¿De dónde vendrían?
¿Hacia dónde se dirigían?
Vio cómo la madre le decía algo al niño con ternura, y se alejaron lentamente por la calle desierta, abrazados bajo la luz dorada de un farol.
Llegaron días extraños. Pasaban las horas y nadie venía a cambiarlo de sitio, a golpear su cuerpo seco de madera de pino con más clavos, intentando arrancarle lo mejor de sí. De vez en cuando entraba algún cliente en la tienda, y le lanzaban miradas indiferentes, más atraídas por el vestido de lentejuelas sobre el maniquí que descansaba a su lado.
Un atardecer, después de escuchar el chirriar de las persianas metálicas que separaban la tienda del mundo al cerrarse, se escuchó un sollozo en la penumbra. El ojo del caballito permanecía atento; sobre la superficie negra del ágata con la que había sido tallado, brillaba la luz de la farola que alumbraba las calles en el exterior.
Intentó escrutar la oscuridad y le pareció intuir una silueta femenina recortada al fondo. Estaba sentada en una silla de mimbre y cosía un vestido negro con sus manos ancianas. Se pinchó el dedo índice con la aguja y empezó a sangrar. El caballito pensó en su creador, recordó las manos callosas cubiertas por finos cabellos blancos. Todavía quedaban impresas en su cuerpo las cicatrices. Todavía sentía el dolor por los largos trabajos. Y en aquel momento comprendió que nunca más volvería a verlo, que su creador había abandonado este mundo.
La tienda permaneció en silencio y a oscuras durante un tiempo. Solamente la luz del escaparate, siempre encendida, recordaba su presencia a los viandantes. Siguieron días de frío y nieve. Y también el caballito empezó a sentir la soledad del invierno.
La tercera noche de espera abrió un ojo sobresaltado y vio un zapato viejo y gastado sobre la acera. Luego, el rostro del niño que viera pocos días atrás. Tenía restos de carbón en el rostro y los cabellos castaños, sucios y despeinados. Esta vez no iba con su madre. Apoyaba sus manos sobre el cristal y su aliento caliente dejaba un rastro blanco sobre el frío. En ese momento el caballo comprendió que aquel era seguramente el único amigo que tenía en el mundo. No le hacía falta saber nada de él, ni de su vida, ni de su pasado. Ni siquiera su nombre. Le bastaban esos ojos profundos y esas manos pequeñas apoyadas sobre el cristal. Le bastaba su aliento cálido en la noche más fría de aquel invierno, la señal más certera de un anhelo sincero y puro.
El niño dibujó un círculo sobre su propio vapor, y dentro del círculo una cruz. El caballito hizo un esfuerzo y consiguió lo único que era capaz de hacer: balancearse suavemente sobre la superficie curva de sus patas. Y de un modo que solamente ellos conocen, ambos supieron que aquel había sido un acto real de comunicación.
Eso les bastó para sobrevivir al invierno.
A Borja no le gustaban nada las cerezas. Lo único que le divertía era colgárselas en las orejas y aparecer, de improviso, en la habitación de su hermana pequeña. Era un juego que compartían desde niños. Él fingía ser un monstruo y entraba así, gruñendo y gritando. Y solían acabar entre risas.
Pero una noche todo cambió. Lisa estaba muy concentrada leyendo y no se esperaba la aparición de su hermano con las cerezas a aquellas horas. Los padres habían salido a cenar, y estaban solos en la casa. Aquella vez Borja se había preparado un espectáculo impresionante. Se había colocado las cerezas, como siempre, colgando de las orejas, pero además se había puesto unos cuernos en la cabeza y vestido de buzo.
Lisa leía recostada sobre la cabecera de la cama, con la luz de la mesilla de noche encendida. Era un cuento de su abuela en el que se narraba la historia de un príncipe que escapaba de palacio para ir en busca de su amada Mariposa, la única mujer en todo el reino que disponía de alas. Pero para llegar hasta ella el príncipe tenía que atravesar muchos peligros, no podía detenerse, ni mirar atrás, ni siquiera podía socorrer a un mendigo o a un hombre herido si se los cruzaba en el camino. Tan enfrascada estaba en la lectura, que no se dio cuenta de cómo su hermano atravesaba sigiloso el umbral de su habitación y se colocaba silenciosamente en la cabecera de la cama, conteniendo la respiración.
Lisa leía y leía.
El libro era bastante corto, y al cabo de quince minutos lo acabó. Luego apagó la luz dispuesta a entregarse a un sueño plácido y profundo.
Fue entonces cuando Borja pasó al ataque. En el momento en que su hermana empezaba a atravesar el umbral del sueño, decidió aparecer en escena haciendo ver que la estrangulaba, y gritando, como siempre, con la voz amplificada y deformada por el tubo de bucear que se había colocado en los labios.
Lisa tuvo un sobresalto.
No se puso a reír o a gritar como hiciera otras veces. Permaneció en absoluto silencio. Y solo al cabo de unos minutos, Borja se dio cuenta de que aquella reacción no era normal. Su hermana estaba lívida. No movía ni un músculo. Sus ojos miraban hacia el techo, como si hubieran sido testigos de una terrible alucinación. Borja se quitó las gafas y el tubo de buzo. Depositó las cerezas en la mesilla de noche. Tiró al suelo los cuernos que se había colocado en la cabeza y empezó a agitar a su hermana pronunciando su nombre con pavor.
¡Lisa! ¡Lisa!
Pero la niña no respondía.
Cuando al cabo de media hora llegaron los padres en respuesta a la llamada desesperada de Borja, la niña seguía exactamente en la misma posición.
La llevaron al hospital, donde estuvo ingresada tres días y tres noches.
Finalmente, por suerte, despertó.
Había sufrido una parálisis temporal a causa del susto.
Con el paso de los días fue saliendo de su estado letárgico. Regresó el color a sus mejillas y desapareció de sus ojos la expresión de pavor.
Y, con los años, este pequeño incidente infantil ha dejado una huella imborrable: ya nadie come cerezas en su familia.
Podría haber sido peor.
De pequeño lo mandaban siempre de colonias. Primero a las colonias francesas, todos los veranos durante cuatro años consecutivos. Luego a las americanas, desde los catorce años. «Los niños tienen que aprender idiomas y a vivir en el extranjero», decían.
Al principio nunca quería marcharse. Al final nunca quería volver.
Pero siempre volvía, por supuesto, y la clásica routine postvacacional retomaba su curso como todos los años inundando las horas de tedio.
Un día, ya más mayor, se marchó de colonias por un tiempo y nunca más regresó. Tan bien aprendió a vivir en el extranjero, que no volvió, ni aprendió nunca a apropiarse de su propia tierra.
Ha vivido, desde entonces, en una especie de condición perpetua de destierro, buscando raíces, dentro y fuera de sí mismo, sin encontrarlas. Quizá porque durante las colonias, en medio de las incomodidades, acabó por aficionarse a ese estar como desencajado, fuera de sitio. Quizá intuyera que en ese encontrarse fuera de lugar, algo lo aproximaba a un lugar que nada tiene que ver con la patria, pero que constituye una especie de patria interior. Aunque lo más probable es que todo esto no sea más que un modo romántico de justificar su exilio. Tal vez lo más honesto sea reconocer la realidad: que en su tierra se siente en exilio y, fuera de ella, también.
Hoy todavía permanece aquella sensación de aventura que no quería abandonar cada vez que lo volvían a meter en un avión de regreso a casa. El recuerdo de la intensidad con que vivía todo, consciente de un tiempo limitado.
Y así sigue viviendo ahora. Habita los lugares sabiendo que su tiempo en ellos se acaba, y así se ve casi obligado a saludar el momento, a respetarlo como respeta el cuadrado en el que apoya su cojín cada vez que se sienta a meditar.
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