Olga Romay - Cuando fuimos dioses

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A la muerte de Alejandro Magno en Babilonia, Ptolomeo engaña a los demás generales y roba el cadáver del rey. Sigue las órdenes de Alejandro Magno, cuyo espíritu se niega a abandonar el mundo de los vivos. En Egipto le espera a Ptolomeo un mundo deslumbrante de riquezas y conspiraciones: los macedonios desean su reino, los sacerdotes recuperar la antigua gloria del país del Nilo y las mujeres aspiran a convertirse en concubinas y esposas. Un viaje al Egipto de la última dinastía faraónica

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Artakama tardó un poco más en alarmarse, sólo cuando la vio con sus ojos gritó, a lo cual siguió un pequeño desmayo. Ptolomeo dudó, no sabía si ella estaba fingiendo, o el desvanecimiento era real. Cabeceó, dio por terminado su encuentro, ya nada le importaba. Su mujer parecía ahora dormida, sumida en un halo de belleza inmóvil, la prefería mil veces así a cuando se movía y hablaba.

Hizo con sus manos un jirón con la túnica de Artakama que yacía olvidada en el suelo. Con la improvisada venda envolvió el brazo de su mujer. Cuando se despertase se pondría hecha una fiera por haber roto su ropa de lino, pero eran ricos, él le enviaría cinco iguales al amanecer.

Tras asegurarse de que el brazo ya no sangraba, se levantó y salió de la alcoba poniéndose el cinturón de su clámide. Los esclavos de la casa, acostumbrados a las trifulcas de la pareja, se habían arremolinado a escuchar en la puerta.

―Apartaos ―les dijo en griego sin saber si le comprendían, los esclavos hablaban casi todos en persa. Abrió sus brazos y empujó a los domésticos como si nadase entre un mar imaginario. Cuando terminó de bracear, volviéndose a mirar la puerta de la alcoba, se tocó la barbilla, un gesto que solía hacer cuando cavilaba.

Ptolomeo pensó en Thais. Sí, se dijo, qué estupidez no haber acudido a ella primero. Ya había aparecido en el horizonte la luna cuando salió de su casa acompañado tan solo por un esclavo que portaba una antorcha untada en brea, cruzó el Éufrates y se dirigió a la casa de su amante.

Capítulo 6:

Absalón, el judío

de Alejandría

Un muchacho gritaba en el puerto de Alejandría que el rey macedonio agonizaba en Babilonia sin dejar heredero, el resto de los macedonios se arremolinó en corrillos buscando noticias.

―Después de Alejandro llegará el caos ―se dijo Absalón. Se sentó en el tambor de una columna de mármol que acababan de desembarcar usando una grúa. A lo lejos, en el templo de Apolo, se oía un himno. Los griegos cantaban con cualquier excusa, eran fanáticos de sus coros.

Pensó en Alejandro y en Tiro. En cierto modo la isla de Faros, que podía verse desde a Alejandría, se parecía a Tiro si se la miraba desde lejos. En la ciudad fenicia vio por primera vez al rey macedonio diez años atrás cuando residía en la próspera isla en condición de comerciante. Un judío no sabe hacer otra cosa: son banqueros o tenderos. Son malos agricultores, pésimos pescadores y el ganado nunca les engorda como a otros pueblos. Si su padre hubiese oído lo que ahora pensaba de su raza, le habría echado por segunda vez de Jerusalén.

Diez años atrás, él no era un comerciante cualquiera, vendía a los joyeros de Fenicia el oro procedente de Nubia. Tiro tampoco era cualquier ciudad de Levante, sino la más próspera y rica de los puertos del Egeo. Sólo Damasco rivalizaba con ella, pero Damasco carecía de los dos puertos de Tiro donde fondeaban más trirremes que en el Pireo. La ciudad fenicia superaba a las grandes urbes del momento: se negociaban más mercancías que en Éfeso, albergaba más almas que en Mileto y se vendían más esclavos que en Quíos. Si hubiese un ombligo del mundo naval, sin duda Tiro sería no sólo el ombligo sino el vientre y el útero.

Absalón consideraba sus estancias en Tiro como una placentera obligación que repetía dos veces al año. Ante sus padres debía fingir pesadumbre por alejarse de Jerusalén, pero en el fondo esperaba esos viajes con ansiedad. Siempre le gustó contemplar el mal con sus propios ojos, era fascinante pernoctar en aquella ciudad fenicia.

Desde que tuvo uso de razón, Absalón partía dos veces al año desde Jerusalén para dirigirse a Gaza donde llegaba la caravana con el oro Nubio que había atravesado el Sinaí. Primero acompañaba a su padre, y luego, cuando cumplió veinte años, comenzó a realizar su periplo en solitario.

Cuando llegaba a Gaza atravesando Judea, comenzaba su viaje por la costa hasta Tiro, la ciudad más grande de Levante. Los fenicios le recibían con los brazos abiertos, aunque fuese hebreo; cuando se trata de negocios, poca importancia tienen los dioses. Uno de sus clientes más opulentos necesitaba el oro para forjar sus joyas, se trataba de Melkart, el viudo, que le alojaba en su casa de la isla durante dos días, hasta que se ponían de acuerdo en el precio del metal.

Tiro era una ciudad dividida en dos por el mar: la ciudad continental, donde vivían los más pobres, y la insular, una fortaleza inexpugnable que ni siquiera Nabucodonosor logró conquistar. El joyero, por supuesto, residía en la isla como los artesanos más ricos. Tenía un taller donde trabajaban diez esclavos especializados.

La hospitalidad unía a Absalón y Melkart desde muchos años atrás, siguiendo los vínculos creados por sus padres y abuelos. El judío se alojaba en la casa del fenicio, comía en su mesa y se le consideraba parte de la familia. Los tirios son espléndidos cuando se trata de agasajar a sus invitados, una costumbre admirable que Absalón valoraba en gran medida.

El joyero de Tiro tenía una hija llamada Dido, cinco años más joven que Absalón. El judío la había conocido años atrás cuando contaba sólo con ocho años. La recordaba con la túnica de las niñas cananeas, similar en su forma a la de las niñas hebreas salvo por sus vivos colores.

Los dos jóvenes se gustaban a pesar de la diferencia de edad y costumbres. El idioma nunca fue un problema para ellos puesto que en Tiro no sólo hablaban fenicio, sino también arameo, griego y persa.

La familia de Melkart vivía en una casa porticada construida alrededor de un patio central de columnas retorcidas ascendiendo hacia el primer piso, con capiteles coronados por cabezas de león rugiente que intimidaban a los invitados. Un toldo protegía el patio de los rayos del sol en verano. El suelo de mosaico de la casa era una borrachera de formas geométricas formando ondas que se cruzaban imitando al mar. Los dormitorios se encontraban en la primera planta y los criados ofrecían en bandejas de cobre comidas y vino a todas horas, como si el amo y su hija sufriesen de una sed infinita y un hambre insaciable. Era la abundancia y el ornato de una casa rica de Tiro con artesonados de cedro en el techo, lámparas de cristal rebosantes de aceite perfumado y celosías en las ventanas de la planta alta.

Deleitándose en el lujo, todos los años Absalón atravesaba la puerta de cedro y bronce y entregaba sus alforjas a un esclavo. Mientras avisaban al amo, se lavaba las manos en la jofaina que le ofrecían. Su anfitrión no tardaba en aparecer, le abrazaba ofreciéndole luego una copa de vino. Después llegaba el gran momento: Dido irrumpía canturreando, Absalón la besaba en la frente en señal de respeto y le entregaba un baúl con juguetes como regalo.

Siguiendo el orden natural, la niña se espigó cuando cumplió los trece años y abandonó el recato de la túnica infantil. Absalón siguió besándola dos años más en la frente al entrar en la casa del joyero, pero la frente de Dido bullía con locas transformaciones: perfumaba ya el aire con su olor a hembra, había adquirido la suavidad de la seda y la peligrosa sensualidad de una mujer joven. Dido comenzó a aparecer en los sueños de Absalón, incluso cuando regresaba a la aburrida y asfixiante Jerusalén, donde todo, absolutamente todo parecía ser pecado, lo único placentero eran los sueños impuros en los que Dido le ofrecía su cuerpo de muchacha al joven comerciante.

El año que Tiro sufrió el asedio de Alejandro, Dido se encontraba espléndida, con la frescura de una mujer que acababa de cumplir quince años. Desde luego que no se parecía a ninguna mujer que Absalón hubiese visto jamás. En Jerusalén las muchachas de su edad se hallaban confinadas en las casas paternas, prisioneras del recato y las costumbres, vestían atuendos sobrios, parecidos a sayos de colores oscuros, ocultando sus cabellos con bastas telas.

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