Sebastián Bermúdez Zamudio - Setenil 1484

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Durante tres meses de convivencia conocerá de cerca a personajes que le enseñan la vida en la villa y las calles del pueblo, aunque tropezaría con una serie de tejemanejes que harán que la paz terminara en un enfrentamiento sangriento.La novela da a conocer la corte cristiana de manos de muy personajes conocidos ofreciendo las vivencias de su campamento desde dentro. Da cuenta de las cargas de las bombardas y sus posteriores disparos, mide distancia junto a la Artillería Real. El lector incluso llegará a sentir la lluvia en un asalto con escalas junto al gran Ortega y el marqués de Cádiz.La pluma de Sebastián Bermúdez Zamudio hace ajustar las ballestas para defender las torres y la almenada muralla del ataque rumí, al tiempo que hace posible escuchar poemas a través de la bella Zoraima e incluso vivir una historia de amor a escondidas. Sufrir y luchar, conocer y complacerse, vivir Setenil 1484.

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Subieron vino desde la villa, afrutado y suave, con cierto gusto a membrillo, igualmente llevaron a matanza treinta cerdos que allegó un joven en nombre de don Enrique Lozaina, este “don” era un terrateniente que se vendió primero al moro y luego al cristiano, junto a los cerdos envió quince corderos y cinco terneros. Todos fueron sacrificados y asados para los hombres que llevaban tres días a racionamiento y espadazo.

También llegaron mujeres de pago para la ocasión, siempre a escondidas de la reina que no permitía tales lances en la tropa, al menos en su presencia. Don Fernando, más comprensivo con la situación, aceptaba las necesidades de la soldadesca, comprendía que las tropas eran más agradecidas si se les premiaba con un gesto por parte de los mandos tras una victoria.

Antes de comer quise pasar a ver al Gran Capitán, quería tener noticias sobre su estado de ánimo, sufrió fuertes dolores lumbares durante el asalto y si le llegaron las noticias del malestar de la reina, que corrían como liebre en llano, seguramente podría encontrarse afectado.

Al llegar a la tienda me lo encontré dando buena cuenta de un codillo de cerdo recién guisado y bebiendo un vaso de vino, ese dulce de Málaga que tanto gustaba de tomar rebajado con un poco de agua, al verme me invitó a pasar.

—Toma asiento, Pedro, acompañadme en el almuerzo, ¡vamos mujeres! —le dijo al servicio—. Traedle vino a mi amigo y algo de comer.

—Gracias, amigo, bien me vendrá llenar el estómago pues a eso iba, vengo llegando de la reunión ahora, vaya mal rato el pasado.

Don Gonzalo rio a carcajadas y casi se atraganta con la carne.

—Pero mira que estuviste torpe, el carcamal del cardenal se adelantó y vino tras nosotros. Y eso que te guiñó el marqués, pero tu nada, allí embalsamado. Cuéntame cómo te ha ido, hace rato que creí habías terminado.

—Hace rato que pasé por aquí, pero os vi ocupado.

—Unos movimientos de manos de estas benditas señoras se agradecen, pero cuenta cómo ha salido todo.

—No sabría contestar a eso, la reina se ha indispuesto por unos momentos y tras hablar con don Fernando, ha decidido posponer la exposición de hechos para otro momento en caso de ser necesaria.

—¿Indispuesta? ¿Doña Isabel?

—Según el rey, parece cosa del embarazo, han llamado al médico y en esas me he me venido yo.

La noticia le cogió por sorpresa, cierto es que se encontró a la reina esa mañana de buen ver, pasó a saludarla nada más encontrar un hueco tras el descanso, antes de verme a mí. Y antes de salir ellos de la reunión su aspecto era el de una mujer con entereza y genio.

—Bueno, si está en manos de don Juan, seguro que sale todo bien, esperaré un poco y ahora me paso por la tienda del rey para saber noticias. Además, vendrá de camino la hija de una de las doncellas que es partera como su madre.

Trajeron comida pero los tres vasos de vino cerraron mi apetito, el Gran Capitán se recostó sobre un mullido catre que utilizaba de camilla donde las dos hermosas mozas esperaban para atender sus dolencias nuevamente. Soltó un buen suspiro y dejó caer sus fuertes brazos mientras le limpiaban heridas y rasguños, tomó postura relajada, varias marcas en su cuerpo indicaban la clase de hombre que era, una cicatriz le cruzaba el pecho y unas heridas sanadas en su espalda daban fe de su valentía. La pierna derecha, a la altura del muslo, lucía una extraña costura, recuerdo de la batalla de Albuera, un enemigo le desgarró la piel con una lanza y casi le alcanza el músculo, pudo costarle la pierna el lance, todo sucedió antes de segarle la cabeza con la espada al susodicho atrevido. Cuentan algunos que tras ese momento, atravesó el pecho de tres portugueses con su espada y terminó derribando y dejando malheridos a unos diez, el mismo don Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago, tuvo que pararlo antes de que acabara con el enemigo él solo.

—¿Gusta de un poco de alivio en los músculos, señor don Pedro? —me dijo picarón.

—No me encuentro tan oxidado como usted don Gonzalo.

Soltó una carcajada y me invitó a irme con un ademán de mano. Ya se apañaba solo con las mujeres, era de fama ganada en esas suertes. Continué el paseo encontrándome con varios soldados que jaleaban una pelea, el coro animaba con gritos y las apuestas de ganador generaban, entre los animosos espectadores, gran entusiasmo. Me fijé en cómo el señor don Juan de la Cosa se hallaba entre el público, gran marino según había oído, además de un gran cartógrafo y, también, un magnifico espía. Esos días se encontraba en Setenil por orden del rey, bajo propuesta de viajar hasta Lisboa para recabar información sobre una nueva travesía portuguesa.

Igualmente, los hermanos Martín y Francisco Pinzón se hallaban en el sitio bajo la sombra de un árbol que los cobijaba cercanos al lugar de la disputa. En las manos asían una buena jarra de vino cada uno mientras una joven, al parecer muy divertida, se dejaba hacer en su entrepierna cabalgando sobre los marinos. Se montaba cual yegua en celo, de uno a otro ante la mirada retorcida de un monje que los observaba, gente extraña estos marinos, gente de mar y no de tierra.

Ver a cuatro personajes como de la Cosa, los hermanos Pinzón y al contino Juan de Peñalosa, que andaba de cuentas con los reyes, todos reunidos en el mismo lugar, era normal esos días, muchos señores de la zona de Cádiz, Sevilla y Huelva acudieron para saludar a los reyes y felicitarlos por su victoria, más aún sabiendo de la presencia de doña Isabel.

El sonido de espadas chocando contra escudos, alentando a los luchadores, me devolvió a la realidad, por un momento quedé ensimismado en los pensamientos, dejando vagar mi mente por todo lo que iba entrelazando según caminaba. Un campamento, con unos ocho mil soldados, te confería momentos para la diversión y la soledad, pero también de amistad y obligación, aquí tenían cabida todos, desde las buenas personas a las peores, todo un compendio de personajes cada cual de su madre y padre.

Me encontraba a treinta pasos del coro de soldados, quise comprobar in situ qué ocurría en su centro con toda esa alterada agitación. La mayoría de los presentes que me encontraba acusaban un grave estado de embriaguez, riendo, cantando y animando con sus gritos a todo el mundo. La soleada hora convirtió el sitio en el escenario perfecto, dejando a los hombres prestos para cualquier circunstancia que se diese. Daba igual en la dirección que mirase, la alegría estaba presente, ajenos todos a cualquier desdicha o eventualidad que se presentase, estaba cumplido el cometido y ese hecho, permitía la riada de satisfacción. Los veteranos cubrían el lado sur del campamento, cerca de la zona de rancho, junto a la comida y bebida, los noveles al norte, contando sus hazañas conseguidas o inventadas. Los soldados de grado medio paseaban junto al camino, estos eran mayoría, serios y formales, independientes de cualquier malentendido y comprometidos con la causa.

Hernando Jaén, el barbero de la tropa, hacía su feria particular con una fila de cincuenta hombres esperando para cortarse el pelo por medio maravedí, afeitarse y pelarse costaba uno. También el escribiente Rafael Expósito ganaba sus cuartos a razón de carta escrita para familiares o amores abandonados, en él se apoyaban para hacer llegar hazañas conseguidas a los conocidos a través de misivas cortas pero intensas, igualmente de mandar a sus amadas cariños escritos y poemas de amor, solían ser siempre los tres mismos que Rafael conocía, en momentos de desazón afloraban los recuerdos de seres queridos.

Los cocineros preparaban las viandas para la cena de la noche mientras algún jefe se pasaba por las cocinas y pillaba ración antes de lo previsto. Los más pillos llegaban en nombre de algún mando, demandando algo de rancho para saciar sed y hambre, cúmulo de las jornadas de batalla donde apenas entró nada en boca. Luego, tras apañar cada cual lo suyo, formaban grupos para perderse con los compañeros entre la arboleda del sitio, buscando reuniones con los más allegados. Se creaba así buen ambiente de camaradería, donde algunos reunían comida, bebida y si era de cara bien dura y con buena verbosidad, junto al dinero aportado por todos, se presentaba con alguna señorita dispuesta a satisfacer a la fogosa reunión. Eran los más osados, no temían a nadie en esos días en que el perdón estaba garantizado y todo se le pasaba por alto a la tropa.

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