Santiago Lorenzo - Los asquerosos

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Manuel acuchilla a un policía antidisturbios que quería pegarle. Huye. Se esconde en una aldea abandonada. Sobrevive de libros Austral, vegetales de los alrededores, una pequeña compra en el Lidl que le envía su tío. Y se da cuenta de que cuanto menos tiene, menos necesita. Un thriller estático, una versión de Robinson Crusoe ambientada en la España vacía, una redefinición del concepto «austeridad». Una historia que nos hace plantearnos si los únicos sanos son los que saben que esta sociedad está enferma. Santiago Lorenzo ha escrito su novela más rabiosamente política, lírica y hermosa. «Una de las novelas más fantásticas y divertidas, al mismo tiempo enraizadas en lo que nos afecta como ciudadanos, que he leído» Agustín Fernández Mallo

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En mi barrio apenas hay cámaras de calle. Pero por si acaso, mantuvo la cabeza metida bajo la bóveda paragüera, como la yema de un huevo bajo su cáscara. De camino, y en previsión de geolocalizaciones delatoras, Manuel extrajo la tarjeta SIM de su móvil y la echó por una alcantarilla. Luego mandó el teléfono al fondo de un contenedor, por quebrar cualquier conexión que pudiera haber entre su móvil y su rastro. Deseó con ganas que el camión de la basura pasara pronto y que en cosa de horas el aparato estuviera humeando en un vertedero municipal.

Le trituraba pensar que ninguna de estas precauciones tenía sentido, si ya había protagonizado su película en la cámara del portal. Del portal del belén que se había organizado dentro.

Sin móvil con que anunciarse, Manuel me tocó al portero automático. En un principio no abrí, no abro nunca. Así que achicharró el timbre, que ya sabía de mis costumbres. Al final intuí que algo grave pasaba. Venía hecho una puta caca. Traía blanca hasta la sombra.

4

Me tomó de una manga sin pronunciar palabra y me metió en la habitación más recóndita de mi piso de divorciado. Allí, frente a una pila de ropa recién planchada, me contó todo lo que había pasado.

Lo peor era lo de la cámara de seguridad, un cachivache amenazante como una pistola de rayos apuntándolo a él y apuntándolo todo.

La policía intuiría que el espadachín vivía en el edificio. Iría directa a preguntar al casero si sabía quién era el tío del destornillador que salía en el filme. Este diría que lo tenía en nómina. A Manuel le había costado trabajo que el arrendador aceptara la fotocopia de su carné, por darle rigor papelero a su estadía. Error de los gordos. Ahora nos asustaba pensar que cuando el retén fuera a interrogar al casero, este sacara de sus archivos el carné del inquilino. Tenían su cara en el disco de la cámara. Este mínimo de pesquisa les daría el nombre. Cualquier operación que conllevara identificación y que Manuel realizara lo mandaría directamente al barranco.

Tendrían ya su cara en comisaría, así que debía tapársela. Era capital que no viera a nadie y que nadie le viera a él, como medida cautelar primordial y decisiva. No debía cruzar palabra con conocido ni con desconocido, ningún animal con partida de nacimiento podía mirarle ni oírle. Otra cosa significaba empezar a rodar por la pendiente del desastre y acabar jodiéndola.

Supongo que ambos consideramos la idea de que Manuel se entregara. Yo, desde luego, sí, vistos los adversos precedentes desde los que comenzaba la partida. Pero ni él ni yo la expusimos. En época de garantías legales movedizas, caprichosas y atenidas a intereses de parte, el presentarse en la corte a contar la verdad habría sido un gesto de ingenuidad desorejada. Había que buscar otras rutas.

No teníamos a quién recurrir. No me venían nombres de gente a la que pedir ayuda, que nunca he sido de mucho trato con nadie. En eso nos parecíamos mucho tío y sobrino. Pronto nos dimos cuenta de que aunque hubiéramos dispuesto de una lista cumplida de amigos a los que pedir merced, nunca la habríamos usado. No podíamos hacer partícipe a nadie de algo que nos veíamos obligados a llevar en el secreto más absoluto.

Con estas negras premisas empezamos a trazar planes, más alumbrados por las novelas leídas que por otra luminaria. Algunas de las precauciones que tomamos no tenían mucho sentido. Pero todas nos parecieron pocas, necesarias e incuestionables.

Lo menos desaconsejable era salir de Madrid a todo gas. Poner tierra por medio hasta que las cosas se aclararan, confiando en el autoengaño de que a veces los sucesos se deslavan ellos solos. Manuel debía salir de la ciudad en la que ya se estaría escudriñando, tirar para donde fuera, encontrar algún agujero y quedarse allí. Y pirarse además esa misma noche, enseguida. Para ganar tiempo y porque la falta de luz, si se trataba de esconder su estampa y su matrícula, jugaba a su favor.

Compusimos un índice de recursos (económicos, logísticos, locomotrices) con los que recontar los pocos socorros que teníamos de cara.

Manuel llevaba encima 23 euros, el carné de identidad, el de conducir, la tarjeta sanitaria, la del banco, unos kleenex y su destornillador. Que lavamos con agua y alcohol porque tenía la punta marrón.

En materia de pasta yo estaba pasándolas canutas, como ya he dicho. Pero algo podría donarle. Muy poco, en fin. Cantidades de vergüenza.

Manuel contaba con lo que reservaba para estrenar su independencia recién abortada. Lo tenía en una cuenta corriente que abrió tras conseguir su primer empleo, en 2013. La había domiciliado en casa de sus padres, porque por entonces no veía nada claro que algún día lograra vivir en otro lugar. Eso nos ahorraba huellas. Debíamos retirar las cuatro perras, porque el dinero aquel nos iba a hacer muchísima falta. Yo me encargaría del reintegro, y ya me pensaría la forma de hacérselo llegar. No en efectivo, porque él no podría ni entrar en una tienda, sino convertido en bienes de consumo. Manuel me entregó su tarjeta y su clave. El límite de extracción en el cajero era de 400 euros. En siete visitas, prudentemente espaciadas en el tiempo, dejaría el fondo a cero. No era rico, Manuel.

Se imponía también cancelar la cuenta, para eliminar cualquier rastro suyo en el mundo. Disponiendo de la contraseña, que él me anotó, su banco sí permitía la rescisión telemática. La haría yo desde mi casa.

Manuel estaba sin teléfono. Cacharro imprescindible, porque iba a ser su cable con el mundo conmigo de médium.

En circunstancias normales, yo habría abierto por Internet una línea de móvil. Pero la tarjeta habría tardado un par de días en llegar por correo, tiempo del que no disponíamos. Aún eran las siete de la tarde. Dejé a Manuel en casa y me fui corriendo a una tienda de telefonía. Allí me di de alta, a mi nombre y con cargo a mi cuenta. Me asignaron un número nuevo y un terminal con tarjeta. La tarjeta sería para Manuel. El terminal, para nadie.

Tenía yo en casa dos móviles de los viejos, de los tontos . Se me habían quedado por los cajones, con sus cables, por no saber dónde tirarlos sin contaminar un barrio entero. El rastreo por geolocalización de este tipo de aparato antiguo era más complicado que con los de fabricación posterior.

Puse los dos a cargar. Uno sería para Manuel. Inserté en este la tarjeta nueva y estrené el PIN. Él no llamaría jamás a nadie. Ni siquiera a mí. Se trataba de que su número no quedara grabado en ningún terminal. Siempre le llamaría yo, desde el segundo teléfono tonto , también de ubicación difícil. Para comunicarme con él, a cada nuevo contacto, sacaría de mi móvil habitual mi tarjeta y la introduciría en el viejo. En ninguna de las dos líneas aparecía su nombre. Hablaríamos todos los días a las cuatro de la tarde.

El problema principal era dónde y cómo recargar el teléfono que se llevaba Manuel, si él no debía cruzarse con nadie. Le estaban vetados el bar, la biblioteca, el centro social y la estación de autobuses. Le estaba prohibido cualquier lugar con presencia humana, que era como decir que tenía restringido el acceso a paredes con enchufes.

Yo nunca he aprendido a conducir, y de coches no sé nada. Pero Manuel me puso al día de novedades sobre electricidades y automociones. Había algún recurso del que podríamos valernos. Aunque de mala manera, porque no eran más que apaños temporales y remiendos perentorios que no ayudaban gran cosa.

Durante cierto tiempo, y según gastara más o menos gasolina en carretera, Manuel podía tirar del mechero del coche para cargar el móvil. Todavía conservaba yo el adaptador para encendedor, que no sabía ni para qué era. En tanto que dispusiera de combustible con el que arrancar el vehículo para que la batería no se descargara sola, Manuel tendría teléfono. Incluso podía aguantar algún tiempo más, mientras la pila del automóvil no se muriera por inactividad.

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