Olga Romay - Cuando fuimos dioses

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A la muerte de Alejandro Magno en Babilonia, Ptolomeo engaña a los demás generales y roba el cadáver del rey. Sigue las órdenes de Alejandro Magno, cuyo espíritu se niega a abandonar el mundo de los vivos. En Egipto le espera a Ptolomeo un mundo deslumbrante de riquezas y conspiraciones: los macedonios desean su reino, los sacerdotes recuperar la antigua gloria del país del Nilo y las mujeres aspiran a convertirse en concubinas y esposas. Un viaje al Egipto de la última dinastía faraónica

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Al ver la decrepitud de Alejandro, Thais se derrumbó como si la hubiesen apuñalado, cayendo sobre el suelo mojado con la teatralidad de una heroína de Eurípides. Luego, al sentir la humedad empapando su peplo, se arrepintió de su efusividad. Allí no había alfombras, la sala debía fregarse varias veces al día para limpiar las inmundicias que emanaban del cuerpo de Alejandro. La ropa de Thais ahora se encontraba mojada por miasmas, tendría que regalar su peplo a las esclavas.

― ¿Cómo ha podido suceder? ―se preguntó sin poder mirar hacia otra parte que no fuesen aquellas costillas marcadas. La carne había huido y los músculos del rey de Macedonia se reducían a unos frágiles tendones grisáceos.

Al oír la voz de Thais, Alejandro giró el rostro hacia ella, como si fuese un faro en la oscuridad. La hetaira supo que aquellos ojos miraban, pero no veían. Luego, como si el macedonio hubiese realizado un movimiento extenuante, su cabeza cayó hacia atrás, desmayándose. El cuerpo ingrávido del rey perdió toda voluntad y los esclavos lo sostuvieron.

Los médicos lo tumbaron en la cama. Con cojines incorporaron su torso componiendo brazos y piernas para conferirle cierta dignidad. La cabeza volvió a desplomarse y consiguieron erguirla con mucho cuidado. Los ojos permanecían abiertos, desorbitados. La mandíbula se desencajó en una mueca grotesca comenzando al momento a bailar, recordando a los presentes la de un anciano incapaz de controlar los movimientos espasmódicos.

―No está consciente ―dijo una voz en el dormitorio. Thais reconoció al que hablaba: Bagoas, el favorito de Alejandro.

El hombre emergió de la sombra que le ocultaba el rostro y se acercó a Thais. Eran viejos conocidos. Al verlo, se abrazó a él. Solía ser atenta con aquellos que Alejandro elegía como compañeros. Tal vez Bagoas, si no fuese un eunuco más, la hubiese rechazado, un abrazo implicaba demasiada intimidad en su rango de afectos. Pero, Thais supo ganarse con el tiempo su corazón solitario, lo sabía necesitado de amor, a cambio él permitía a la mujer ciertos privilegios.

― ¿Llegará a un nuevo día? ―susurró la hetaira al oído temiendo ser oída.

Ptolomeo la separó de Bagoas. Le parecía bochornoso que su concubina perdiese ante él la decencia. El general también sentía en sus carnes la desesperación de ver a Alejandro agonizando en forma tan miserable, pero se contenía, lloraba solo cuando estaba a solas y esperaba de Thais estar igualmente a la altura de las circunstancias.

Bagoas colaboró con él deshaciéndose del abrazo de la mujer. Se situó a la cabecera de la cama y comenzó a mesar el pelo de Alejandro. Lo peinó con suavidad, le extrajo con un lienzo las gotas de agua de la bañera y después, una vez que los esclavos secaron con cuidado el cuerpo de su amo, lo cubrió suavemente con un manto inmaculado.

Componían entre el enfermo y el eunuco una estampa hipnótica: Bagoas en el esplendor de su juventud y Alejandro en sus últimas horas.

Viendo los esfuerzos de Bagoas en aquellos cuidados, Ptolomeo sintió en cada gesto del eunuco la tierna huella del amor y la piedad. Siempre había juzgado a aquel persa como un adorno bello e impenetrable, poseedor de un corazón perverso. Todos en la corte de Babilonia parecían olvidar que antes de ser el favorito de Alejandro lo había sido de Darío III. Pero, Ptolomeo tenía una excelente memoria, recordaba cómo encontraron a Bagoas abandonado a su suerte cuando ganaron la batalla del Gránico. Vagaba entre las tiendas y, cuando le preguntaron por su condición, se presentó de forma pomposa como esclavo de Darío. Alejandro al verlo se lo llevó para su servicio personal.

Al principio a nadie extrañó el capricho del macedonio, el eunuco destacaba por su refinamiento y belleza, podía incluso recitar a Homero. Más tarde Bagoas escaló posiciones. Ptolomeo comenzó a odiarlo cuando un año antes de su agonía Alejandro obligó a los macedonios a hacerle regalos.

Como si Bagoas supiese que Ptolomeo lo observaba, levantó sus ojos unos instantes. Eso bastó al general para saber que, el eunuco haría cualquier cosa por su amo Alejandro. Había descubierto en aquel rostro la misma mirada que se repite una y otra vez en las batallas cuando un soldado agoniza y su compañero de armas le sostiene la mano desesperadamente. Le habían dicho a Ptolomeo que Bagoas no consentía a nadie limpiar las miasmas de Alejandro, él se ocupaba en persona de las tareas más humildes, propias de los sirvientes del palacio.

El eunuco ayudó a los esclavos a levantar el cuerpo del enfermo, ahora ligero como una pluma. Los labios de Bagoas se contrajeron en una mueca de dolor, como si la agonía de Alejandro se hubiese contagiado a su cuerpo a través del contacto con su piel. Si era cierto que algunos hombres sufren al ver el dolor ajeno como si hiriese su propia carne, Bagoas se encontraba entre ellos.

Thais rompió a llorar, ahora apoyada en el hombro de Ptolomeo. Este le acarició la cabeza y apartó uno de los rizos que le ocultaban la cara.

―El médico egipcio lo ha conseguido, es la primera vez que veo a Alejandro abrir los ojos en cinco días. Recuérdame que, aunque agonice nunca llame ni a un médico babilónico ni a uno griego. Mátame antes de que intenten darme una pócima ―dijo con rencor Ptolomeo. Luego se apartó de Thais y se acercó donde se encontraba el médico. El egipcio ordenó a Bagoas que no cubriese el cuerpo de Alejandro, debía permanecer frío durante la mayor parte del tiempo.

Los otros médicos se rindieron ante la evidencia de la superioridad del egipcio. El griego había fracasado con sus medicinas y brebajes. Se había limitado a sedar al enfermo con vahos de adormidera del Peloponeso, siendo nulos sus intentos de desterrar la fiebre.

― ¿Cuánto tiempo puede mantenerse consciente? ―preguntó Ptolomeo al egipcio.

En vez de una respuesta, el médico, sospechando que Alejandro comprendía en cierta medida lo que se decía a su alrededor, se alejó de la cabecera de la cama y condujo a Ptolomeo y Thais a la sala donde los generales formaban un contubernio. Al intentar en vano responder a Ptolomeo, los demás generales demandaron su presencia. Sus opiniones eran respetadas, ya sabían que había conseguido despertar a Alejandro.

Orquestando las preguntas de los generales, confusas e insistentes, Pérdicas tomó la palabra:

― ¿Ha mejorado?

―Me temo que no ―sentenció el médico sin inmutarse. Su acento era extraño, el de los colonos griegos que habitan en Naucratis, en el Delta del Nilo. Pero, en aquella corte mestiza era uno más. No sentía ninguna simpatía por Pérdicas. Cuando lo había conocido en Menfis, leyó en sus pupilas dos enfermedades: una provocada por los mosquitos y otra por la ambición. Ambas eran igual de peligrosas.

―Mi faraón sólo ha abierto los ojos ―respondió apesadumbrado―. Morirá, ya no puede ingerir alimento, su debilidad es tal que sólo le queda un día. Llegó el momento de la despedida.

Si para los macedonios su rey era su hegemenon, para aquel egipcio sin embargo Alejandro era su faraón. El médico había estado en Abydos cuando los sacerdotes escribieron el nombre de Alejandro en la lista de faraones, tras la proclamación se unió al macedonio en calidad de médico. Su misión durante años fue encargarse de la salud de la segunda esposa de Alejandro, Estateira, la hija de Darío que vivía en el palacio de Susa y desde allí había llegado cuatro días atrás por orden de Ptolomeo.

Se hizo el silencio. Los hombres abrieron las bocas, pero no pudieron emitir palabra alguna, sus gargantas parecían paralizadas, las manos de los generales, antes tan expresivas y brabuconas, quedaron inertes al oír la palabra despedida.

No dudaron de las palabras del egipcio. Días atrás, cuando la fiebre comenzó, pidió nieve ante las burlas de todos. Ahora sabían que su sabiduría había sido efectiva. Sin embargo, los médicos babilónicos, despreciando al egipcio y orquestados por Bagoas, se empeñaron en practicarle a Alejandro un exorcismo el cuarto día.

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