1 ...7 8 9 11 12 13 ...21 —Razón llevas buen amigo, esta leña es excelente para el caso.
Agarró la tajadera de mano, cortó un hierro que le acercó su hijo y fue hasta el interior por el vino. Nos sentamos fuera, bajo el techado de cañas, sobre un asiento que esperaba para ser reparado. Pregunté por los ingleses, como vecinos que eran, me contó que eran buenos pagadores pero exigentes con el material, sin embargo, no mantenían relación con nadie fuera de su grupo, solo un escudero se presentaba para traer o retirar trabajos. Su jefe, nada especial, gustaba llamar a las morenas de buenas carnes para sus quehaceres y beber vino. Los demás eran borrachos, pasaban el rato con las espadas o con los arcos, pero sobre todo bebiendo.
Estuve un buen rato con el amigo Arístides, dimos cuenta de una buena jarra y charlamos amistosamente. Ambos nos conocíamos de Castilla, trabajaba para los reyes y era algo así como el herrero principal de la tropa. Luego de despedirnos le indiqué que volveríamos a vernos en Ronda, ya saldaríamos allí otro buen rato de charla, me lo agradeció con un abrazo.
Entre la sofocante temperatura y los vinos tomados con el rey, el Gran Capitán y ahora Arístides, comencé a recibir avisos urgentes del estómago, salí con la intención de detenerme a comer algo y, por unas cosas u otras, nada entró por mi maltrecho tragadero. Me encontré frente al sitio de los arqueros ingleses, ni que decir tiene que escupí en el suelo al verlos. Borrachos, distraídos disparando sus arcos, intentando acertar a unas ratas vivas que sujetas con cuerdas colgaban de la rama de una encina. Tras lo visto en el asedio, me parecieron gente con falta de hervor, más que soldados eran asesinos sin escrúpulos, el tiempo me brindó la oportunidad de vengarme primorosamente, debo decir que los hubiese matado a todos allí mismo. Bien viene el dicho, “los humanos, como los dedos de la mano, no son todos iguales”.
Recordé entonces los cinco que maté con la ayuda de don Gonzalo y don Alonso, se lo merecieron, nunca me sentí tan fuera de mí, la guerra siempre soporta momentos de tiranía militar por parte de los vencedores y lascivia sobre los vencidos, pero, cuando atañe al amor… sobran las disculpas y afloran los sentimientos.
Pasé junto a su lado, cerca de una valla que utilizan para colindar la zona donde montan sus tiendas. Dos soldados cocinaban en una gran olla unas vísceras de vaca, el hedor me produjo arcadas, entre el vino y el olor repugnante se revolvieron mis tripas y vomité junto a una encina. Agarrado a su tronco pude dejar salir el brebaje, culpable de mi torpe embriaguez, expelía las últimas salivas rojizas cuando crucé mirada con un inglés, levantó su mano en señal de saludo, no le respondí aunque fuese de mala educación, para mí suponían carroña, desvió la mirada ante la indiferencia y contrariado continuó con su faena. Enderecé mi cuerpo y respiré una bocanada de aire para aliviar mi sufrido dolor de cabeza, alejé mis pasos de esos ruines y enfilé el camino hasta la parte lindante a las hogueras.
Antes de tomar la decisión de avisar al cardenal sobre el aviso del rey, me pasé por mi tienda, aproveché la soledad del momento para ordenar los pensamientos que, tras lo bebido y vomitado, se hallaban como ausentes. A esas que entró el marqués don Rodrigo en mi busca.
—Don Pedro, tenéis mal aspecto, ¿tan mal ha ido la reunión con la reina?
—Ni bien ni mal, ha ido a medias.
—Ilústreme, buen amigo.
—La reina quedó indispuesta y hemos postergado la explicación para otro momento.
—He escuchado que han llamado a don Juan Díaz, ¿sabe algo al respecto?
—Ordene que traigan algo caliente que de veras le digo que no llego a la noche.
El marqués rio con ganas y con voz firme mando a uno de los guardias por un caldo caliente y una cazuela con carne. Se sentó y estiró las piernas para entablar conversación.
—Se ha pasado con el vino, don Pedro.
—¡Qué me voy a pasar hombre! No he comido nada en tres días y me ha volcado el vino y el sofoco que este sol nos manda.
—Eso será, no le discuto por su estado.
Entró el guardia y dejó sobre la mesa el caldo y la carne junto a un trozo de pan. Me acerqué y comencé a comer como si no hubiese mañana.
—Calme, amigo, que yo comí hace rato y nada le voy a pedir.
Reímos juntos mientras comía con bocados de hambriento, tomé el caldo a la mitad de un solo sorbo y recuperé la compostura, le conté al marqués lo hablado con los reyes. Don Rodrigo aprobó cada palabra dicha y volvió a reírse cuando le dije que la reina se enfadó con don Fernando por una cuestión en la que, sin intención, lo involucré de lleno como responsable.
—Tenemos una reina con más carácter que el mejor de los reyes, don Fernando no puede sujetarla cuando se empecina con algo.
—Puede que se haya equivocado esta vez, no era necesario que hubiese venido, y mucho menos en estado de buena esperanza.
—Si no se presenta aún estamos buscando el momento de acometer el sitio. Su llegada envalentonó a las huestes del rey y a él mismo. Bien avenida ha sido, ahora veremos el precio de su riesgo.
Cuando se fue el marqués decidí cambiar mis ropas y asearme, quedando sentado sobre el camastro de paja para posicionar los próximos pasos a dar, comenzando por visitar al cardenal a quien don Fernando me pidió avisase en su nombre. Encontré la tienda tras unos braseros torneados que ardían con altas llamas manteniendo iluminado el acceso, a la derecha se encontraba una cruz que se alzaba sobre un montículo, custodiada por cinco soldados. La llegada de la tarde dibujaba un campamento que pronto se encontraría en oscura luminosidad, ofreciendo el resplandor de las hogueras como punto de referencia para ubicarte sin pérdida.
El cardenal colocaba atareado un codillo de cerdo en su plato, dando buena cuenta de una jarra de vino junto a un invitado que liquidaba con apetito voraz una pieza de ave. Nunca pasaron hambre los altos cargos de la Iglesia, pensé para mis adentros.
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes, don Pedro, siéntese y nos acompaña.
—Comí algo hace un momento, señor, solo quiero comunicarle que don Fernando ha requerido su presencia.
—¿Algún motivo en especial?
—Él se lo explicará, señor.
—Bien, en cuanto terminemos de comer nos acercaremos. Antes, y si me lo permite, quisiera presentarle a un buen amigo que me acompaña y seguramente le interese saber el motivo por el que se encuentra aquí estos días. Don Pedro, quiero que conozca al señor don Cristóbal Colón, marino experimentado y con una proposición para los reyes que puede cambiar el destino del mundo.
Se levantó el marino Colón y, tras una ligera inclinación de cabeza, me ofreció su mano que estreché a modo de amistad, yo no se la hubiese dado de primera pero claro, es una falta de respeto rechazarla.
—Puede que le interese saber lo que comentábamos, don Pedro —intervino Colón—. Sentaos y acompañadnos, me gustaría que atendieseis ofreciendo vuestra opinión sobre el tema.
Se giró Colón y acercando una silla a la mesa me ofreció lugar y una copa de vino con amabilidad. Alejé el vino a un lado sin querer ni mirarlo, aún coleaba el sabor del vomito en el canal a pesar del caldo y la carne.
—Como me comentaba el cardenal, vos mejor que nadie, por vuestra cercanía con el rey, debe saber la cantidad de caudal que la conquista de Setenil ha dejado en las arcas reales. Estoy en disposición de presentar una propuesta de navegación a sus majestades, y al ser de gran coste, es de interés saber cómo se encuentran los caudales reales en estos momentos.
Colón no se arrugaba, quería saber y preguntaba, bajo el manto del cardenal se protegía para tales pesquisas, sin embargo, no era yo de hablar en nombre de los reyes y mucho menos de las cuentas de palacio.
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