Olga Romay - Cuando fuimos dioses

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A la muerte de Alejandro Magno en Babilonia, Ptolomeo engaña a los demás generales y roba el cadáver del rey. Sigue las órdenes de Alejandro Magno, cuyo espíritu se niega a abandonar el mundo de los vivos. En Egipto le espera a Ptolomeo un mundo deslumbrante de riquezas y conspiraciones: los macedonios desean su reino, los sacerdotes recuperar la antigua gloria del país del Nilo y las mujeres aspiran a convertirse en concubinas y esposas. Un viaje al Egipto de la última dinastía faraónica

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Petosiris abandonó la vista del correo y dirigió su mirada a Nimlot. Se preguntó si un muchacho tan joven estaba al tanto de la política de Egipto. Se respondió a si mismo que tendría que instruirlo personalmente.

Cogió una moneda que descansaba sobre la mesa y se la lanzó a Nimlot. Éste la cogió al vuelo:

― ¿Qué opinas? ―le preguntó.

Nimlot leyó la leyenda de la moneda. Se trataba de un tetradracma de plata en el que Alejandro Magno aparecía de perfil.

―Es hermosa ―respondió Nimlot sin saber qué respuesta buscaba el Sumo Sacerdote―. Nuestro faraón es un hombre joven y bello.

―Sí, en efecto, lo conocí en Menfis nueve años atrás cuando liberó Egipto del yugo persa. Era un joven de piel blanca y rizos de oro. Yo también caí bajo su influjo. Alejandro se creía un dios y al ungirlo en el templo de Path como faraón, ninguno de los sacerdotes osamos contrariarle. Los dioses, como aprenderás a lo largo de tu vida, siempre tienen razón, sobre todo cuando están al mando de un ejército victorioso. Los egipcios ya no tenemos soldados, ya no hay un Tutmosis o un Ramses― Nimlot pensó en los Pilonos de Karnak donde estaba escrita la historia del país del Nilo―. Pero fíjate bien en la moneda, él quería ser hijo del dios Amón, y por eso se hizo retratar con dos cuernos de carnero, por lo demás, no respeta ninguno de los símbolos de la realeza egipcia. Nuestro pueblo ve esta moneda y no lo reconoce como un faraón, saben que los faraones nunca acuñaron moneda, nunca fue necesario, es un oficio de comerciantes, los reyes egipcios erigían estatuas para la eternidad. Sabes quién es Cleómenes de Naucratis, ¿verdad?

Sabía de la existencia de Cleómenes, el griego acudía todos los años al templo a inspeccionar sus riquezas y recaudar la parte correspondiente al faraón. Los sacerdotes tenían la orden de dificultar en todo lo posible la labor de aquel hombre, pero Cleómenes era astuto y se salía con la suya.

El año anterior, cuando el gobernador había acudido para la fiesta del Bello Valle, se le vio paseando a sus anchas por el recinto de Karnak. Buscaba tesoros, pero sin pretenderlo algo llamó su atención en el templo de Mut, la esposa del dios Amón, donde ensayaban las bailarinas. Nimlot también se encontraba allí ese día, cuando sus obligaciones le permitían un rato libre, le gustaba ver a las muchachas cantando o bailando. Entonces vio por primera vez a Cleómenes, oculto a la sombra de un Pilono en el segundo patio del templo de Mut. Miraba a una joven bailarina vestida con un ligero faldequín y una camisa de lino rojo que destacaba entre las demás. Se trataba de Ipue.

La mirada de Cleómenes era inequívoca y Nimlot temió que se apoderase de la muchacha, pero nada ocurrió. Tomar a una bailarina del templo de Karnak habría supuesto la rotunda oposición del clero de Tebas y seguramente hubiese debido enfrentarse a una rebelión del Alto Egipto. El griego se había limitado a acercarse cuando el baile terminó y a cruzar con ella unas pocas palabras. La sacerdotisa de Mut que dirigía el baile acudió al momento al descubrir el interés de Cleómenes y se interpuso entre ellos. Así terminó todo.

―Sé que una vez intentó tomar como botín los mástiles de electro ―respondió Nimlot. De los mástiles ondeaban las banderas en los diez pilonos de Karnak. El electro, aleación de oro y plata, emitía más brillo que cualquiera de los dos metales por separado. Planeaba enviarlos a Alejandro para adornar el palacio de Pella en Macedonia. Horrorizados de las intenciones de Cleómenes, los sacerdotes tebanos le ofrecieron más dinero para evitar el saqueo de sus mástiles de electro.

―Ha llegado el momento de que Egipto busque el acercamiento con los macedonios ―continuó el Sumo Sacerdote―. Pero Cleómenes no debe saberlo.

Petosiris sabía que la casta de los médicos mantenía con el macedonio unas relaciones excelentes. Deseaba para los sacerdotes el mismo estatus.

―Cuando estés preparado ―continuó paseándose por la estancia rebuscando entre las estanterías un documento―, te dirigirás a Babilonia acompañado de un sacerdote de primer rango que hemos elegido embajador de Egipto entre los sacerdotes. En la capital es donde reside el hermanastro de Alejandro, Filipo Arrideo. Tal vez Alejandro en su lecho de muerte designe un sucesor, puede ser que sea Arrideo, él y Alejandro son los únicos varones que tienen sangre real. Si Alejandro fuese un verdadero faraón hubiese hecho dos cosas: construirse una tumba en el Valle de los Reyes y designar un heredero al trono. Pero los griegos son una raza poco previsora, como la de aquellos que no piensan en lo que sucederá más allá de la muerte. Me han informado que los infantes van a proclamar rey al hermanastro de Alejandro de Macedonia. Así que partiréis para Babilonia para ofrecerle a Filipo Arrideo el trono de Egipto. Mi embajador necesita a alguien que hable griego.

El sacerdote se levantó de su asiento y cogió las manos de Nimlot, lo miró a los ojos y le hizo una última confidencia:

―Me han dicho los astrólogos, que ningún faraón volverá a hablar egipcio nunca más. Todos hablarán griego. Y, es más, han leído en las estrellas que cuando un faraón vuelva a hablar egipcio, será el fin de nuestro mundo. Debemos prepararnos.

Capítulo 4:

Pérdicas, el general ambicioso

Después de ver al rey, Thais abandonó el palacio y los diádocos acudieron al lecho de Alejandro buscando una palabra: el nombre de su sucesor. Ptolomeo recordó cómo esos mismos generales habían rodeado a Alejandro proclamándole rey trece años atrás. En sus pupilas aún estaba grabada la imagen del entonces príncipe Alejandro en el teatro de Egas, ante el cadáver de su padre Filipo que yacía asesinado en el suelo. El tiempo y los hombres no volverían a ser los mismos.

―Os oye, pero tal vez no os entienda ―dijo el médico egipcio. Al escuchar las palabras, Ptolomeo despertó de su ensoñación.

Ni Ptolomeo, ni el médico podrían impedir que el moribundo fuese acosado hasta la extenuación. Sabía lo que ocurriría a partir de aquel instante: los generales obligarían a arrancar un testamento a Alejandro. Acelerarían su muerte con sus alientos corrompidos por la ambición.

Sucedió entonces que Pérdicas apartó al eunuco de la cabecera de la cama y se aproximó a los labios abiertos del rey macedonio.

―Dime quién será tu sucesor. Ha llegado el momento de tomar la decisión.

Los labios agrietados del macedonio no se movieron. Sus ojos, sin embargo, giraron en una danza borracha, propia de un hombre que está a punto de desmayarse. Las pupilas del moribundo parecían brillar con una luz interior.

Uno de sus ojos, el azul, puesto que cada uno era de color distinto, adquirió la tonalidad del cielo al amanecer. La sangre había invadido la mácula con pequeños filamentos como si los rayos de un sol malvado atravesasen el globo ocular. El otro ojo, el de tonalidad verde, vivía una agonía tranquila, e incluso podía decirse que la mitad izquierda de su mirada transmitía cierta mansedumbre, aceptando su trágico final.

Pérdicas fingió que Alejandro le hablaba, asentía con la cabeza como si en efecto estuviese escuchando una frase emitida a media voz. Ptolomeo se dio cuenta del engaño, iba a desenmascarar la farsa cuando Pérdicas exclamó:

―Alejandro ha dicho que el reino será para el más digno.

Pérdicas era demasiado astuto. Ambicionaba el reino para sí, pero si fingía que Alejandro había dicho su nombre, los generales se le echarían encima y acusándole de mentir. Si por el contrario no decía nombre alguno, la sucesión se decidiría por el que más apoyos tuviese y, Pérdicas llevaba cinco días negociando con los generales para ser él el elegido.

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