La perrita Blackie era feliz con muy poco.
Y con menos también.
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Los asquerosos
Créditos Diseño de colección y cubierta: Setanta www.setanta.es © de la fotografía del autor: Cecilia Díaz Betz © del texto: Santiago Lorenzo, 2018 © de la edición: Blackie Books S.L.U. Calle Església, 4-10 08024 Barcelona www.blackiebooks.org info@blackiebooks.org Maquetación: Newcomlab Primera edición digital: marzo de 2020 ISBN: 978-84-18187-52-0 Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
SANTIAGO LORENZO (Portugalete, 1964) vive en una aldea de Segovia. Allí busca leña, se hace cafés y churros, construye maquetas y, sobre todo, escribe.
Después de estudiar imagen y guión en la Universidad Complutense y dirección escénica en la RESAD, creó la productora El Lápiz de la Factoría, con la que dirigió cortometrajes como el aplaudido Manualidades , un título que daba pistas de su afición a la artesanía pretecnológica y a las maquetas imposibles. En 1995 produjo Caracol, col, col , que ganó el Goya como Mejor Corto de Animación. Dos años después se empeñó en estrenar Mamá es boba , la historia palentina de un niño algo alelado, pero a la vez muy lúcido, acosado en el colegio y con unos padres que, a su pesar, le provocan una vergüenza tremenda. La película pasó a la historia como uno de los filmes de culto de la comedia agridulce, y con ella fue nominado, para su sorpresa, al Premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Londres. En 2001 abrió, junto a Mer García Navas, Lana S.A., un taller dedicado al diseño de escenografía y decorados con el que hicieron tanto muñequitos de plastilina para el anuncio del euro como la prisión que aparece en una de las entregas de Torrente. En 2007 estrenó Un buen día lo tiene cualquiera , donde volvía a elevar la historia de una persona para explicar un problema colectivo: la incapacidad, afectiva e inmobiliaria, para encontrar un sitio en el mundo (o un piso en la ciudad, para el caso). Harto de los tejemanejes del mundo del cine, decidió cederle sus ideas a la literatura. Desde entonces, todo han sido alegrías. Con Los huerfanitos , tres hermanos que odian el teatro pero que deben montar una obra para salvar sus vidas, la crítica se rindió a su talento y el público lloró de la risa y rio para no llorar. Al calor de ese aplauso, Blackie Books rescató en tapa dura y dorada la maravillosa Los millones , novela con un gancho cómico y un golpe más bien trágico: a uno del GRAPO le toca la Primitiva; no puede cobrar el premio porque carece de DNI. Lorenzo se volvió a adentrar en la precariedad tragicómica en Las ganas , donde Benito, un tipo más bien feo pero sobre todo desgraciado, lleva tres años sin sexo, por lo que desarrolla un síndrome de abstinencia que influye en cada una de las parcelas de su desdichada vida.
Los asquerosos es su cuarta novela, la más pura, política y lírica, sobre un tipo que, como él, vive aislado en una aldea en medio de la nada.
Diseño de colección y cubierta: Setanta
www.setanta.es
© de la fotografía del autor: Cecilia Díaz Betz
© del texto: Santiago Lorenzo, 2018
© de la edición: Blackie Books S.L.U.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
www.blackiebooks.org
info@blackiebooks.org
Maquetación: Newcomlab
Primera edición digital: marzo de 2020
ISBN: 978-84-18187-52-0
Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Nació en Madrid en 1991. Su padre era uno que le daba igual a todo el mundo. Su madre, que lo mismo, era la hermana de mi exmujer, a la que no veo desde hace ya ni sé. No tenía más tíos que yo.
Impresionaba verle, con once años, buscando trabajo en Internet. Ni se lo iban a dar ni él lo iba a pedir, por su edad. Pero desde crío, Manuel ya estaba indagando sobre cómo sería verse a sí mismo metido en el mundo.
Manuel es nombre falso. Pero es que no debo dar el verdadero.
Era uno de esos críos a los que ahora llaman «niños de la llave». Sus padres, por trabajo o relaciones, nunca estaban en casa. Manuel llevaba la llave de su domicilio colgada al cuello porque no tenía a nadie que se ocupara de él a la salida del colegio. Se supone que esta es situación carencial y penosa. Muchos, en su tesitura de desasistencia, se tirarían con los años por la autolesión, el juego de rol insano, el hostión en moto, la anorexia o el romanticismo salido de rosca.
No fue el caso de Manuel. Él alineó los pros y los contras de la incuria de la que era objeto y luego reflexionó. Para él, la falta de atenciones era una clara tajada de suerte. Agradecía con fuerza la incomparecencia paterna, porque así no tenía que aguantar bobadas. Encontraba en la casa vacía un espacio de control, un rancho con él de mayoral, y a edad bien temprana.
Le daban pena los niños «sin» llave, a quienes a cambio de una merienda puesta en la mesa les escamoteaban la ocasión de estar solos dándole vueltas a sus asuntos y a los que negaban la oportunidad de ensayar mañas por cuenta propia. Él, en su independencia sobrevenida, aprendió pronto a hacer tortilla francesa, a forrarse los libros con papel de regalo y a atajar una mancha de grasa en la ropa con una pizca de harina.
Un día arregló el empalme del enchufe de una lámpara. Mantuvo en secreto la reparación porque sabía que papá y mamá le iban a reprender por haber andado metiendo los dedos en trastos de corriente. En casa, la lámpara se había arreglado sola, que a veces estos chismes no hay quien los entienda. Empezó a callarse las cosas que le salían bien. Se aficionó a los aparatos. Adoptó el destornillador que utilizó para el remiendo como amuleto no mágico, sino útil, pero que también le daba suerte. Era una herramienta de tamaño mediano, con un mango amarillo semitransparente de una luminosidad irresistible. Manuel era un pequeño manitas que luego fue creciendo.
Cuando sí se cruzaba con los padres condescendía con ellos, intentaba entender sus meteduras de pata, pasaba por alto sus pequeñas ridiculeces. Si los veía desanimados los alentaba, procuraba confortarlos cuando volvían a casa, se quitaba de en medio cuando los veía del todo decaídos. Resumiendo, y hablando en plata: sus padres le daban pena. A los demás, no nos andemos con dengues, pues también bastante.
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