¿No es mi palabra como fuego —declara el SEÑOR—
y como martillo que despedaza la roca?
Jeremías 23: 29
Se prende fuego mi pelo, mi piano, mis discos,
la ropa y el perro.
Puede ser que otra vez no sea cierto
pero siento cómo el fuego
me quema por dentro…
Intoxicados
Me siento en los banquitos de la plazoleta. Me froto las manos y levanto el cuello de la campera. Los vehículos están estacionados uno detrás de otro. Las luces de las casas, apagadas. Las ventanas y puertas, cerradas. La calle, vacía. El viento helado acaricia y mueve las ramas. El cielo amenaza con llover. Pienso que esta podría ser una buena cuadra.
El Gordo sale en silencio. Arrastra los pies. Apenas trae un buzo atado a la cintura y una remera mangas cortas, jamás siente frío. Me saluda y le pido que me toque. Con las manos grandes y pesadas envuelve las mías, luego me acaricia el cuello y se queda un rato así hasta que pregunta:
¿Ya está?
Siento que el calor se expande por mi cuerpo a través de la sangre, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Transpiro. Las gotas de sudor me acarician las mejillas. Contesto:
Ya está, dejá de tocarme.
Caminamos por medio de la calle sin decir ninguna palabra. Leemos los grafitis en los paredones del colegio. Yo también escribí alguna vez en contra de las monjas y los curas, ahora me parece una pendejada.
En una de las esquinas pasa un remís, disminuye la velocidad y hace cambio de luces.
Ya saben que somos nosotros, le digo al Gordo.
A mí no me importa, responde.
Qué te hacés el macho, Gordo grasa.
Vamos hasta la pasarela. Pasamos por la cancha de básquet del barrio Los Payos. El tablero está roto. En los cables cuelgan zapatillas viejas y en el piso varios tetra briks aplastados tapan el dibujo del león dorado que ruge en medio del campo de juego. Seguimos. A media cuadra del río nos espera el Cuca en la camioneta. En la caja, cubiertas con una colcha, hay dos piedras grandes y un bidón de nafta. El Cuca prende el motor y abre la puerta del acompañante. Las luces bajas se encienden e iluminan la calle de tierra. El motor retumba. El humo del caño de escape envuelve el vehículo.
Apenas nos subimos a la cabina, el Cuca pregunta por el remisero.
Nos está siguiendo, dice el Gordo.
Nos quiere agarrar con las manos en la masa, dice el Cuca.
No sean putos. Va a salir perfecto, digo.
El Cuca espera que la chata se caliente y pone primera.
Una cuadra antes de que lleguemos saco un Camel y le pido al Gordo que me lo encienda. El Gordo pone el cigarrillo en la boca y con los dedos toca la punta, se concentra. Con la mirada fija, una vena en la frente se le hincha… nada. Se enoja, rompe el cigarrillo y lo tira. El tabaco se esparce en la alfombra de la camioneta. Con el Cuca nos reímos y lo cargamos: le decimos power grasa. El Gordo nos aprieta las muñecas y esta vez sus palmas queman. Nos suelta porque gritamos. En la piel me queda una marca roja y pequeñas ampollas comienzan a crecer. Luego llegamos a la calle elegida.
El Cuca estaciona la camioneta atrás de la escuela primaria. Apaga el motor y bajamos. Abrimos la compuerta de la caja. El Gordo carga las piedras, yo el bidón.
A mitad de cuadra está el Ford Sierra blanco con alerones en la parte de atrás. También tiene una calcomanía de Salta en el vidrio y faros anti-niebla.
¿Por qué este?, pregunta el Cuca.
Porque sí, respondo.
A mí me gusta más la camioneta, dice el Gordo.
Ya te dije que este no tiene alarma.
Por la esquina pasa un Falcon gris. Nos escondemos detrás de un árbol y nos agachamos. Permanecemos en silencio, agazapados: tres animales a punto de atacar. Se escucha una sirena. Esperamos el momento justo. Respiro, una y otra vez, el pecho se me infla, los hombros se levantan, me lleno de furia. Los ojos se me ponen rojos. Le quito las piedras al Gordo, me acerco al Ford Sierra y golpeo varias veces la ventanilla del lado del conductor. El vidrio estalla y se parte en cientos de pedazos. Hago lo mismo del otro lado, esta vez tengo que envolver la campera en la mano y empujar para que quede el hueco. Por atrás, el Cuca mete la punta del bidón y lo mueve para que el líquido se esparza por el interior del vehículo. Aspiro olor a nafta y siento que me llega a los pulmones. Respiro con la campera en la nariz.
El plan funciona a la perfección.
El Gordo mete la mano, la cierra, la abre y la apoya en el tablero. Una llama sale de su palma. La nafta de a poco comienza a arder. Un hilo azul y rojo se extiende rápidamente a lo largo del caucho. El fuego crece y se multiplica. Una estampita de San Cayetano, colgada del espejo retrovisor, se quema y cae sobre uno de los asientos. Una nube blanca se adueña del interior. El incendio se vuelve incontrolable. El tapizado, la palanca de cambios, el volante, la goma espuma, las alfombras y el tablero de luces arden. El humo sale por los orificios y de a poco la parte de adentro se pierde en una masa uniforme que despide olor a caucho quemado mezclado con nafta. El frío se termina y el calor nos arde en la cara. Corremos alrededor del vehículo, nos empujamos, saltamos y gritamos. Tiro patadas al aire como si fuera Bruce Lee. El Gordo mira al cielo, alza los brazos y sonríe, parece otra persona. Los ojos le brillan. Lo abrazo y siento su calor más que nunca. El Cuca arroja hacia arriba el bidón que choca en una rama pelada y cae sobre el yuyo. Los vidrios se pintan de negro. El parabrisas estalla.
Corremos.
Dejamos el lugar y a cada rato miramos para atrás, el auto ya es una bola de fuego. Las luces de algunas casas se encienden, un portón se abre y en la esquina nos detenemos. El humo se eleva en la noche helada y nos damos cuenta de que cualquier persona que esté despierta en algún rincón de la ciudad y mire hacia el cielo, será testigo de nuestra obra.
El Cuca nos apura y subimos a la camioneta. El motor vuelve a retumbar y salimos para el otro lado. Doblamos en la esquina y despacio nos alejamos del lugar que seguramente ya estará lleno de gente preguntándose qué pasó, tratando de apagar lo que ya es imposible. Se escucha una sirena. El Cuca mira por el retrovisor a cada rato. A la distancia aparece un auto. El Gordo se pone blanco del miedo y cierra con fuerza las manos. Le digo al Cuca que acelere. En una calle de tierra doblamos, los amortiguadores se hunden en los pozos. Nos alejamos del centro.
Una suave garua comienza a caer sobre la ciudad.
Desaparecemos…
Ahí está Popeye, dice Santiago.
¿Quiénes son los otros?, pregunta el Cuca.
Eso no importa, responde Diego.
La camioneta roja pasa de largo hasta la rotonda, donde se levanta el monumento al Maestro. Dobla, toma la calle que lleva al Regimiento y se detiene. Los vidrios están empañados y los tres Calaveras se frotan las manos para calentarlas. El motor de la Ford F-100 retumba en la cabina. Santiago escribe su nombre en el vidrio y Diego se lo borra. Los dedos quedan marcados por unos segundos, luego todo se vuelve a empañar.
Afuera del boliche, Popeye lleva un vaso con cerveza hasta la mitad, toma de a sorbos. Va de un lado al otro, busca alguna chica o alguien que lo invite a seguir la fiesta, pero el frío y el policía que vigila la salida espantan a la gente. En su mente aún suenan los temas de Luna Nueva y la canción de «Chiquita bonita me dejaste abandonado» que bailó con Sandra, la mejor amiga de la novia de Cachito.
Rolo, el dueño del boliche, cierra una de las puertas de lata. Adentro, el DJ desenchufa los equipos y apaga las luces altas. Popeye se acerca a la entrada, pisa algunos vasos de plástico y colillas de cigarrillo. En un rincón, varias entradas cortadas a la mitad forman una montaña de basura. El dueño cierra la caja con la recaudación y la lleva hacia adentro. Popeye piensa que algún día junto a Cachito y un par de Leones (no todos, porque en algunos no se puede confiar), podrían conseguir armas, ponerse una máscara –o una media de mujer– y venir un sábado a esta misma hora y con este mismo frío, apoyar el revólver en la espalda del policía, decirle que no se haga el héroe y llevarlo hacia adentro. También piensa que podrían quitarle las esposas y las municiones, atarle las manos, taparle la boca, pegarle un par de patadas para asustarlo y encerrarlo en el baño. Que podrían apuntar al dueño y decirle a los bármanes que no se metan, que se tiren al suelo y besen el piso sucio; decirles que por nada del mundo levanten la mirada, mientras ellos se llevan el dinero de las entradas y de la barra.
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