—Lo que no me cabe en la cabeza —dijo Barto— es que alguien sea un sucio de corazón con tantas ganas. Papá tenía encima todas esas deudas y se pegaba la vida padre.
—A eso sí que nunca renunció —recordó Gran Damián—. Pero al fin y al cabo era su dinero.
—¡No era su dinero! ¡Era el que debía al banco! ¡Era el que nos iba a endilgar a nostros! —Argi.
—Se lo ha comido todo sabiendo que nosotros veníamos detrás. Cada vez que se cogió un taxi o cada vez que se tomó un whisky en un bar estaba robándonos una baldosa del Pigalle —Barto.
—La que nos toca pagar ahora. Me corto un dedo si no lo ha hecho aposta —Crispo.
A Gran Damián no le cupo otra que callarse, entre lo contundente de los argumentos, lo evidente de la desconsideración de Ausias y lo profundo de su amor por él.
Luego ya, el mayor se echó a llorar. Le siguieron los demás. Se la habían jugado después de jugársela, y eran conscientes de que estaba encalomándoles una inmensa deuda aquel padre que tantas cuotas les debía.
—También pueden renunciar ustedes a la herencia.
Perder el Pigalle era como no cobrar la indemnización de cada día de jodienda sufrido allí en sus infancias. Este era un debe de sentimientos, de contrarrencores, de tasaciones sobre las decepciones. Aunque la venta a futuro enjugaría el desagravio global de toda una niñez de cabronadas, lo último que se estaban jugando los hermanos era una jubilación de buen pasar. Pero no iba a quedarles ni eso. Barto adjetivó sin ambages.
—Ausias era un hijo de puta. Y eso no lo podemos cambiar. Así que hemos perdido el Pigalle. Lo único que me cabe esperar, ya que no el teatro, es que ninguno hayamos salido a él.
Gran Damián llevaba semanas haciendo acopio de fuerzas en busca de algo parecido a una solución, entre la fidelidad a su pasado y el afecto debido a tres niños a los que vio crecer. Con resultados hueros, pero hueros, eso sí. A base de destilar el mosto de su inventiva, sin embargo, había dado con una idea. Que expuso estirando el pescuezo, para boquear fuera de su puré de abatimiento.
—Les cabe una posibilidad para salir de esta.
«A ver qué dice este, el íntimo del hijo de puta», pensaron los tres. Y en su desesperación y en sus ganas de abanicar a alguien se hacían cábalas inciertas sobre la culpabilidad del albacea en la gracia postrera de Ausias.
—Cultura convoca subvenciones anuales para producciones teatrales. Formen persona jurídica y soliciten una. Estrenen. Una Comisión Técnica de Valoración acudirá a ver lo que han hecho. Son seis miembros nombrados cada año. Puntúan los montajes de 0 a 10, a 30.000 euros por punto. Procuren lucirse y les calificarán alto.
—¡Pero si no llegamos ni con un 10!
—¿Y cómo nos van a dar un 10? ¡Si no hemos estudiado en la vida!
—Intenten esforzarse. Las subvenciones se fallan a finales de junio. Un poco justo, pero no les queda otra. Los trámites de cobro les llevarán un mes. Entre el estreno y el 27 de julio, con la obra montada, procuren que el público entre. A ver si así juntan lo que no cubra la ayuda. Habrá gente que venga, como antes. Que el público pase al Pigalle, que pague gustoso su tique, que lo recomiende por ahí —recordar los años buenos le ponía en el cielo—, que de cada espectador surja otro nuevo...
Los Susmozas no estaban para nostalgias de días ni vividos ni añorados. Hablaron sin tapujos.
—Yo no he ido al teatro desde que nos obligaba papá a meternos en sus estrenos —dijo Barto.
—No es ya que no sepamos nada de teatro —contó Argi—. Es que el teatro nos da asco a todos.
Para los Susmozas, el teatro era una marranada que se merecía en cada alzada de telón todos sus males endémicos. Los actores, unos piernas que buscaban en la calle el caso que no les hacían en casa. Los técnicos, unos enterados de mirada torva. El público, una masa de sujetos ansiosos por dejar claro al de la butaca de al lado que entendían todos los chistes y todas las segundas lecturas. El ambiente general, una cursilada en la que todo el mundo parecía forzado a demostrar gran emotividad. El ambiente particular, una tortura de egos disparados en la que las susceptibilidades saltaban a las primeras de cambio. Tanto besuqueo, tanta expansividad, tanto gritito, tanta moñarronería, tanta baratez. Una asquerosidad. Y sin embargo, con todos esos motivos para el repelús hacia la escena, el motivo gordo quedaba aún por consignar.
—Nos da asco. Pero asco asco. Porque nos recuerda a papá.
A Gran Damián, al fin, le pudo la tensión. Comenzó a llorar todavía con menos disimulo. Su recuerdo de Ausias era bien otro.
—No digan eso de Ausias, se lo ruego. Hizo muy felices a muchos de los que le conocimos. Él me presentó a mi mujer, sin ir más lejos. Que está en casa destrozada por su muerte y que no quiere verme ni a mí.
El albacea estaba poco menos que confesando cuál era el verdadero amor de su esposa, que llevaría décadas amando con careta, como en el teatro mismo. Era todo tan penoso, daba todo tanta impresión de que nada merecía la pena, que Crispo venció la repulsión a las babas de viejo y se dio a su consuelo, a base de un abrazo sincero (pero un tanto despegado por lo de las babas).
Como se había colocado en el sector privado, Argi se tenía por un emprendedor de tomo y lomo. No era la academia en la que impartía docencia el Instituto Goethe, pero el esfuerzo titánico que había tenido que desplegar para vencer tanta inseguridad inoculada por su padre le había acabado convenciendo de que él era un capitán con toda la barba, hecho a pulverizar dificultades a partir de recursos movedizos.
—No tenemos un duro, pero al menos tenemos el teatro. Están mucho peor los que lo tienen al revés.
Con el brazo escrupuloso de Crispo en torno al pescuezo, Gran Damián recogió el comentario del Susmozas grande.
—Dios me libre de aconsejarles nada. Pero de aquí al verano, ustedes no tienen más que dos opciones. O juntar el dinero o tirarse desde lo alto del telar.
Gran Damián supuso que, por «telar», los Susmozas entenderían algo de fabricar pantalones, o almohadones, o albornoces de rizo. Así que pasó a explicarse.
—Que es un sitio sobre el escenario que está muy alto. Decidan.
Para colmo de ridiculeces, el reloj de Gran Damián emitió un pitidito. El anciano explicó que eran las nueve, hora a partir de la cual ya se veía sin necesidad de gastar.
—Tengo que apagar luces, que si no nos clavan —declaró el pobre.
Y se dirigió a la puerta, a su tarea ahorrativa. Levantando sus huesos para ver de suavizar facturaciones, venciendo su malestar punzante para ponerse en pie y patearse como un alma en pena los pasillos inacabables del teatro amenazado, pulsando interruptores, luchando a base de buena voluntad contra una deuda invencible. Antes de salir se paró bajo el dintel de la puerta y pidió excusas por la cantidad de suciedad que lo inundaba todo. Recomendó a los tres tomar naranjas para refrescar las laringes de tanto polvo respirado. Y fresas en primavera, sandía en verano y uvas en otoño, cuando las naranjas faltaran. Porque el polvo nunca desaparecería, «inmanente al teatro como sus butacas o sus poleas». Les estaba augurando las estaciones, les estaba augurando su permanencia. Tampoco tenían mucho más donde elegir.
—Un día, sin que se den ustedes cuenta —continuó arrasado—, no necesitarán de la fruta para refrescar nada. Ese día ya no podrán vivir sin este polvo. Seréis —y aquí se puso a tutear— hombres de teatro, y el aire puro os producirá arcadas y vomiteras.
Luego ya se fue a economizar con la luz. Los tres pasmarotes, nuevos pobres, intentaban hacer acopio de energías. Le gritaron al anciano que tuviera cuidado con dónde pisaba y luego volvieron a sus reflexiones. Que no cabía hacer sino en voz alta: en tal trance, crear silencios acendraba el miedo.
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