Son sus nuevas colonias. No sabe cuánto tiempo van a durar. Pero mientras lo hagan, se dice, bienvenidos sean todos los paisajes nuevos que se ven desde la ventana del tren, bienvenidas las nuevas miradas, los nuevos olores, las nuevas sonrisas. Bienvenida de nuevo esta perpetua sensación de desplazamiento y de ignorancia, esta constante lucha contra los propios límites.
Y quizá, el día en que realmente pueda sentirse en casa, el día en que pueda decir sin engañarse a sí mismo que de verdad se siente en casa en todas partes (y no que no se siente en casa en ningún lugar como realmente ocurre), ese día, esté donde esté, seguramente le habrá llegado la hora de partir definitivamente.
Así es la vida.
«Más vale un corazón discreto que un corazón exaltado», me decía todas las mañanas mi abuela mientras nos sentábamos con un café a la mesa de la cocina. «Que no te pase como a tu padre, cariño, que se perdió».
Tuvieron que pasar muchos años para que comprendiera lo que me decía mi abuela mientras tomábamos café antes de ir a la escuela.
Y todavía hoy no sé si lo comprendo del todo.
Mi padre era un hombre extraño. Hacía tiempo que no vivía con nosotras porque, decían, se había ido a vivir lejos. Sobre la mesilla de noche de mi madre había una fotografía. Ella no lo sabía, pero cuando me quedaba sola en casa, la miraba durante horas en silencio. Un día mi abuela me descubrió. «¡Qué haces, Serena!», me dijo. «Nada», respondí yo.
Crecí con la compañía de un padre imaginario. Porque no era su ausencia lo que realmente se vivía en mi casa, sino la imposibilidad de olvidarlo. Como si ese acto de abandonarnos y de «marcharse lejos», como solían decirme, hubiera perpetuado su presencia entre nosotras.
Mi abuelo había muerto pocos años atrás. Así que en casa éramos solamente mi abuela, mi madre y yo. Y mi padre imaginario. Era un hombre alto y corpulento, de manos enormes, capaces de reparar armarios, estanterías, mesas. Era un hombre peligroso al que había que temer. Un hombre ausente, lejano, con un corazón exaltado. Crecí con él en la imaginación; su silueta se dibujó dentro de mí como una sombra proyectada en el jardín. Pero no se podía preguntar. Él estaba siempre presente como modelo de lo que no había que hacer. Pero no se podía solicitar ningún dato verídico, real, concreto.
La sombra del ciprés de mi jardín fue creciendo con los años, a medida que el árbol bebía los minerales de la tierra que prolongaban sus raíces hacia el fondo. Había llovido mucho aquel año y el jardín estaba más verde que nunca. En el centro había un viejo pozo cubierto por una tapa de madera, ahora ya desgastada por la humedad y la carcoma. Yo tendría apenas unos doce años de edad.
Imaginé, en mis juegos solitarios de domingo, que en realidad mi padre había permanecido escondido allí dentro durante todo ese tiempo.
Era la hora de la siesta, mi madre miraba un western y mi abuela dormía. Era una calurosa tarde de verano. Las cigarras cantaban una canción silenciosa, constante y aburrida. Miré a través del agujero de la tapa de madera que cubría la superficie del pozo, y me pareció ver reflejos de agua en el fondo. Sentí miedo. Tuve miedo porque una voz dentro de mí me decía que la abriera y descubriera qué había al otro lado. Tuve miedo porque sabía que tenía que demostrarme a mí misma lo valiente que era. Y decidí superarlo.
En las paredes del pozo había peldañitos de hierro que conducían hacia el fondo, allí donde se intuían reflejos remotos de agua. Las paredes estaban recubiertas de moho. Sentí que algo nunca experimentado ocurría en el momento en que tiré una piedrecita y la escuché rebotar contra los muros helados. Descendí lentamente y con cuidado. Asustadísima. El corazón me latía a mil y todo el tiempo quería volver a la luz del día. Pero sabía que, si llegaba hasta el fondo, regresaría más fuerte. No se lo contaría a nadie y me reservaría aquella proeza tan solo para mí. Además, si encontraba a mi padre imaginario, ya nunca más podrían decirme lo malo que había sido, lo perdido que estaba. Seguí descendiendo despacio, con la respiración cortada y contenida. Imaginé la brisa del verano que acariciaba los hierbajos en el jardín y quise notar su tacto caliente en mis cabellos. Pero no había marcha atrás.
Cuando llegué al último peldaño me pareció percibir la presencia de alguien o algo allí. Seguramente aquel algo o alguien estaría tan asustado o más que yo. Permanecí muy quieta. En silencio. A la escucha. Había llenado mis bolsillos de piedrecitas, para tirarlas al agua, por si acaso. Y al tirar una de ellas noté que ese algo saltaba sobre el agua, produciendo una leve ondulación.
¿Podéis imaginar mi decepción cuando descubrí que lo que había en el fondo del pozo era un sapo?
Mi tía me hacía cortar el césped todas las semanas. En verano crecía muy deprisa. Lo cortaba al alba o a la hora del atardecer, cuando las luces del día eran más diáfanas y los rayos del sol no me quemaban la piel. A ella le gustaba cortarlo según un orden preciso. Empezaba por un lado y seguía siempre el mismo recorrido, colocando una línea a continuación de la otra, como para no quebrantar el orden natural en que las cosas deben ser hechas.
Pero yo era incapaz. Intentaba hacerlo del modo justo, al principio, pero no tardaba en cansarme y acababa por hacerlo todo al revés. Empezaba cortando dos hileras perfectamente rectas, una detrás de la otra, pero entonces, en algún momento, el cable se me enredaba en el cuerpo y tenía que detener la máquina para colocarlo de nuevo en su lugar. Entonces empezaba a trazar un itinerario distinto, y en vez de ver todo el jardín en conjunto me centraba en una de las esquinas, y en vez de hacer todo el recorrido de arriba abajo una sola vez, lo hacía diversas veces y a trocitos, y tenía siempre la sensación de que no había conseguido poner en equilibrio todos los yerbajos, como un peluquero que hiciera un corte equivocado y desigual y no tuviera modo de repararlo. Imaginaba el césped del jardín como una gran cabeza rapada. Pero cada vez que la miraba, quedaban al menos varios mechones de pelo que nunca llegaba a cortar de un modo del todo igual.
Por suerte mi tía no se quedaba mirando el proceso. Se retiraba con sus quehaceres y me delegaba la responsabilidad. A veces se quejaba porque escuchaba apagarse la máquina a menudo. Pero su intervención no pasaba de los dos o tres segundos en que la veía asomar la cabeza desde el otro lado y preguntarme si estaba todo bien.
Con el tiempo he sabido, sin embargo, que mi tía espiaba mis movimientos. Conocía mi torpeza y sabía cuán difícil me resultaba cortar el césped de una manera normal. Sé que me veía enredarme en el cable y dar vueltas en círculos extraños con la máquina por su jardín. Lo sé porque me lo ha dicho mi primo, que se divertía contemplando la escena. Pero ella me dejaba hacer. Y cada vez que terminaba, cuando finalmente parecía que todo había recuperado su equilibrio inicial, salía a felicitarme y a darme las gracias.
Nunca me dijo que lo había hecho mal.
Nunca intentó corregir mi método.
Pero sé que me espiaba y sufría porque era en realidad muy maniática con sus cosas.
Todavía no he logrado comprender el motivo que se esconde detrás de su actitud; por qué no me hacía reproches, a pesar de que le dolía ver que su césped era víctima de mi sacrilegio. Pero intuyo que, en aquel silencio discreto, en aquella capacidad para dejar que me equivocara, se esconde una suerte de grandeza. Y hoy, al recordarlo, no puedo sino estarle enormemente agradecido.
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