Cuando febrero de 2012 les abrió sima en la vida, estos tres hombres llevaban sus cosas como buenamente podían, cada uno a sus asuntos. Si bien alguno con menos fortuna que otros.
Argi asociaba la autoridad a la integridad, de la que había hecho virtud. Por mandón, ahora bien, perdía encanto y novias. Le sacaban de quicio el follón de los petardos, la aglomeración de ingredientes de las paellas y el toque chusco del caganer . Contrarrestaba el aire del Levante dionisíaco con su amor por lo alemán, que asociaba con lo que todos lo asociamos. Del idioma vivía, dando clases en un centro de enseñanza (Klasse Idiomas) que le parecía desastroso, caótico, germánico cero, en un flagrante contraste que le incomodaba lo suyo.
Planeaba montar su propia academia de alemán. Para ello, se había presentado en noviembre al Premio Ernst, un concurso de tesis, tesinas y estudios convocado por Lufthansa para apoyar la difusión de la cultura germana en España. La compañía aérea concedía un único premio de 24.000 euros. Argi había compuesto un tocho de doscientos folios en los que diseccionaba la realidad de la enseñanza del alemán en nuestro país. Había trabajado en su libro durante meses, pero lo había imaginado durante años.
El premio se fallaba en mayo. Si se lo daban no le quedaría más remedio que meter la choja en la operación de salvamento. No era mucho, pero ayudaría a levantar un montaje con el que quizás unas pocas paredes del Pigalle quedarían redimidas.
Argi abandonó su vivienda de alquiler en la urbanización Florida Baja, con la esperanza de encontrar en Madrid una pensión no demasiado cara. Ni siquiera contempló la idea de instalarse en el Pigalle, porque, amarrado a su concepto de rectitud, estaba muy al tanto de que la ley de bienes inmuebles prohíbe habilitar un teatro para uso residencial.
Barto se había casado en 2004, tenía un hijo y vivía con su familia en un piso alquilado del barrio de Palomarejos, en la zona nueva de Toledo. Estudió Derecho, opositó y ganó plaza en la Consejería de Salud y Bienestar Social como funcionario del grupo C. A voluntarioso no le ganaba nadie.
Se aburría en la oficina. Porque el trabajo era sencillo y, sobre todo, porque echaba en falta la práctica jurídica de campo. Él se había imaginado más por la gestión riesgosa, para la que no encontraba cancha en su silla de la administración. Fantaseaba con espionajes nocturnos, propinas a subalternos, fisgoneos de oficinas, manipulación de documentos, expectativas de bofetones en cara propia. Luego salía de sus ensoñaciones y liaba un oficio con una goma, no fuera a traspapelarse alguna página.
Barto seguía estudiando, por pura afición, y practicaba en casa oratoria y dialéctica del mercadeo cuando su mujer se iba a sus talleres de participación ciudadana y a sus actividades asociativas.
Su idea era cancelar el arriendo de su casa e instalarse en el Pigalle. Seguro que había muchos, demasiados frentes en los que emplear el dinero que ya no habría que dar al casero toledano.
Crispo vivía solo en el pueblo abulense de Papatrigo, donde el precio del alquiler era tan minúsculo que hasta a él le llegaba para abonarlo. En su cabeza de chorlito se había convencido de que vivir en la aldea era una decisión voluntaria, incluso caprichosa, de bucolismo natural. Y no lo que en realidad era: una imposición de sus menguados posibles. Los de un desmotivado que no veía en sí punible vagancia sino simpática flema.
No trabajaba en nada en concreto. Había abandonado una ingeniería que empezó, era manitas y arreglaba aparatos por la zona. Andaba fantaseando con un invento que llamaba CrispoPhone, un cacharro que se instalaba en el teléfono. Alguien llamaba y el que lo tenía puesto descolgaba. Pero el ingenio simulaba un pitido de espera en el auricular de quien llamara. Este se creería que el usuario aún no estaba a la escucha. Y este, oyéndolo todo. Ajeno a ello, el comunicante haría lo que hacemos todos: soltar la lengua durante esos instantes previos a la conversación. Ensayar el diálogo, manifestar intenciones, vituperar al llamado en ocasiones, cantar temas eternos con letras procaces, soltar mentecateces. Todo, hasta que el llamado desconectara el CrispoPhone para celebrar la conversación, ya sí, a dos bandas.
Tenía su propia solución para arreglar el asunto de la hipoteca. Jugar a la lotería. No con el espíritu de un bandarra desorejado que va a ver si araña algo de chiripa. Sino con el mismo numen intelectual y científico con el que, cuando le daba, se enfrentaba a conexiones y códigos binarios, sistematizando los datos recabados y poniéndolos en análisis. Empezó a jugar. Como un bandarra desorejado, pero con estudios.
Por supuesto, también viviría en el Pigalle. A ver si no dónde.
Tras los trágicos sucesos del 13 de febrero, los tres hermanos quedaron en que, juntando sus flacos ahorros, harían frente a algunos gastos perentorios. El resto lo reservarían para su manutención durante el período de producción y para los gastos de un montaje en el que no cabrían muchas alegrías a la hora de desembolsar. Habría que reunir a un cuerpo técnico y actoral al que pagar de su bolsillo. Esto es, al que habría que convencer para que se dejara alistar a cambio de muy poco más que las comidas. El presupuesto para el resto de partidas alzaba lo que una cerilla ante un chopo. Apenas tenían nada. Nada para vivir y mucho menos para teatralizar.
Volvieron a sus puntos de origen para cerrar sus vidas anteriores a toda prisa. Cosa que no era sencilla, ni de hacer en un santiamén.
El madrileño Argi se despidió de sus alumnos. El madrileño Barto pidió la excedencia. El madrileño Crispo no tuvo empleo que dejar. Todos liaron el petate, abandonaron sus ciudades de adopción y volvieron al Madrid en el que nacieron, como emigrantes al revés. La víspera de la partida, cada uno sufrió en su casa las pesadillas de quien se ve forzado a hacer lo que ni quiere, ni sabe, ni puede hacer, sin ciencia, ni técnica ni arte para ello, sin entusiasmo ni ilusión que combustionar en la caldera, sin motivación legítima de la que beber, sin otro paisaje que el estado forzado de las cosas, nada más que a rastras de obligaciones tenebrosas como esta de ponerse a la faena no por conquistar nuevas regiones sino por evitar que se les hundiera la propia bajo los pies.
En sus horas de viaje (en tren, turismo o autobús) iban pensando que un supuesto ser querido, en su intento por animar, habría tenido que morderse la lengua antes de decir eso de «Ausias no lo hizo a mala intención» o «ya verás como todo se va a arreglar». Porque en ambos casos, ante las evidencias, no habría quedado más remedio que negar la mayor. Situación de inviabilidad en el consuelo que les llevó durante sus trayectos a llorar a ráfagas, con las amígdalas cocidas de pena como si las llevaran abrasadas a infantiles vegetaciones, a sus años. Las que tampoco la madre les alivió.
Se llamaba María Isabel Domínguez, era de Santa Cruz de Tenerife y se había casado con Ausias en 1968. Se marchó del Pigalle en 1974, tras nacer Crispo y harta de todo. Tan frita se largó que ni solicitó a los hijos, tal era su prisa. Su vocación de madre sería alta, media o baja, no consta. Pero en cualquiera de los casos, su determinación por irse rebasó a su instinto maternal, con tan amplia ventaja que, por los niños, ni pujó.
Murió en 1981 y dejó una herencia insignificante. Tampoco una anciana madre redentora aparecería en julio salvando los muebles a los Susmocitos.
En 2008 había comenzado un período de dificultades económicas sin parangón. Los tres Susmozas sabían de esa debacle a la que la historia denominaría quizá la del año ocho, la que llegó por sorpresa cuando ya pensábamos que todos éramos ricos, la del año nueve, la de la descapitalización financiera, la del año diez, la de la sublimación de los billetes, la del año once, la de la liquidez solidificada, la del año doce, la de cuando montose el acabose. Había vigilantes-psicólogos en el metro, encargados de echar a los homeless (no necesariamente con pintas) que pasaban el día en los pasillos, de arriba para abajo, sin ir a ningún lado, sólo por estar en algún sitio. Se presenciaban mangadas de bollos empezados en las barras de los bares, cargas de móvil en los enchufes de las estaciones de autobús o acopio de jabón líquido en los aseos públicos. Desde una moto siempre se pegó el tirón a un bolso. Ahora se veían tirones a la bolsa del Mercadona, codiciada por su suculenta carga de comida de marca blanca.
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