Santiago Lorenzo - Los huerfanitos

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La muerte de Ausias Susmozas, el manirroto patriarca del Pigalle, un teatro de pasado glorioso, reúne a sus tres hijos. Todos pretenden recoger algún consuelo monetario que compense el nulo cariño que les dispensó su progenitor. Pero este sólo les ha dejado una deuda inabordable: el banco se quedará el Pigalle si no logran saldarla. No tienen experiencia, pero deciden montar en tiempo récord, y con un equipo desastroso, una obra que podría salvar la vida de su teatro… e incluso la suya.Una tremenda y divertida sátira sobre el mundo teatral y sobre el mundo, en general, en quiebra. «Al enfrentarse a la ingente tarea de la producción de su obra de teatro, los tres Susmozas imaginaban un álbum de cromos recién comprado. Que había que rellenar a base de comer pastelitos, atesorar estampas, negociar los cromos repetidos, perseverar con perspicacia hasta dar con los difíciles y pegarlos con cuidado para que quedaran derechos. Pero sin paga de domingo para comprar los pastelitos.»

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Al cabo de la inmensa mesa esperaba el abatido Gran Damián, con barba de días, con su traje trasnochado y su cartera de cuero sobado. Su entrada en febrero debía de haber sido desgarradora, porque no lucía mejor cara que a finales de enero. Y eso chocaba a los hermanos, que no le hacían con aquella expresión dolorosa. Era para ellos el que siempre estuvo allí, como un tío carnal que siempre se divertía y nunca con ellos tres, adscrito como estaba al progenitor. Era una presencia eterna, pero era a su vez la de un hombre del que apenas sabían nada y al que hoy no había más remedio que dirigirse, a ver qué quería. Tantas y tantas horas compartidas, pero con tan pocas vivencias en común, no movían precisamente a la fluidez. Fue Argi quien se lanzó a hablarle.

—¿Damián?

—Pasen, por favor.

De usted les trató, como si la muerte de Ausias los hubiera convertido en licenciados. A él se fueron los sobrinos postizos, y le fueron dando la mano uno a uno. Tampoco para Gran Damián parecía fácil el contacto.

Todos sonreían forzados mientras iban tomando asiento en torno al gran tablero, soltando fórmulas del tipo de «¡Cuánto tiempo...!», y colgajos así. Gran Damián no era ajeno al hecho de que a los chicos, la muerte de Ausias les dolía lo justo. Pero declaró aquello de «siento mucho lo de su padre», cuando el pesar de la pérdida era mucho más intenso en él que en sus tres hijos. En este espesor del trato estancado, Argi ejerció de nuevo de hermano mayor, con el gesto adusto que copió de niño de los westerns y que se le quedó para siempre. Le pareció que un héroe del oeste se habría lanzado a reconfortar al anciano, que fue lo que él hizo.

—Sabemos que lo siente, Damián, que estuvo muy unido a él y que lo dice de verdad.

El eterno lugarteniente quería parecer animadete. Le salía del culo de mal. Todavía no lloraba. Los esfuerzos por evitarlo le honraban.

—No queremos que se tome trabajo extra —echó Barto un capote—. Denos las instrucciones precisas, que nosotros nos ocupamos de los trámites.

—Desde luego, Damián —dijo Argi—. Usted ya ha trabajado bastante.

—Sí, queremos liquidar esto cuanto antes —dijo Barto en el mano a mano entre hermanos mayores—. Necesitaremos alguna orientación respecto a la herencia, pero queremos que usted descanse.

Fluía amable, pero la conversación cambió entonces a tono sombrío en boca de Gran Damián.

—Yo lo que les ruego es mucho ánimo.

¿Ánimo? Ya se habían dado los pésames. ¿No se les notaba a leguas que el ánimo les sobraba para encarar el deceso? Nadie supo muy bien a qué venía aquella llamada a la resignación, en una tesitura en la que sólo el viejo plañía y en la que los demás mantenían una entereza que, como no provenía más que de la indiferencia, no contaba como mérito virtuoso. Habló Gran Damián.

—Ausias no ha dejado mucho.

No les pillaba de nuevas la noticia. Con el tren de vida que llevaba papá, todos presentían el dato.

—Por eso no se preocupe. Nunca hemos esperado mucho de él —dijo Argi.

Gran Damián sacó un informe de su cartera.

—Muy bien. Qué dice el acta —preguntó Barto.

—Que Ausias no ha dejado nada. Sólo el Pigalle. O al menos un cacho de él.

Vaya gracia. Los hermanos se habrían mirado asombrados buscando el soporte del grupo. Pero les daba vergüenza porque hacía años que no se llamaban ni en caso de matrimonio. Fueron a la reunión a ver qué les tocaba, a ver con qué partidas entretendrían a las arañas de sus arcas hasta el día de la venta del caserón. Y se encontraron con estas poquezas y con estas embajadas.

Gran Damián habló:

—Ausias compró el Pigalle el 9 de marzo de 1971, a la una de la tarde. —Y el inciso de exactitud sentimental inquietaba a todos—. Había que haber acabado de pagarlo en 2001. Pero no se han dado las condiciones para que sea así.

Lo de llamar al ánimo tenía su sentido, se iba viendo.

—Han ustedes heredado su hipoteca.

Han ustedes : eran las dislocaciones propias del lenguaje de los nervios.

—El banco ejecutará el embargo el 27 de julio. Sin más prórroga, sin más dilación y sin más nada. Porque hace ya años que se agotaron todos los plazos.

Lo mejor era acabar de compilar los datos. Todos, y cuanto antes. Así lo veía Barto, que tomaba tal modo de hacer como norma común de actuación.

—Cuánto se debe de hipoteca.

Los Susmozas llevaban sus vidas en un modesto devenir, sin más incidencias que las justas, con sus recibos más o menos al día y con sus pagos no demasiado demorados. Conservaban sus ahorros de corto alcance, y poco más. Con Ausias como modelo de lo que no había que hacer, ninguno era titular de bienes raíces. Instalados en su encomiable austeridad, inmunes a las ingenuas rutilancias de la propiedad, vivía cada uno en su piso, de mejor o peor empaque pero en arriendo en los tres casos. Un coche, tres ordenadores, dos teles, una bici, algunos muebles. Eso juntaban, en una lista de pertenencias de valor decreciente que acababa por gomas de borrar, calzadores de hoteles, pinzas para la ropa y la pelusa de los bolsillos.

Argi tenía sus ocho mil ahorrados, a base de dar clases de alemán a zopencos que apenas dominaban su lengua materna. Barto había reunido casi trece mil, tras aprobar su oposición a funcionario de la Junta de Castilla-La Mancha y tomar un donut en vez de dos en el rato de almuerzo de media mañana. Crispo, sin oficio ni beneficio, disponía de doscientos cincuenta y tres euros en una cuenta corriente exangüe. Que, sumados a los cuarenta y siete que llevaba en el bolsillo, dejaban una cifra hermosamente redonda.

Gran Damián no se decidía a hablar. Los hermanos prefirieron pensar que era otra manifestación del desgarro por la pérdida del amigo. No era sólo por eso. Era también por lo que tenía que decir. Que era, más bien, grave. El anciano puso coto a su implada y entró en materia.

—Trescientos sesenta mil euros. Con una rayita de negativo delante.

—Y de eso, cuánto nos toca pagar a nosotros.

—Trescientos sesenta mil euros. Vamos, todo.

4

En un principio, la hipoteca de 1971 se fue liquidando con puntualidad. Entró dinero durante lustros, mucho dinero, el de las taquillas reventonas y el de los patrocinios generosos. La hipoteca mamaba a lo bestia, no obstante, y el tren de vida de Ausias no ayudaba a cumplir con puntualidad. Las burbujas del champán trataban de tú a las burbujas inmobiliarias, de las que Ausias se comió tres o cuatro (muchas más se bebió de las otras). Jugaron los vaivenes de las inflaciones, las devaluaciones de moneda, los ipecés generales, los particulares del sector, todo el pifostio.

Hacia 1995, el empresario empezó a solapar unos créditos con otros. En 2001, cuando el préstamo tendría que haber quedado liquidado, Ausias tenía el asunto de su propiedad hecho un costurón, a base de zurcidos superpuestos para los que el banco no iba a soltar más hilo. En los albores de la segunda década del siglo, en plena crisis financiera, ni el encanto del promotor ni la paciencia del acreedor dieron más de sí. Se acabaron los favores y se exigió liquidar lo que restaba, bajo la voluntad firme del banco de quedarse con el Pigalle. Luego, Ausias tuvo a bien morirse. Con sus flecos colgando. Que, como quisieron los caprichos del mercado, importaban sesenta millones de los ciento veinte que valía en 1971. La mitad aritmética, con el tantísimo dinero que Ausias había metido en eso.

Argi habló de renovar el crédito. Pero no había nada que hacer, como explicó Gran Damián con su voz casi inaudible. Hacia 2005, el banco empezó a ver clara la posibilidad de quedarse con el teatro entero. Su intención era reabrirlo y explotarlo como sala cultural con el nombre de la entidad, en una práctica que empezaba entonces a ser muy común. Sólo tenían que esperar. Se adivinaba que el viejo Ausias, ya muy mermado de ilusiones y fuerzas, no reuniría los billetes —extremo en el que no se equivocaron—. Luego sólo restaría actuar por la vía de impagados y embargo.

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