Sus palabras sonaron amenazantes.
—Tienes la oportunidad de ser alguien. No la pierdas.
Pero el caso es que la perdí.
Cuando abandoné el teatro por la puerta trasera, una fina lluvia cubría las calles de espejos, y las luces de las farolas se reflejaban en los charcos.
Me coloqué bien el cuello del abrigo y emprendí, sola, el camino de regreso.
Los peces se retorcían en busca de un último aliento de vida sobre el muelle.
Julián, el pescador, era un hombre sencillo, pero cruel. Sentía una indiferencia absoluta ante el ojo que lo miraba desde el muelle, y daba golpes con la cola todavía viva sobre la superficie áspera y dura de la piedra. Las branquias se secaban lentamente y Julián ya solo pensaba en su manjar. El pez todavía perseguía el contacto fluido con el agua, y buscaba en vano poder licuarse con la vida.
Metió todos los peces en un cubo y los vendió enseguida en el mercado. Se guardó solamente aquel para sí. Sobre la madera de la cocina, con un cuchillo afilado, le cortó la cabeza y vio cómo daba un coletazo por última vez. Los ojos perdieron su color dorado y pasaron a ser de un blanco insípido, semejante al color de las ostras que tanto le gustaban a su mujer. Luego le partió el estómago en dos. Lo abrió y descubrió el resplandor azulado de sus escamas en sus dedos. Sus manos olían a mar y a pescado.
En realidad, no es que Julián fuera cruel. Sentía solamente una complaciente indiferencia hacia la vida de su pez, porque se había convertido en algo habitual. No pensaba, en el momento de clavar el gusano en el anzuelo, que iba a sacrificar la vida de un animal. Nunca había pensado en ello. Y era normal. Los peces que pescaba le permitían comprarle vestidos a su esposa, comprar aceite, pan y vino, y preparar platos exquisitos para sus invitados. Era su oficio, como es oficio de otro ajustar las suelas de los zapatos o proteger las cubiertas de los barcos con un barniz.
Pero aquel día fue distinto. En el momento de llegar a casa y colocar el pescado sobre la madera para decapitarlo, Julián se encontró con su ojo dorado y negro y sintió algo que nunca antes había sentido: remordimiento.
Imaginó aquel pobre pez en el agua. Imaginó su vida llena de color, la luz que cubría sus escamas, las ondulaciones de su cuerpo plateado entre las algas, y, por primera vez en su vida, pensó, si es que ello puede pensarse, en algo así como el amor. Pensó que el amor quizá fuera semejante a las ondulaciones de un pescado en el agua. En su fluida libertad. En su reposo sobre la arena blanca y su vida misteriosa y oculta en el fondo.
Una lágrima descendió desde sus ojos azules y se posó en las manos callosas y llenas de cortes y cicatrices que las redes habían impreso, con el tiempo, sobre su piel.
Julián ya no vende pescado en el mercado. Ahora pinta las paredes de las casas de sus amigos. Las pinta de colores muy vivos y a veces, incluso, representa en ellas el fondo del mar. A muchos no les gustan y le piden que repita el trabajo. Pero eso no le importa a Julián, porque ha descubierto que pintar peces es mucho más bonito y más difícil que pescarlos y también vende sus pinturas los sábados en el mercado. No gana mucho, pero prefiere este nuevo modo de ganarse el pan.
Había una vez un arquero desdichado. Tenía la mala fortuna de dar siempre en el lugar equivocado. No es que no tuviera puntería. Estaba considerado entre los mejores arqueros del reino. En sus inicios había sido vencedor de los más importantes torneos y había conseguido forjarse un nombre de prestigio.
Pero desde hacía un tiempo, en el momento en que la cuerda alcanzaba su punto de máxima tensión y la flecha estaba perfectamente orientada hacia el centro de la diana, algo lo desviaba de su objetivo y las flechas se dirigían hacia un destino errado.
Un día ocurrió algo inesperadamente trágico. El arquero se hallaba en los jardines de palacio preparándose para la próxima competición. Contuvo la respiración. Cerró el ojo derecho mientras se tensaba la cuerda. Permaneció unos segundos, concentradísimo, apuntando hacia el centro. No podía fallar. Se sabía bajo la mirada de los reyes y la princesa. Concentró todas sus energías en la punta de la flecha y disparó. Algo extraño, una ráfaga de viento, un sutil desajuste en el eje vertical en el momento de soltar la flecha, provocó un leve desvío en su trayectoria y, por desgracia, la flecha fue a rozar ligeramente el brazo de la princesa, que en aquel momento avanzaba por el camino de piedras blancas que se hallaba a unos metros del lugar.
Nunca antes había ocurrido algo así.
Nadie hubiera podido pensar que caminar por el sendero junto a los entrenamientos de los arqueros mejor preparados del reino pudiera entrañar algún tipo de peligro. El roce de la flecha en su brazo desnudo provocó una herida en su piel, que era blanca y delicada como la piel de casi todas las princesas; y al ver el rojo de la sangre derramarse suavemente sobre el suelo, se le nubló la vista y cayó desplomada a tierra para escándalo de todos los cortesanos y cortesanas y del rey y de la reina, que observaban la escena desde el balcón.
El arquero permaneció mudo e inmóvil durante unos segundos, y la vergüenza que sintió en aquel momento fue tan grande que estuvo a punto de escapar por la verja del jardín para no regresar nunca más. Se aproximó, sin embargo, hacia el cuerpo inerte que yacía en el suelo y lo tomó entre sus brazos con la intención de llevarlo frente a los reyes.
Pasaron unos días y la princesa se sumió en una extraña enfermedad. Tenía temblores por todo el cuerpo y una fiebre muy alta, hasta el punto de que empezó a correr el rumor en palacio de que la punta de la flecha del arquero estaba envenenada y que este había querido acabar con su vida. Al rey y a la reina les costaba creer que uno de sus arqueros más antiguos hubiera podido ser preso de tal perversidad, pero con tal de preservar la seguridad de su única hija se vieron obligados a alejarlo de la corte.
Enfurecido consigo mismo por aquel imperdonable error y preocupado por el desequilibrio que lo había asediado en los últimos tiempos, el arquero decidió internarse en el bosque y dejar que lo devoraran las fieras, arrojando el arco y la flecha a un lado del camino, con la esperanza de que las lluvias y el paso del tiempo los destruyeran para siempre.
Pasaron varios meses y nadie volvió a saber nada del desdichado arquero. La princesa recuperó su salud lentamente, y la alegría volvió a reinar en palacio.
Un día, para celebrarlo, el rey decidió organizar una cacería: quería ofrecer un ciervo recién cazado para celebrar que la serenidad había regresado y que de nuevo podían respirar tranquilos. El cortejo avanzaba en fila india por el bosque: hombres, perros, caballos, caminaban en silencio agudizando la atención. Una rama al quebrarse, el leve crujir de las hojas, una suave respiración podían ser indicios de que la presa se hallaba cerca.
Y de pronto ocurrió.
Alguien escuchó una rama quebrarse bajo el pie de un animal y todos permanecieron estáticos, callados, mientras intentaban localizar el lugar de donde venía aquel sonido. Volvió a escucharse un paso y todos se volvieron hacia allí, esperado una orden. Hasta que, finalmente, uno se decidió a disparar. Se escuchó un grito humano, profundo y desgarrador, y todos corrieron hacia el lugar donde se hallaba la presa. Allí, tumbado en el suelo, yacía el arquero, con la barba, el pelo y las uñas largos, y con aspecto de bestia. Respiraba todavía.
Lo llevaron a palacio, y prepararon del mejor modo posible la misma habitación que había ocupado hasta el día fatídico del accidente. Su aposento había permanecido intacto. Sin embargo, en el momento de limpiarlo y preparar su lecho, descubrieron que allí, entre los leños que componían la estructura de la cama, habitaba una pequeña serpiente, enroscada en sí misma. Probablemente había vivido allí durante todo aquel tiempo. Probablemente hubiera sido ella quien provocara el desequilibrio en el mejor arquero del reino y quizá su veneno hubiera causado la enfermedad de la princesa.
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