Sebastián Bermúdez Zamudio - Setenil 1484

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Setenil 1484: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante tres meses de convivencia conocerá de cerca a personajes que le enseñan la vida en la villa y las calles del pueblo, aunque tropezaría con una serie de tejemanejes que harán que la paz terminara en un enfrentamiento sangriento.La novela da a conocer la corte cristiana de manos de muy personajes conocidos ofreciendo las vivencias de su campamento desde dentro. Da cuenta de las cargas de las bombardas y sus posteriores disparos, mide distancia junto a la Artillería Real. El lector incluso llegará a sentir la lluvia en un asalto con escalas junto al gran Ortega y el marqués de Cádiz.La pluma de Sebastián Bermúdez Zamudio hace ajustar las ballestas para defender las torres y la almenada muralla del ataque rumí, al tiempo que hace posible escuchar poemas a través de la bella Zoraima e incluso vivir una historia de amor a escondidas. Sufrir y luchar, conocer y complacerse, vivir Setenil 1484.

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El camino de entrada quedó regado en sangre, sembrado de cuerpos cercenados, brazos y piernas, vísceras en hocicos de perros y hasta algún que otro buitre asentado sobre algún cadáver putrefacto de las primeras horas de lucha. El rey era consciente de lo que había pasado, era hombre de batallas y no se dejaba amedrentar ante inequívoco episodio de odio entre dos pueblos, el moro y el cristiano. Se respiraba odio en aquella frontera, pero era un odio hacia nosotros, no los cristianos, sino los soldados, esos hombres venidos de un Reino que empezaba a tornarse de color escarlata. El odio se reflejaba en las gentes que se encontraban al paso de la comitiva real, la subida hasta la puerta misma de la mezquita estuvo sembrada de incertidumbre, varias personas nos abuchearon y solo se silenciaron ante el poder de los soldados armados.

En los ojos de todo el elenco de personalidades se dibujaba una triste imagen, repetida en todos los asedios, gente sin hogar, sin protección y en la ruina, todo por un Reino, todo por la plata y el oro. Doña Isabel no daba crédito a aquello, era la guerra, una guerra santa, una cruzada de la Santa Madre Iglesia contra el infiel, haber visto a que extremo se puede llegar en nombre de Dios por el hecho de recuperar unas tierras, esas mismas tierras que jamás conocimos como propias. Era la codicia y la riqueza lo que nos enseñó Jesús a no desear, eso era lo que sembraba la Iglesia y sus interesados defensores.

Roma se había convertido en el ejército más poderoso del momento, eran letales, un Reino tras otro caía por la gracia de Dios, la Iglesia cristiana comenzaba a crear su propia arma en Europa, un contingente de tropas preparadas para lo que fuese necesario. Todo en nombre de Dios Nuestro Señor, en Setenil acababa de comenzar la conquista del mundo.

Don Fernando entró de nuevo donde me encontraba, movió la cabeza a un lado y otro en un gesto entre cansado y de resignación, llenó dos copas de vino, una que me ofreció y otra para él, luego se sentó en el sillón.

—Ha pedido que venga don Juan Díaz, su médico. Doña Isabel no se encuentra bien.

—¿Algún contratiempo inesperado, señor?

—Malparir, me temo que ha roto aguas y si las cuentas no fallan va por su séptimo mes de embarazo, tal vez octavo.

—¿Corre peligro la reina?

—No puedo contestarte, Pedro, espero que no. Ya le dije en su momento que no montase a caballo ni hiciese largos caminos en carro, pero quiso venir hasta Setenil al llegarle noticias de la lentitud con la que desarrollamos la toma del lugar.

—¿Lentitud?

—Yo que sé, a veces no confía en nadie, ni en mí mismo, quiere que no se cometan errores, la perfección de cada paso para definitivamente tenerlo todo atado, bien tejido y sin descosidos.

—Señor, creo que lo mejor es que me retire, y si en algún momento la reina decide acabar con lo expuesto o tiene alguna necesidad en la que pueda ayudar, volveré en cuanto reciba aviso.

—Continuaremos con lo hablado. Pedro, haz favor de avisar a don Gonzalo y al cardenal, de don Rodrigo ya me encargo yo.

Se levantó y desapareció entre las cortinas que separaban la parte donde la reina se encontraba del espacio donde tuvimos la reunión. Al instante una sirvienta entró con unos paños blancos bien doblados y sujetos sobre ambas manos, otra pasó por delante de mí con un baño de agua caliente y tras ellas el médico de la reina.

—Don Pedro —me saludó con una inclinación de cabeza y sin más dirigió sus veloces pasos en busca de doña Isabel.

—Suerte, don Juan —le dije casi sin que me oyese.

Luego me acerqué a la puerta de salida, aparté las cortinas con los colores de Castilla y abandoné la tienda suspirando por haber pasado el trago de esa reunión, al menos de momento, y preocupado por el estado de la reina, la vi decaída en el momento en que levantó la mano para descansar un poco. El rey llevaba razón en parte al acusar a su cabezonería el hecho de encontrarse en Setenil sin necesidad de ello, pero tras lo hablado con algunos soldados amigos, también puedo afirmar que su aparición y el momento elegido, transformó a don Fernando y a la tropa en un poderoso adversario que entre sangre y valor consiguió hacerse con el sitio. Doña Isabel no es reina cualquiera, es la reina, una mujer por encima del bien y del mal, ante nadie baja la cabeza y ante su presencia todos nos rendimos, Dios la guarde mucho tiempo con nosotros, de ella depende todo, aunque a veces sea, como dice don Fernando, exigente consigo misma al querer manejar todo.

La tarde se tornaba calurosa cuando inicié camino hacia la tienda del señor Gonzalo Fernández de Córdoba, los soldados continuaban con sus trabajos y algunos celebraban la victoria con juegos y apuestas. Se aproximaba la hora de comer y el campamento se llenaba del olor a migas que preparaban los cocineros y de carne asada, ese olor característico que desprendían los cerdos empalados sobre las ascuas de una buena hoguera de leña. Algunos soldados veteranos se veían solitarios al borde del terreno que dividía el campamento, alejados de la algarabía que formaban los jóvenes, llevaban muchas batallas a sus lomos, se descubrían cansados ya de tanto tiempo alejados de sus familias. Son muchos los años de guerra, cuando no con unos, con otros, la fuerza de veteranos estaba cansada y querían conseguir una buena paga con la que poder retirarse.

Setenil es un buen lugar para quedarse, para volver a empezar una vida, todos los llegados acabaron prendados de su belleza, del lugar. La Corona prometió tierras y casas a quienes los siguieran en esta aventura, muchos de los que allí prestaban servicio lo recordaban entre ellos, soñaban con una guerra que acabase pronto y poder asentarse en un sitio como este.

Al llegar a la altura de la tienda del señor Gonzalo, observé cómo se dejaba llevar por la atención de unas señoritas expertas en unos beneficiosos masajes tras la batalla. Decidí esperar fuera, dando un paseo por el borde de la cornisa, observando los humos que subían en dirección al cielo desde las casas de la villa, la muralla destrozada por la trasera de la mezquita, o mejor dicho, de la iglesia, pues ya se vislumbraba una cruz cristiana en su pináculo. En el campamento de don Francisco Ramírez, en el cerrillo frente a la villa, levantaban ya todos los avíos que durante el sitio se utilizaron. Una columna formada por cerca de cuatro mil hombres se dirigiría a Ronda por la vereda de El Quinto, todo terminaba allí para Castilla y Aragón.

Cerré los ojos y respiré profundamente, en esos momentos quería pensar en Zoraima, su dulce y melodiosa voz llegaba hasta mis oídos recitando, como tantas veces, algún poema escogido de su favorito Ibn Quzman. Conseguí sentarme apoyando la espalda en el tronco de un árbol, volvieron a surgir lágrimas de mis ojos, volvió a corroerme la soledad que se siente al verte sin el ser querido y amado, derrumbé mi voluntad sobre el suelo, sin consuelo, sin amor, maldiciendo a esta guerra por separarnos. Faltan las palabras, abundan los recuerdos y aprieta el dolor al recordarla.

“Que beba la hermosa y me dé a beber,

sin centinela ni polizonte que nos espíe.

Así es más bonito.

¡Cuán deliciosa noche se pasaría

acariciándonos con besos y abrazos!

¿A dónde vas? ¿Por qué estas inquieta?

¡No te muevas! ¡Cede tus gracias al amante!

¡Quien haya estado en situación tan violenta

como la mía que considere!

¡Si es poco lo que pretendo!,

y… no lo consigo”.

Ibn Quzman

EL CAMPAMENTO

Dejé atrás, bajo promesa de intentar rehacerme, el pasado sufrido, en nada me ayudaba el llanto y mucho menos la desesperanza, volverían, claro que sí, pero debía combatir esa desesperación porque es lo que hubiese deseado Zoraima, además, estaba vivo, no podía morir en la memoria, así que decidí enfrentarme sin miedos a los designios de los que el maestro Enrique siempre me previno. Me levanté y decidí entonces buscar un sitio para alimentar mi maltrecho apetito, llevaba varios días que no probaba bocado caliente, solo pan, queso y algún que otro trozo de carne fría. Fui directamente hasta las cocinas, el sitio quedaba arriba y en el camino me encontré con soldados alegres que continuaban disfrutando de la hazaña conseguida, plenos de júbilo, orgullosos del éxito logrado.

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