Porque si lo ves, si puedes llegar a verlo, aunque sea solo un segundo, tengo la convicción de que, de un modo u otro, tu respuesta me llegará; en el canto de un mirlo, en la naturaleza, o en las ciudades que lentamente desnudarán sus calles de los ruidos y darán paso al suave murmullo que, ya entonces, empezaba a latir desde el rincón más secreto y oscuro de tu habitación.
—No puedo —me dijo Aurora mientras bajábamos las escaleras de caracol—. Te prometo que no puedo.
Aurora llevaba un vestido largo de color azul eléctrico. Era su primera aparición en público y sabía que no podía fallar. Se había preparado durante todo el invierno, y el público la esperaba impaciente porque nos habíamos encargado de convencer al mundo de que era la mejor.
Al llegar al final de las escaleras, Aurora se detuvo en seco, me miró con una furia en las pupilas que no le había visto nunca y me dijo:
—Lo siento.
A partir de aquel momento todo se precipitó.
Dio media vuelta y ascendió por las escaleras tan deprisa que no tuve siquiera tiempo de alcanzarla. Cuando llegué al piso superior revisé todas las habitaciones, una a una. Ni rastro. De pronto me pareció escuchar un rumor desde el balcón. Había saltado. Pero no parecía haberse hecho daño, porque la vi correr y perderse por detrás de los setos del jardín.
No volví a saber nada más de ella. La buscamos por todas partes. Llamamos a la policía. Fue en vano. Nunca más regresó a la casa. No mandó noticias: ni una carta, ni un mensaje, ni un correo electrónico. Nada. Su teléfono lo había dejado sobre la mesa del camerino, como una señal de la ausencia que iba a llenar a partir de aquel momento toda mi vida.
Pasaron los años y me sumí en una especie de niebla densa y pesada. Dejé de salir con mis amigos. No busqué una nueva mujer. Me encerré en un trabajo febril que llenaba el vacío de mis días. Empecé a descuidar mi aspecto. Me diagnosticaron una depresión y empezaron a medicarme, pero la situación no mejoraba.
Finalmente, decidí cambiar de ubicación.
Abandoné aquella vieja y lujosa casa y dejé definitivamente atrás la ciudad.
Me instalé en un pueblecito de la costa. Era la casa de un pescador anciano que había fallecido pocos días atrás. Tenía solamente un salón pequeño con vistas al muelle, una habitación con un camastro y un baño con una ventanilla de submarino.
Me habían dicho que tuviera cuidado con los escorpiones, porque había mucha humedad. Las ventanas habría que cambiarlas dentro de poco tiempo, porque estaban muy desgastadas por el salitre. A veces, si subía la marea y llegaban lluvias muy fuertes, el agua de las olas alcanzaba el cristal.
Lo único que realmente me sorprendió en el momento en que me instalé en aquella vieja casa, fue descubrir una increíble colección de minerales cuidadosamente guardada en un cajón. Eran minerales auténticos, sin pulir, pedazos arrancados del interior de la roca. Estaban envueltos en papel de periódico. Había minerales de todo tipo: cuarzo, ágata, pirita, granito y amatista. Seguramente el pescador los había olvidado allí. Quién sabe si los recordaba en el momento de morir. Quizá no tuviera ya ningún conocido o pariente a quien regalárselos.
Decidí dejar aquellos minerales donde los había encontrado. Pero una tarde, pasados un par de meses, una vez reparadas las ventanas y desinfectada la casa para protegerme de los escorpiones, los volví a abrir.
Era una soleada tarde de domingo. Soplaba una fuerte tramontana que aquietaba los primeros calores del verano. Destapé los minerales uno a uno y los dispuse sobre la mesilla de madera que estaba frente al sofá del salón.
Las crestas espumosas de las olas cortaban la superficie del mar como espadas de acero. Permanecí unos segundos en silencio frente a los minerales y de pronto uno de ellos atrajo particularmente mi atención. Era de color azul. El mismo color azul del vestido que llevaba Aurora el día en que la vi desaparecer por detrás del seto del jardín para siempre. El mismo azul eléctrico que en ocasiones teñía el crepúsculo.
Empecé a recordarla de nuevo.
Yo, que tanto me había esforzado por borrar de mi mente su recuerdo.
Recordé su vestido y su caminar a un tiempo ágil y elegante. Recordé sus ojos de color verde esmeralda que me miraban a veces con curiosidad, a veces con ternura, pero a menudo con angustia y pavor. Recordé el perfume de su cuerpo y el tacto de su piel seca y fina. Pensé que tal vez un lugar como este habría sido mejor para ella.
Pero yo estaba convencido de que ella había nacido para ser una estrella. La había imaginado resplandecer bajo la mirada de un público maravillado. Podía oír los aplausos y la sonrisa luminosa que entonces encendía su rostro. Imaginaba aquellos ojos angustiados que de pronto me miraban con reconocimiento y gratitud.
Entonces, al contemplar aquel azul que había teñido la piedra de forma totalmente natural, me dije que la luz de Aurora nada tenía que ver con la luz de las estrellas: se parecía más a la luz silenciosa y profunda que crece en el interior de la tierra y da origen a una piedra preciosa, destinada a durar en el tiempo más que el resplandor de nuestros mejores artistas.
Alcé la mirada lentamente y de pronto me di cuenta de que sobre la vieja cómoda agujerada por la carcoma había un libro de Virginia Woolf. Era una de sus escritoras preferidas.
Al abrirlo me sorprendió encontrar un viejo recorte de periódico, ya amarillento por el paso del tiempo y la humedad. Pertenecía a un periódico local. En la esquina superior izquierda, parcialmente rota, se leía el inicio de una fecha, indicando que era viernes. El día y el año habían desaparecido con el fragmento de papel que faltaba. La noticia cubría toda la página.
MUERE MUJER EN EL ANONIMATO
En el centro de la página una imagen en blanco y negro de Aurora, con una mirada intensa y una sonrisa radiante.
Doblé el recorte de periódico, lo metí cuidadosamente en el libro y entonces, por primera vez en los veinte años transcurridos desde que Aurora desapareciera por detrás del balcón de nuestra habitación, me puse a llorar.
Alguien daba golpes constantes de martillo a los clavos de su cabeza.
Era un caballo de madera, de los que fascinaban antaño a los niños. El artesano que lo había creado estaba orgulloso de él. Tanto, que nunca lo daba por acabado. Estaba siempre a la espera, en el mejor lugar del escaparate. Pero por la noche, cuando su mujer se retiraba a dormir, lo sacaba lentamente y se lo llevaba al taller. Siempre había algún detalle del que no estaba satisfecho. Y la criatura, incapaz de lamentarse y de articular palabra, sufría en silencio.
Una noche, un niño que caminaba cogido de la mano de su madre se paró frente al escaparate. Era una noche de invierno. Nevaba y las calles estaban recubiertas de una especie de hielo azul.
Era tarde y todos dormían.
En la calle desierta, solamente el escaparate iluminado esperaba a que alguien lo viera.
Abrió su ojo negro incrustado en la madera, todavía dolorido por el trabajo de su creador, que lo había depositado de nuevo allí solo unas horas antes, y vio cómo el niño y la madre, que lo miraban con luz en el rostro, tiritaban de frío al otro lado del cristal. Hubiera querido decirles algo. Hubiera deseado estar vivo solo para consolarlos.
¿Qué hacían allí afuera, a aquellas horas de la noche, en una noche tan fría?
¿Tendrían un lugar donde cobijarse?
¿Habrían comido?
El niño profirió una tos seca y la madre lo cubrió con su abrigo, con sus manos cortadas, temblorosas. Un maletín de piel, muy antiguo, que reposaba en el suelo, hizo imaginar al caballito que venían de la estación. La estación no estaba lejos.
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