena, que sintió de lleno, vino después. Arrendó el renqueante Pigalle en 1966 y allí se instaló, haciendo de aquel caserón su latifundio. Ya nunca adquirió piso, ni chabola, ni cabaña, ni chalé. Las cosas no se dieron mal. A los cinco años de llegar, Ausias acabó comprando el teatro. Argi, Barto y Crispo nacieron prácticamente allí, y allí pasaron sus días hasta que echaron a volar.
A este siempre le fue bien. Produjo de todo. De lo bueno y de lo regular, que a veces se alabó y a veces se denostó. Él y los suyos crearon y destruyeron, giraron por el mundo, influyeron a veces en los ánimos y en las ideas, estrenaron maravillas y estrenaron medianías, sometieron a algunos hombres y a algunas mujeres a arrasadoras fascinaciones.
Montaron también mierdas infames: versiones escénicas de las películas más idiotas, remedos de musicales bastardeados, cagarrutas para soplamingas. Funcionaban muy bien. Las montaban a mala idea, produciendo basura aposta para reírse de la gente a la que le sacaban las pelánganas. Ausias y los pigallistas se metían entre el público y rechinaban a carcajadas con las manifestaciones de ánimo de los espectadores más memos: con sus lagrimones, sus risillas, sus suspiros de admiración, sus sonrisas de emoción ante los mensajes más podridos. Las cursiladas eran más eficaces cuanta más vergüenza ajena hubieran pasado ellos inventándolas, y celebraban su habilidad trocando los sentires de platea por sus risotadas acalladas.
Excelsas o ridículas, sus funciones casi siempre rendían, y las taquillas brillaban. A veces las cosas se torcían, y el espectáculo pinchaba. Era entonces cuando daba gusto estar a la vera de Ausias. Se agarraba una depresión de veinte minutos, se veía desde fuera la cara de «pero qué está pasando» y le daba por carcajearse, mirando al pazguato —él mismo— que se aplicó con mimo al trabajo y que recibía por recompensa la indiferencia del público. Cuando se equivocaba y patinaba, y cuando acababa de chotearse de sí mismo, llamaba a todo el mundo para volver de nuevo al trabajo. Con semejante espíritu, a Ausias le iba mal en cada vez menos ocasiones.
Era fenomenal para todo. Su Pigalle era un jolgorio para todo el mundo: para los cientos de técnicos y actores que anduvieron por allí, viajeros o residentes; y para los miles de espectadores que se lo pasaron pipa con sus funciones. Capitaneado por Ausias, el teatro era una suerte de comuna, de convento, de circo, de milicia. Que generaba a mansalva dinero, placer, reflexión y cachondeo, respectivamente. Todo gracias a él, que brillaba en su trono como la ajorca cimera de una corona imperial.
No tuvo gracia, sin embargo, para los tres pequeños Susmozas.
Ausias era de esos sujetos que, pongamos por caso, tenía un hijo un día. Era anunciar el natalicio y ponerse sus amigos y empleados a echar críos al mundo (fenómeno que se da por ahí en torno a individuos altamente cautivadores). Por tres veces, Ausias fertilizó. Por tres veces, y a renglón seguido, se puso medio Pigalle a engendrar camadas.
Pues bien. Como padre, ya era otra cosa. Parcela en la que cabría la disensión de pareceres. A un lado, casi toda la gente, que lo veía como correcto progenitor porque todo se lo perdonaban. Al otro, sus tres hijos. Quienes, se convendrá, vivían la experiencia paterna de Ausias con un nivel de implicación tirando a alto. Para los tres Susmozas, y para quien lo mirara con objetividad, el Ausias padre era nefasto. Sólo reseñar un episodio que, similar a tantos de parecido calado, hace las veces de suceso canónico.
En agosto de 1979, el Pigalle cerró una semana por vacaciones. Todos los empleados se fueron a sus casas. También Ausias y los niños, que, como vivían allí, permanecieron en el teatro. Al segundo día, un martes por la tarde, Ausias se arregló como para una fiesta y desapareció. Los tres pequeños Susmozas se encontraron solos en el caserón.
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