Aintzane Rodríguez - Fuego bajo las nubes

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LONDRES 1910Cuenta una leyenda oriental que las personas destinadas a conocerse están conectadas por un hilo rojo invisible. Este hilo nunca desaparece y permanece constantemente atado a sus dedos, a pesar del tiempo y la distancia.En una sociedad en la que el destino de cada persona está marcado y reglado por un hilo, lo peor que puede pasarte es nacer sin él.O no.Olivie a veces piensa que sería más fácil si ella y su hermano Julien estuvieran enlazados. Otras veces se alegra de que no sea así. Ella reparte su tiempo entre la fábrica, el baile y las sufragistas y su hermano tiene que lidiar con la obligación de ir a la universidad pero querer dedicarse al arte. Elisabeth, por otro lado, se junta con Oli cuando huye de un pasado que parece haberla encontrado mucho antes de lo que ella quisiera, mientras que Nasha está atada a un presente que no quiere dejarla crecer.Nada es fácil y lo es aún menos cuando se anuncian los resultados de las elecciones y el Primer Ministro hace una promesa que nadie espera que cumpla. Nasha, Oli y Beth lucharán por defender sus derechos, aunque cada una tenga su forma de ver el mundo.

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España me había acogido como la hija del vizconde de Ballater y me dejaba marchar como una vulgar fugitiva.

Esperaba llegar a perdonarme alguna vez.

1910

Julien

Había tres cosas que me gustaban de la universidad el café barato que servían - фото 10

Había tres cosas que me gustaban de la universidad: el café barato que servían en la cafetería, la luz que entraba por las ventanas de la biblioteca y lo bonitas que quedaban las flores del patio interior en mis dibujos.

Había una única cosa que no me gustaba de la universidad: tener que ir a ella.

La voz pesada del profesor me adormilaba sobre el pupitre, arrugando las hojas que había esparcido por este y desde las que me saludaban demasiadas pocas letras y algún que otro sombreado. Los libros seguían guardados en la cartera, que aún descansaba a mis pies. Aquella era la única clase en la que conseguía prestar algo de atención, copiando los dibujos de anatomía que el profesor esbozaba con tiza en la pizarra, aunque ni siquiera me esforzaba en escuchar las explicaciones que acompañaban a aquellos esquemas. Lo había intentado, sin éxito, no tanto por mí como por ellos. Por Oli, por Arthur, por mi padre.

Las clases de Medicina y la universidad se habían convertido en un cuadro en blanco y negro. Por fuera era precioso, con unos surcos azabaches muy marcados. El cielo se volvía grisáceo al arrastrar el dedo por esa zona, pero no dejaba de ser maravillosa la forma en que la cúpula del edificio se sostenía con majestuosidad sobre las columnas.

Por dentro todo estaba borroso. Las conversaciones del resto de alumnos por el pasillo me llegaban ahogadas, como si estuviera nadando en un líquido demasiado espeso. Cada minuto que malgastaba en aquel edificio me hacía sentir más fuera de lugar. Me sentía tan mal que notaba la tripa revuelta y la cabeza a punto de estallar. Pensar en marcharme tampoco mejoraba aquella sensación; ser consciente de que Oli tenía razón, de que yo, al contrario que ella, podía permitirme estar allí y sentir que no podía dejarla marchar porque era mi obligación aprovecharla por los dos.

Ni siquiera me di cuenta de que la clase había terminado y el aula ya estaba casi vacía. Recogí los bocetos y salí mientras los iba metiendo con prisas en la cartera. Cualquier minuto extra que pasara allí era un minuto extra que no podía aprovechar dibujando en los jardines o en la librería del señor Douglas. Ese pequeño cuarto repleto de libros se había convertido en mi refugio. Rodeado de tantas historias, de tanto polvo, de tanto silencio, yo no era Julien «el muchacho que ha conseguido plaza para ser doctor», era Julien «y punto». Podía estar horas sentado en uno de los butacones, sintiendo el tiempo correr y reflejándolo en mi cuaderno de dibujos.

Pero aquel día estaba demasiado cansado para enfrentarme al silencio de la librería y al ruido dentro de mí, así que crucé la calle en dirección contraria y seguí la orilla del río. Mis pies se habían adelantado una vez más y, antes de ser consciente, atravesé el último puente y llegué a la plaza bañada de oro, con el edificio que tan bien conocía al fondo.

Quizá fueran mis ojos de pintor los que veían la calle tan brillante y alegre, como si no formara parte de la misma ciudad gris que el resto de los edificios. La Escuela de Artes estaba en otro mundo; uno al que ni siquiera tenía acceso, pero que me había acostumbrado a contemplar como un cuadro en un museo.

Saqué el reloj del bolsillo y comprobé que la Escuela siguiera cerrada. No lo estuvo por mucho tiempo, porque, en cuanto las manecillas se movieron para señalar el mediodía, casi pude sentir el temblor de las puertas de las aulas abriéndose primero y de las pisadas de los alumnos saliendo de la Escuela después. El frío de febrero pareció congelarlo todo —incluso a mí— menos la explosión de creatividad que inundó la plaza en apenas unos segundos.

Mark siempre se tomaba su tiempo en salir. Siempre . Aunque no lo conociera. En realidad, esas eran las pocas cosas que conocía de él. Sus hábitos, lo de llegar siempre tarde a los sitios, fumar más de lo que me gustaría, andar con ese aire despreocupado, pero preocuparse por todo. No le gustaban las acuarelas, no estaba enlazado y me miraba como si tuviera un moco en la cara, como si estuviera a punto de reírse de mí.

—¿Qué haces aquí? ¿Has venido a disfrutar de esta obra de arte? —bromeó señalándose a sí mismo mientras sacaba un cigarro y lo encendía. Hacía tiempo que había dejado de ofrecérmelos—. ¿No deberías estar en clase, futuro médico?

Resoplé.

—Tú también con eso no, por favor.

Me dejé caer en uno de los bancos de madera, todavía con el reloj entre los dedos. Quedaban casi veinte minutos antes de que él sí que tuviera que volver a sus obligaciones. No se sentó, manteniéndose frente a mí. Sabía que estaba tratando de descifrarme y también sabía que cada vez se le daba mejor encontrar pistas en mis muecas.

—¿Puedo decirte algo sin que te enfades?

Oh, no.

—Claro —respondí, pero no estaba para nada convencido.

—Sin que te enfades —recalcó.

—Venga, Mark. Aunque si sabes que es algo que me va a hacer enfadar…

Tenía los ojos muy azules y tan fríos como la madera que sentía en mis piernas a través de la tela de los pantalones y me miraban como si todavía estuviera dudando si hablar.

—¡Mark! ¡Venga!

—Estás en tu sitio.

Su sinceridad me quitó las ganas de replicar. Pero no me enfadé, como había prometido. Tal vez porque aún no entendía del todo lo que significaban sus palabras.

—¿Qué?

Él le dio una calada al cigarro y dejó que el humo se disipara antes de contestar.

—Mira a tu alrededor. Estás rodeado de alumnos de la Escuela y pareces uno más.

—Ya empezamos…

Mark no respondió al instante, pero podría haber reconstruido lo que diría palabra por palabra. No era la primera vez que teníamos esa conversación, aunque ojalá fuera la última.

—Entra en la Escuela, Juls.

—Ya sabes que no puedo.

—Eso no es verdad.

—No es tan sencillo.

—Nunca lo es —replicó él. Siempre con una respuesta preparada—. No lo ha sido para nadie y no lo será nunca para los artistas. Si algo nos une a todos es precisamente eso: lo que sufrimos para poder dedicarnos a esto.

¿Él lo habría tenido fácil?

Una vez más, no me atreví a preguntar. Por si él pensaba que era una oportunidad y me preguntaba de vuelta.

Al menos, en mi caso no era sencillo. No estaba solo mi futuro en juego; estaban las expectativas de Arthur, el dinero que necesitaba para mantener a Oli y a papá, la reputación de ser doctor y no un artista cualquiera vendiendo sus obras en la calle a cambio de unos pocos chelines. Estaba la necesidad que me impulsaba más y más a ser y a cumplir con todo aquello que mi familia quería de mí. Debía encajar en la etiqueta de «Julien Darling» que me habían hecho, porque era lo único que tenía seguro.

—No he venido aquí a discutir, y tampoco a escuchar sermones. He venido a estar contigo un rato y a no pensar en la universidad ni en nada, aunque veo que me he equivocado.

Miré el reloj. Me daba la sensación de que el frío también había detenido su mecanismo, porque seguían quedando los mismos veinte minutos que al principio. Pero ya no me apetecía estar allí y había olvidado el motivo por el cual había decidido ir en primer lugar. Mark hacía que todo sonara accesible, como si bastara con extender las palmas de las manos y coger todo lo que quisiera.

Como si fuera mi decisión mantener el puño cerrado pegado a mi cuerpo en su lugar.

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