Olga Romay - Cuando fuimos dioses

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A la muerte de Alejandro Magno en Babilonia, Ptolomeo engaña a los demás generales y roba el cadáver del rey. Sigue las órdenes de Alejandro Magno, cuyo espíritu se niega a abandonar el mundo de los vivos. En Egipto le espera a Ptolomeo un mundo deslumbrante de riquezas y conspiraciones: los macedonios desean su reino, los sacerdotes recuperar la antigua gloria del país del Nilo y las mujeres aspiran a convertirse en concubinas y esposas. Un viaje al Egipto de la última dinastía faraónica

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Thais se creía una gran conocedora de los estados de ánimo de Ptolomeo, la griega poseía una sabiduría innata parecida a la que tienen los expertos en el vuelo de los pájaros que predicen cuándo va a llover. Podía interpretar cada una de sus miradas. Eran unos ojos bellos, acariciadores, sensibles y duros a la vez. Combinaban todos los sentimientos del mundo.

Su voz solía ser pausada con ella, pero Thais sabía que su amante se transformaba cuando daba órdenes en el campamento, se volvía rudo y atronador. En los banquetes hablaba lo justo y sonreía por compromiso observándolo todo. Había heredado de su padre un cuerpo fuerte, se levantaba temprano para ejercitarse en el gimnasio y comía frugalmente. Sólo lo vio engordar después de atravesar el Kurdistán, al llegar a la India se dejó llevar por la gula y luego sintió repugnancia de sí mismo, de sus manos regordetas y su panzudo estómago. Pero, al regresar a Babilonia volvió a ser el hombre apuesto de siempre.

―Si no puede vivir más de dos días, debemos prepararnos ―le dijo Thais―. Pérdicas ya habrá hecho proyectos, no lo dudes. De todos los macedonios tú eres el más prudente, ¿ya has pensado algo? Te conozco, no quieres decírmelo, piensas que las mujeres no sabemos nada de cómo se gobierna un imperio, pero tú no puedes haber pasado todo este tiempo sin hacer planes ―añadió Thais levantándose de su diván. Consideraba a Pérdicas el más ambicioso y peligroso de los generales de Alejandro, sólo Ptolomeo podía evitar que se hiciese con el poder.

Existía el rumor de que dos días atrás Pérdicas aprovechó los últimos momentos de lucidez de Alejandro para preguntarle quién sería el heredero de su reino. Alejandro había respondido con el silencio.

―Pérdicas ha sondeado cuál es la opinión de cada uno ―le reveló Ptolomeo acercándose a su amante. Sospechaba que el palacio no ofrecía seguridad para confidencias. Las celosías, las cortinas y las paredes camuflaban delatores―. Yo le he dicho que Roxana está embarazada y si nace un varón, heredará el reino. Debemos esperar.

― ¿Y quién será el regente hasta que el niño crezca? ―preguntó Thais―. No me lo digas, supongo que Pérdicas se considera lo suficientemente poderoso para ejercer la regencia de ese niño. ¿Y si nace una hembra?, ¿Se desposará con ella cuando sea púber? Sea como sea, debemos impedirlo. Ese general sólo alberga dos sentimientos hacia ti: odio y envidia.

Pérdicas descorrió la cortina que separaba la pequeña sala donde se refugiaban Thais y Ptolomeo. Huesudo, musculoso, su carne se concentraba en unos labios carnosos y tras los labios unos dientes torcidos y grandes. Thais y Ptolomeo se quedaron mudos y se miraron de forma cómplice sin saber cuánto de su conversación había oído el recién llegado.

Sin embargo, Pérdicas no había escuchado a la pareja, se había personado de forma sorpresiva movido por otra razón: percatándose de la ausencia de Ptolomeo, dedujo que sólo Thais habría podido retenerle. Los demás generales se espiaban unos a otros, en una extraña vigilia donde nadie se atrevía a ver al moribundo, salvo para certificar su muerte, pero tampoco deseaban moverse de aquella sala de recepciones donde se iba a repartir el Imperio de Alejandro. Una pequeña ausencia, aunque sólo fuese unos instantes, podría suponer perderlo todo.

― ¡Vaya sorpresa! ―dijo al ver a la hetaira―, ¿vienes a quemar el palacio de Nabucodonosor o a tocar el oboe mientras Alejandro agoniza?

Pérdicas se situó bajo la luz de una pequeña ventana. Su rostro ardía con los rojizos rayos del atardecer. A su espalda, un dragón rojo pareció cobrar vida. Thais detestaba los dragones que formaban parte de la decoración de Babilonia, unos monstruos feos y desgarbados. Decían que eran la representación de Marduk, otro de aquellos viejos dioses persas, aun así, la griega no creía en su magia protectora.

―Como puedes ver por ti mismo, no porto antorchas, ni oirás de mí música alguna. Sólo deseo ver a mi rey. Alejandro es fuerte, todavía puede recuperarse. He hecho mis ofrendas a Apolo y sé que vivirá―le respondió Thais. El duro rostro de Pérdicas le producía terror, pero para combatirlo la mujer contraatacaba con voz firme, no le permitía vencerla—. Vengo de la sala de los infantes, Menelao me envía con un mensaje para Ptolomeo.

Thais cuchicheó a los oídos de su amante el recado de Menelao, mirando a Pérdicas con el rabillo del ojo. Luego entró decidida donde se reunían los siete generales.

― ¡Macedonios! ―exclamó la hetaira levantando los brazos con las palmas abiertas hacia el techo. Los labios de Thais derrochaban más elocuencia cuando se dirigía a hombres que a mujeres. Sabía que Alejandro moriría, pero como odiaba ser mala agorera, los animó: ―, alberguemos esperanzas, Alejandro volverá a empuñar su espada. Sois los amos del mundo, favoritos de los dioses. Nuestro rey es fuerte, otras veces temimos su muerte y los dioses no lo permitieron.

Como los generales conocían sobradamente a aquella mujer, no le prestaron atención y siguieron a lo suyo. Diez días atrás tal vez hubiesen escuchado sus palabras, ahora la opinión de una hetaira les traía sin cuidado. El mundo cambia en diez días y, en ocasiones en diez horas.

Ptolomeo la llevó hasta un umbral donde dos genios protegían las jambas de las estancias del rey. No eran leones como Thais había visto en Persépolis, sino varones alados con largas barbas rizadas. Portaban una cabra en una mano y una pluma en otra.

Ptolomeo señaló a las dos figuras pétreas y le susurró a Thais al oído:

―Me han dicho que se hallan aquí para proteger a los reyes persas de los demonios― miró despectivamente al eunuco que era hábil escuchando conversaciones y se tomó las palabras como una ofensa a sus dioses― pero, yo me he asegurado de que nadie entre ni salga en los dormitorios sin la autorización de mis hombres.

Dos soldados macedonios custodiaban la entrada con sus lanzas formando un aspa. No la habrían dejado pasar si Ptolomeo no la hubiese

introducido. Tras aquellas puertas todos los eunucos carecían de autoridad, salvo uno en especial que gozaba de la confianza de Alejandro: Bagoas.

―Thais desea ver al rey ―informó a media voz a los guardianes. Ptolomeo prefería siempre utilizar un tono suave con los soldados. Raras veces se le oía ordenar a viva voz. Pérdicas envidiaba el dominio de la voluntad de los hombres que tenía el general de Alejandro. No comprendía cómo con un simple susurro, conseguía obediencia y sumisión inmediata.

Los soldados apartaron sus lanzas. Uno de ellos descorrió la pesada cortina de lana roja y abrió la puerta oculta tras ésta. Thais inspiró, se preparó para encontrarse con el moribundo. Iba a entrar en el santuario.

Dominaba la estancia la serena presencia de una cama bajo un baldaquino del que colgaban sedas teñidas de púrpura. Se desesperó, con tan poca luz la mujer no podía distinguir al rey macedonio. Buscaba donde no debía, Alejandro no se hallaba en el lecho.

Entre dos esclavos lo izaban de una bañera. Entonces vio el cuerpo consumido del monarca. Alejandro había perdido toda su juventud. Sus carnes pálidas y acartonadas anunciaban la proximidad de la muerte. Los ojos desorbitados del rey macedonio se abrían aferrándose inútilmente a la vida y de sus labios se escapaba un gemido. El frío del hielo sólo había conseguido hacerle recobrar la consciencia, pero no la salud. Aun así, su agonizante dolor se consideraba un gran logro en un enfermo que llevaba desfallecido varios días por las altas fiebres.

Thais, que en los últimos tiempos lo evitaba, sintió lástima por él. Conocía a Alejandro desde hacía diez años, cuando Ptolomeo la había llevado ante su presencia en Atenas, exhibiéndola como un trofeo de caza. Aquel día el rey se limitó a asentir y saludarla con cortesía sin interesarse por ella lo más mínimo. Alejandro y Ptolomeo podrían haberse criado juntos, pero en cuestión de mujeres nunca coincidían. Rara vez pusieron sus ojos en la misma hembra y, por supuesto nunca en el mismo hombre porque Ptolomeo se había aficionado a los refinamientos de las hetairas desde su adolescencia en Macedonia.

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