Desconocemos cómo finalizó la historia del arquero. No sabemos si sobrevivió al disparo o murió, si recuperó el equilibrio y volvió a ser la estrella de los torneos, o sucumbió para siempre a la enfermedad. Pero esta historia nos advierte de un peligro que a todos nos acecha: el de albergar una serpiente enroscada bajo nuestro lecho que, por las noches, corroe lentamente nuestras vidas.
Y, ahora que lo sabemos: atención.
La primera vez que lo vi no tendría más de cuatro años. Habíamos ido a la playa con mis padres y mis hermanos. Era ya la hora del atardecer y ellos habían regresado a la casa. Solamente quedábamos mi madre y yo. Ella estaba tumbada a mi lado con los ojos cerrados, mientras se secaba al sol.
De pronto, sobre la arena de la playa, vi una especie de pie de rana. Yo estaba construyendo castillos con mi cubo, muy concentrado. Es uno de los primeros recuerdos que tengo; pero lo recuerdo muy bien. Me asustó ver un pie gigante de anfibio a pocos metros de mí, y corrí adonde estaba mi madre. Grité. Ella se incorporó, sobresaltada, y miró hacia donde yo le indicaba.
Era una criatura vestida de azul, con ojos grandes y transparentes, dos alas en forma de cohetes y algas que le colgaban a los lados. «Es solo un buzo, cariño», me dijo mi madre con una hermosa sonrisa. Eso me tranquilizó. Imaginé que «buzo» era alguien de otro país, de una raza nueva, distinta, que yo no había visto nunca antes. Y empecé a soñar con ir algún día, de mayor, a la tierra donde viven los buzos.
Crecí y mi padre me obligó a estudiar medicina. El recuerdo del buzo se fue apagando lentamente dentro de mí, y con los años olvidé que en otro tiempo había pensado que los buzos son especies distintas de humanos.
Hasta el día en que la conocí.
Le había explotado una bombona y la trajeron de urgencias. Era una mujer muy bella. No solamente por su piel morena y sus cabellos dorados por el sol y la sal, sino sobre todo por la intensidad de su mirada, acostumbrada a observar el fondo del mar.
Pudimos salvarle la vida. Sus pupilas eran de un color turquesa azulado, y su mirada reflejaba lo que la mayor parte de los mortales no estamos acostumbrados a ver.
Decidí hacer un curso de submarinismo aquel mismo verano. Aunque me dijeron que era un proceso largo. Lo que más me impresionó al principio fue escuchar mi propia respiración bajo el agua. El primer descenso fue de poquísimos metros, pero ya allí empecé a contemplar alguna de las maravillas que se escondían tras aquel pie de anfibio que había visto sobre la arena de la playa muchos años atrás.
No puedo explicaros lo que vi porque tenéis que verlo vosotros mismos.
Puedo deciros lo hermosas que son las estrellas de mar, los caballitos, los bancos de peces de colores que cortan el fondo del agua como los pájaros cortan las nubes del cielo. Puedo deciros lo inquietante que es observar el movimiento pausado de los pulpos entre las rocas, la sinuosidad de las morenas, la parsimonia del pez luna.
Puedo contaros de la infinidad de algas que crecen entre las rocas, del infinito mundo vegetal que se esconde bajo la superficie del agua, de la música silenciosa del coral.
Puedo contaros tantas cosas.
Pero en realidad, lo único que me interesa es la historia de cómo un niño pequeño supo intuir la inmensidad construyendo castillos de arena.
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