Suelen alzarse al alba y caminan juntos por la ciudad antes de emprender sus respectivos trabajos. Comparten un café con leche y un croissant , mientras leen el periódico y miran por la ventana cómo la ciudad se despierta y se llena de rumores nuevos, desconocidos. Se despiden con un beso y no vuelven a encontrarse hasta la hora de cenar.
Pero les basta eso.
Les bastan esas tres horas matutinas para sentirse acompañados durante todo el día.
Hoy hace ya treinta y seis años que se casaron.
Silvia le ha preparado a Luis una sorpresa y se levanta una hora antes de lo habitual. Fuera está todavía muy oscuro. Hace ya mucho tiempo que los niños se han ido a vivir a otro lugar, pero todavía hoy, cuando pasa delante de la puerta de su cuarto, le parece escucharlos respirar.
Se sienta sola a la mesa de la cocina mientras prepara un café y se dispone a escribir una carta. No es una fecha especialmente significativa. No marca un cambio de década, no son las bodas de plata, y para las de oro todavía queda. Pero esta vez siente que tiene que hacer algo especial. Quiere decirle a Luis cuánto la tranquiliza saberlo a su lado. La seguridad que le da escuchar su respiración por las noches, aunque a veces le molesten un poco sus ronquidos, y saber que la espera siempre en casa cuando regresa del trabajo. Porque ella vuelve siempre un poco más tarde y, por eso, se han acostumbrado a que él se ocupe casi siempre de cocinar. A veces, durante el fin de semana, lo hace ella. Pero él siempre se lamenta porque dice que los platos de Silvia o son demasiado sosos o tienen demasiada sal. Y estas pequeñas cosas les ayudan a cultivar cariño mutuo y paciencia.
No le ha comprado ningún regalo, pero quiere darle una sorpresa. Lo llevará con los ojos cerrados al parque en el que se conocieron y allí le dará la carta y lo besará como aquella primera vez. Pero le dirá que no la abra hasta al cabo de algunos años. Así, mantendrá una especie de misterio en el aire que ayudará todavía más a reforzar esta peculiar relación en la que prescinden de casi todo sabiendo ambos cuánto se necesitan.
Escribe lentamente sobre la mesa de la cocina con la Mont Blanc que le regaló la madre de Luis el día de su boda. Escribe despacio porque le gusta escuchar el rumor de la tinta sobre el papel, como si fuera una canción similar al goteo de la lluvia sobre el cristal de la ventana. Escuchando este sonido tan leve, le parece que escucha mejor el flujo de sus pensamientos y que las palabras se vierten con más sinceridad.
Sin quererlo, empieza a evocar recuerdos de juventud. Lo recuerda en la universidad, cuando ella lo esperaba todos los viernes a la salida. Lo recuerda con un sombrero de paja sentado sobre una roca frente a la orilla del río, cuando iban juntos a pescar. Lo recuerda con sus instrumentos de escalada y sus botas de excursionista o intentado montar la tienda de campaña que aquella misma noche se les cayó encima. Recuerda su rostro casi asustado el día en que nacieron los gemelos y su torpeza inicial cuando cambiaron la leche por la papilla. Y casi se conmueve al recordar el día en que los ayudaron a hacer las mudanzas para irse a estudiar a otra ciudad.
Cierra lentamente el sobre después de haber introducido la carta perfectamente doblada en su interior, se la guarda en el bolso y se dispone a ir a despertarlo. Pero hoy Luis parece atrapado en un sueño profundo y es más difícil que otras veces arrancarlo de su descanso. Silvia le da un par de golpes en el hombro y le abre la persiana de la habitación mientras se dispone a darse una ducha. Es todavía temprano, pero quiere tener tiempo de sobra para realizar su pequeño ritual. Al regresar de la ducha, Luis todavía duerme y Silvia se empieza a impacientar. Enciende la radio y abre la ventana de par en par. Sale de la habitación gritándole medio en broma que, si en cinco minutos no está levantado, se divorcia, y se va a la cocina a preparar un segundo café.
Pero Silvia todavía no sabe que Luis ha cerrado los ojos para siempre, y que ni esta noche, ni la siguiente, ni tampoco la otra, estará esperándola en casa a la hora de cenar.
Se corrió el telón a las doce en punto de la noche.
Los espectadores se dispusieron a caminar hacia la salida, aglomerados unos detrás de otros, impacientes por volver a sentir el contacto con el mundo exterior. La función había sido angustiante. Nunca se habían visto muestras de tal violencia en el escenario. Más de un espectador se había levantado antes de que terminase y había abandonado la sala escandalizado.
Yo permanecí quieta en la butaca, hasta que la sala estuvo completamente vacía. Se seguían escuchando las voces entre bastidores: risas, alguien que tarareaba una canción mientras recogía las cosas… El técnico de sonido, un chico joven y ágil, empezó a ordenar los cables esparcidos sobre la escena; y de pronto, me miró.
—¿Te ha gustado tanto la función que no puedes moverte?
Me costó darme cuenta de que se estaba dirigiendo a mí.
—No, no es eso. —Me levanté despacio.
Por detrás de las cortinas de terciopelo verde me pareció intuir algo así como una nube de humo, y un hombre con gabardina y sombrero apareció lentamente y se movió con elegancia sobre el escenario, como si se situase a varios centímetros del suelo. El técnico de sonido seguía su trabajo, agitado y sudoroso, y parecía casi exaltado en contraste con los movimientos parsimoniosos del director.
Porque era el director.
—Yo soy José Luis Blanco —dijo de pronto tendiéndole la mano a la hermosa mujer que en aquel momento subía los cuatro peldaños de madera que comunicaban la platea con la tarima.
—Si le ha gustado, el papel principal es suyo. Nuestra actriz ha tenido que pedir la baja por maternidad y esta ha sido su última actuación, pero no podemos suspender la función durante todo este tiempo. Usted, si quiere, puede sustituirla, por eso la he invitado.
Nadie parecía haber reparado en mi presencia.
La mujer tenía una voz áspera y grave, como de mujer barbuda en un circo de los años treinta.
—Gracias. No me disgusta. Pero hay solamente un inconveniente: yo nunca me desnudo en público.
El director la miró de arriba abajo, examinándola. Luego habló midiendo bien las palabras, en un tono suave y lleno de autoridad.
—Pero esa es la escena principal, no podemos saltarla.
—En ese caso, tendrá que buscarse a otra persona. Lo siento mucho.
El hombre permaneció unos segundos callado. El tono firme de la mujer lo había dejado desarmado y enmudecido.
De pronto ambos volvieron su rostro hacia mí.
—Y usted, ¿quién es?
Dijo disimulando, sin lograrlo, una especie de suspicacia y enfado.
—Nadie —dije yo—. Yo no soy nadie.
—Mejor —dijo lentamente la mujer, que ahora descendía los cuatro peldaños con la misma dignidad con que los había ascendido—. Si fueras alguien, tendrías menos posibilidades. Nadie puede ser todo.
—Ya —le dije yo encogiéndome de hombros mientras me alejaba lentamente de la butaca y me acercaba a saludarla—, pero es que yo no quiero ser nada.
El director se quitó sus inmensas gafas de pasta y me escrutó con ojos chispeantes, que parecían un punto de luz en la oscuridad.
—¿Tú estás dispuesta a desnudarte? —me dijo entonces como un médico que ha de medir la presión de un paciente muy grave.
Volví a encogerme de hombros.
—El problema es que mi cuerpo no encaja con la función —respondí finalmente.
—En ese caso —dijo dirigiéndose de nuevo a la mujer— tendremos que contratar a otra persona, alguien que pueda sustituirte en esa escena.
Se quedaron ambos muy pensativos y, en el momento en que me daba media vuelta para abandonar el lugar, el director volvió a dirigirse hacia mí.
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