Olga Romay - Cuando fuimos dioses

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A la muerte de Alejandro Magno en Babilonia, Ptolomeo engaña a los demás generales y roba el cadáver del rey. Sigue las órdenes de Alejandro Magno, cuyo espíritu se niega a abandonar el mundo de los vivos. En Egipto le espera a Ptolomeo un mundo deslumbrante de riquezas y conspiraciones: los macedonios desean su reino, los sacerdotes recuperar la antigua gloria del país del Nilo y las mujeres aspiran a convertirse en concubinas y esposas. Un viaje al Egipto de la última dinastía faraónica

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Una vez desaparecidos los díscolos habitantes del harén, el resto de los funcionarios comenzaron a hablar nerviosos entre susurros. A ratos se frotaban las manos. Tal vez el frío no calmase el sufrimiento de Alejandro, sino que produjese un empeoramiento y algún general les mandase matar por ello. Todavía se acordaban de cuando el macedonio ordenó asesinar a su médico Glaucas al no poder salvar la vida de Hefestión.

El hielo había sido idea del egipcio recién llegado por orden de Ptolomeo, los babilónicos fracasaron con su magia desde el primer intento, y el único médico griego, Critodemo, ya no se atrevía a proponer nada. Los babilónicos habían dominado la voluntad del enfermo, formaban entre todos un consejo que atormentaba al rey combinando hechizos, encantamientos y pócimas que Alejandro ya no podía ingerir porque sólo vomitaba sangre y escupía bilis.

Los médicos y la nieve desaparecieron con rapidez. Luego Thais fue conducida a las habitaciones de Alejandro por el eunuco más grueso.

Había estado allí en numerosas ocasiones, pero no sabía orientarse, y sospechaba que se perdería si la dejaban sola. El eunuco abrió para ella las puertas de numerosas antesalas, descorriendo las cortinas de otras. Thais sabía que iban por el buen camino porque el hielo derretido había dejado un reguero sobre las alfombras, aquella agua era el hilo de Ariadna del palacio de Nabucodonosor. Pero, no estaban en Minos y ella no era Teseo atrapado en el laberinto. La concubina pensó en las alfombras y se dijo que eran el mejor invento de los persas, luego rectificó y reconoció que los jardines superaban con creces a las alfombras. Le complacía pasearse por aquellos vergeles que los persas llamaban paraísos llenos de hermosos animales y plantas exóticas. Siempre fue sensible a la naturaleza insólita. Se dijo que, si algún día se instalaba en una ciudad, compraría esclavos jardineros para recrear los vergeles que subían hacia el cielo.

Lejos parecían los días de fiesta cuando todo en la corte brillaba bajo el hechizo de lámparas de cristal. Ahora los corredores y salones semejaban una caverna tenebrosa y deshabitada. Nada más lejos de la realidad, escondidos en los rincones se ocultaban muchos de sus moradores, pero ya no brotaban palabras, y si se pronunciaban, sólo se emitían a media voz. Los movimientos de la corte se hallaban silenciados por el miedo.

En la primera sala esperaban los soldados, un pequeño grupo de infantes macedonios charlando con Filipo Arrideo, el oscuro y débil hermanastro de Alejandro que se recostaba en un diván.

En la misma estancia, acechando entre las sombras con sus brillantes pupilas se encontraban la élite de los soldados persas que formaban parte del ejército de Alejandro. El rey macedonio se había empeñado en que combatiesen junto a los suyos, un intento inútil, los persas odiaban a los macedonios y los macedonios a los persas. Sólo había una razón para justificar su presencia en la corte: los infantes persas deseaban saber qué sucedería tras la muerte de Alejandro. Y sólo había una forma de averiguarlo: no moverse del palacio hasta saber las intenciones de los soldados invasores. Thais vio el resplandor peligroso de espadas y puñales, supuso que en cuanto alguno atravesase la barrera invisible que dividía el salón, se matarían entre ellos.

Thais sólo saludó a los griegos, los persas la ignoraron. A ella no pareció importarle, avanzó por la tierra de nadie que formaba un pasillo en la sala.

—Thais —oyó que alguien la llamaba a sus espaldas.

De entre la masa de infantes macedonios se adelantó uno de sus generales, Menelao, el hermano de Ptolomeo. La mujer lo trató con deferencia, esperaba que, si algún día Ptolomeo la abandonaba, su hermano la contratase al instante como hetaira. El trabajo de Thais y de muchas otras hetairas, consistía en ser unas sofisticadas concubinas de lujo; vivir en Persia era disfrutar de una edad dorada aprovechándose de los vanidosos generales griegos deseosos de presumir por mantener en exclusiva los servicios de una belleza. El precio se desorbitaba si la prostituta sabía recitar versos, tocar el oboe y dar placer en el lecho.

—Sólo quiero que le digas a mi hermano una cosa —le dijo Menelao—: los infantes nunca apoyarán la regencia de Pérdicas. Si Alejandro muere, coronarán a Filipo Arrideo y si Pérdicas lo impide, las falanges iniciarán una guerra.

Thais le aseguró que se lo diría en persona. Comenzaba a comprender el caos que se avecinaba: los macedonios se hallaban divididos en dos bandos irreconciliables, caballeros e infantes. Cada uno tenía su preferido para la sucesión.

Menelao, algo más joven que Ptolomeo, nunca había gozado del favor de Alejandro, requisito principal para ser nombrado guardaespaldas. Aun así, ostentaba el cargo de general de infantería y bajo sus órdenes luchaban las terribles falanges macedónicas. Cuando en las batallas se compenetraban las falanges de Menelao y la caballería de Ptolomeo, los hermanos se convertían en invencibles.

En la segunda sala, como si perteneciesen a una categoría superior, se encontraban los caballeros. Dominaban un salón donde los leones vidriados de las paredes parecían rugir a la luz de las antorchas. Allí sólo moraban los macedonios. Al ver a Thais, detuvieron sus frases, y las palabras se quedaron congeladas en el caluroso verano.

No fue el único efecto que consiguió la presencia de la mujer, ocurrió algo sorprendente para unos hombres acostumbrados a gobernar el mundo: el decidido andar de la concubina los obligó a apartarse. Ella desfiló fríamente por aquel corredor improvisado, como un cuchillo parte en dos mitades una granada. Sintió que pronunciaban su nombre en bajo y luego oyó las palabras: muerte, guerra y conspiración. Su instinto le hizo apresurar el paso, sentía rugir bajo sus pies un volcán a punto de estallar. El eunuco que la guiaba parecía indiferente.

Luego la hicieron pasar a una gran sala. Por fin las veía, allí se encontraban las mujeres de cierta categoría del harén, rodeadas de sirvientas. Al ver a Thais se apartaron hacia los rincones, organizándose en pequeños corrillos para defenderse inútilmente de la griega, como si hubiesen visto una serpiente venenosa. Le recordaron a pequeñas alondras asustadas. Las mujeres también conspiró, se dijo, pero lo hacen con gracia y contempló cómo las persas al ser sorprendidas se llevaban las manos a la boca. Algunas usaron un extremo de sus mangas para tapar sus labios y otras ocultaron los collares con los velos para que su enemiga no pudiese ver las joyas. Las esclavas las protegieron rápidamente cubriéndolas con abanicos de plumas de aves exóticas.

Thais se quedó maravillada, Persia nunca terminaba de sorprenderla, se preguntó dónde podrían vivir aquellos pájaros tornasolados con alas azules y verdes. Prosiguió hacia la cuarta sala donde se encontraban los siete generales más próximos a Alejandro.

El eunuco le advirtió que tras la puerta no se permitía el paso a mujeres. Al oírlo dudó al entrar, luego decidió ser prudente y se limitó a decirle al funcionario:

―Avisa a Ptolomeo, dile que estoy aquí.

Esperó en la antesala donde varios divanes se distribuían a la usanza griega para que los invitados se recostasen. Le trajeron cerveza fresca y ella la rechazó con un gesto despreciativo. Una griega siempre bebe vino. Ptolomeo hizo acto de presencia en la pequeña antesala. Una ventana cubierta con una celosía iluminaba la estancia y los rayos del ocaso se posaron sobre Thais cuando él entraba:

―La hora más oscura se aproxima. El dios Hermes ronda ya el palacio para guiar a Alejandro al inframundo. Los médicos dicen que no puede vivir más de dos días. Lo acaban de sumergir en nieve, pero aún no ha vuelto en sí.

Thais le concedió un rápido vistazo. Ptolomeo no vestía su ropa militar, sólo una sencilla clámide marrón. Tampoco calzaba sus habituales botas de montar, sustituidas ahora por unas sandalias usadas sólo en tiempos de paz. La hetaira adivinaba que su amante se sentía incómodo vestido de civil. Alzó la vista y tropezó con sus ojos, sin duda lo más bello de su rostro. Le parecieron brumosos como la niebla que envuelve un barco y a pesar de que el general había sufrido una larga vigilia, esta no los había despojado de su brillo.

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