Ptolomeo iba a protestar. Sabía que los labios de Alejandro no se habían movido, una mueca obligaba a su mandíbula a permanecer constantemente abierta y babeante. Un hombre que no puede juntar los labios ni por un instante, es incapaz de emitir palabra alguna. Pero de pronto Ptolomeo oyó una voz, era Alejandro quien le hablaba. Al principio nada pudo distinguir, angustiado fijó sus ojos en el rostro del rey. Confirmó que Alejandro seguía ausente, entonces ¿quién de los presentes le había hablado? y, es más, ¿quién era capaz de hablar con la misma voz que Alejandro tenía en vida?
Un temblor recorrió su piel. Los hombres como él, acostumbrados a guerras, conspiraciones y momentos terribles de peligro en los cuáles ven la muerte aferrándoles por los hombros, conocen las mil caras del miedo; pero lo que sintió en ese momento no podría definirse como tal. La naturaleza de las sensaciones que recorrían su cuerpo no debían juzgarse como temor, sino como algo más intenso, mezcla de pavor y de atracción: era la voz de un moribundo, pero a la vez una voz inquietante que le obligaba a obedecer. Todavía no podía explicarse lo sucedido, los hombres que oyen la voz de un fantasma siempre tardan un tiempo en dominarse, pero las palabras comenzaron a cobrar un significado protector. Alejandro, el mismo hombre que agonizaba, aquel cadáver viviente, le aconsejó al oído:
―No digas nada, o Pérdicas te matará.
Ptolomeo entonces selló los labios, unos labios que momentos antes se proponían desvelar el complot de Pérdicas. Su mano, ya preparada para iniciar un movimiento, había lanzado su dedo índice señalando al impostor, de pronto pareció dudar y permaneció en suspenso en el aire a medio recorrido. Poco a poco la retiró sin que nadie se percatase del brazo delatador de Ptolomeo. Volvió al reposo de su posición natural. Lo mismo ocurrió con la pierna derecha del general que, tras iniciar el paso para acercarse a Alejandro, se detuvo acobardada y regresó a su lugar.
Ptolomeo decidió obedecer a aquella voz. Estaba ahora seguro de que Alejandro le protegía. De alguna forma inexplicable, su rey había conseguido comunicarse con él. Para un hombre como Ptolomeo, poco aficionado a creer en los dioses y el cual pasaba por ser el más incrédulo de los griegos, aquella voz fantasmal destrozaba sus principios escépticos. ¿Cómo era posible que en aquel estado catatónico Alejandro estuviese hablando con él y nadie más en aquella estancia lo oyese? Miró a su alrededor, los demás no parecían haberse sobresaltado, seguían velando a aquel moribundo sin que sus rostros se viesen alterados. Ni siquiera se habían vuelto a verlo en la semipenumbra donde Ptolomeo se refugiaba.
Así que ahora Alejandro se había convertido en su protector, se dijo. Nunca había creído en los dioses, pero decidió creer en Alejandro. Nació en él la inquietante duda que asalta a los mortales en raras ocasiones: un ser invisible le hablaba sólo a él. Y sabía que sólo era posible si ese ser era un dios o un fantasma. Se dijo que era pronto para saber si Alejandro era uno u otro, o ambos a la vez.
Trastornado por la voz de Alejandro, Ptolomeo deseaba hacerle saber que le había comprendido y agradecía su sabio consejo. Obedeciendo a un impulso que encerraba más amor que veneración, se acercó al lecho y se arrodilló ante su rey, tomándole la mano.
Los demás generales le miraron asombrados y no dijeron nada. Un año atrás, cuando Alejandro había instituido la postración ante su persona, sucedió un conato de rebelión. Alejandro pretendía que ante su presencia los hombres se arrodillasen, como si estuviesen ante un amo o lo que era peor, ante un dios. Los griegos protestaron, conocían el significado de la pantomima de Alejandro: el rey macedonio pretendía deificarse en un acto de soberbia propio de un rey persa. No lo consintieron.
Al ver a Ptolomeo postrado ante su lecho de muerte, creyeron que el general reconocía la divinidad de Alejandro. Nada más lejos de la realidad, Ptolomeo se había arrodillado en un arrebato de repentino amor hacia su amigo de la infancia, como si Alejandro fuese su hermano menor, o su hijo amado ante el que se rendía e imploraba:
―No mueras, te lo ruego ―fue lo único que pudo decir. Las lágrimas aparecieron en los ojos del general. Besó la mano del moribundo. Los dos hombres parecían sumergidos en una intimidad que obligó a los presentes a guardar silencio. Incluso Pérdicas se apartó del lecho del macedonio.
―Moriré ―respondió Alejandro a Ptolomeo―. Pero, si tú quieres vivir, has de oír mis consejos.
Ptolomeo buscó de nuevo el rostro de Alejandro. Volvió a comprobar que el rey no había emitido sonido alguno. Ahora se hallaba seguro de que la voz que había penetrado en sus oídos como el filo de una espada era la de él.
―Tus consejos son órdenes para mí ―exclamó en alta voz. Los otros diádocos pensaron que Ptolomeo se hallaba trastornado. Ninguno le dio importancia ni sospechó lo que ocurría.
―Deseo ver a mi ejército antes de morir ―le dijo Alejandro. Su voz era la de un hombre joven, la de aquel muchacho con el que se había embarcado a luchar contra la rebelión de Tebas allá en Macedonia.
Ptolomeo entonces se levantó y suspiró. Siempre había pensado que le juzgaban como hombre prudente y seguro de sí mismo. Ahora sólo podía presumir de lo primero, su aplomo había huido dejándole en un mar de dudas donde su cordura se hundía por momentos. Tal vez, si habría sido de esos que elevan todos los días una plegaria a sus dioses, hubiese podido aceptar la voz de ultratumba de Alejandro. Pero no recordaba cuándo se acercó a un altar por última vez.
Sólo deseaba una cosa: compartir con Thais lo que le había sucedido. Ella le reconfortaría, sólo ella podría aconsejarle y explicarle lo ocurrido. Se dispuso a partir, Alejandro parecía haber enmudecido para siempre. Pero antes, volviéndose a los generales, les dijo:
―Mañana todo su ejército debe desfilar ante Alejandro para rendirle homenaje. Él lo hubiese deseado así.
― ¿Debemos avisar a sus esposas? ―le preguntó Bagoas. Nadie se acordaba de Filipo Arrideo que esperaba noticias de su hermanastro. Los generales le habían excluido, un hombre que no puede manejar una espada no contaba para ellos, aunque fuese de la casa real.
Ptolomeo, que parecía completamente transfigurado, negó con la cabeza, no le importaban las esposas del rey ni sus amantes.
Bagoas asintió y le pareció una sabia decisión. Conocía dónde se hallaban las mujeres: Barsine, la amante de Alejandro vivía en Pérgamo; Estateira y Parisatis, que eran su segunda y tercera esposa, en Susa; y por último Roxana, con la que se casó por amor, se había quedado en Ecbatana debido a su embarazo. Aunque se las avisase, nunca llegarían a tiempo.
Pérdicas se irritó. ¿Qué autoridad había adquirido Ptolomeo para organizar aquel sepelio? ¿Acaso era un anuncio de que tras organizar los funerales se erigiría como regente del reino? Debía hacer algo. Pero todos parecían de acuerdo con la decisión del general, sus palabras no permitían comentario alguno. Pérdicas se contentó con dar las órdenes, total, Ptolomeo parecía trastornado y abandonaba las estancias reales.
Capítulo 5:
Las dos mujeres
de Ptolomeo
Ptolomeo salió del Palacio de Nabucodonosor por la puerta procesional y se dirigió al barrio de Eridu. Se había olvidado de su intención primera de buscar consuelo en Thais, la griega vivía en la otra orilla de Babilonia. Miró al cielo, era de noche, pero la ciudad se iluminaba con profusión de antorchas como si hubiese una fiesta nocturna o un banquete en la corte. Bagoas había ordenado encender a lo largo de la principal avenida de la ciudad grandes pebeteros donde ardía un fuego que arrojaba un humo oscuro y denso, como si fuese un mal espíritu que ascendía hacia el cielo.
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