Me detuve cercano a una hoguera, los ruidos se apagaban y las llamas en la distancia comenzaban a morir, se agotaba la jornada, los cuerpos cansados, la vida en descanso, un campamento que latía exaltado y ahora era consumido por el sueño y los placeres terrenales que de las viñas se extraían. Aferré la empuñadura de la espada con mano firme, busqué con la mirada a los malditos ingleses y extraje la mitad del acero que brilló en la oscuridad, luego lo volví a su sitio con decisión contrariada y continué caminando.
“Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo el pie de ellos resbalará, porque el día de su calamidad está cerca, ya se apresura lo que les está preparado”.
Deuteronomio 32:35
Raissa pidió al médico don Juan Díaz que abandonara la habitación y que en caso de necesitarle ya lo llamarían. Ella tomó los paños calientes y los acercó a la cama donde se encontraba doña Isabel, luego le secó el sudor de la frente y la tranquilizó tomando su mano con suavidad y mostrando una tierna mueca de ternura.
—Pronto acabaremos, señora.
—¿Viene muerto, verdad?
—Así es, pero igualmente tenemos que sacarlo.
La reina cerró los ojos y una lágrima escapó entre los apretados párpados, Raissa le había dicho cuando escuchó su vientre que el niño llegaba sin vida. Acercando su oído a la barriga de la reina y con unos movimientos de manos a su alrededor, sentenció con la frase de su muerte al ser preguntada por doña Isabel.
Dos horas antes, y por consejo de Raissa, partera con métodos árabes pero cercana a los reyes desde hacía tiempo, propuso llevar a la reina hasta la misma villa de Setenil, aconsejando habilitar una habitación para el alumbramiento en la casa de Salomón, situada a la izquierda junto al arco de entrada a la plaza de la Mezquita. Sitio bien ventilado por su ubicación junto al arrabal de Los Cortinales y protegido por gran cantidad de soldados que rastreaban hasta el último rincón de la villa para mantener su seguridad. Tras debatir con el rey el asunto, se dispuso un carruaje y una escolta de cuarenta hombres que protegieron el camino para que nada sobresaltase los ánimos. La reina acató lo que decía la partera y se puso en sus experimentadas manos, el médico acompañó a doña Isabel en el camino y estuvo a su lado hasta que Raissa le pidió que abandonase la estancia, los alumbramientos eran llevados por la partera y una o dos ayudantes, ningún hombre estaba nunca presente salvo fuerza mayor de necesidad. La habilidad le venía por vocación familiar, la joven mantenía alerta la mirada sobre todo lo preciso, exigiendo en cada acto una puntualidad e higiene dignas de la reina. Su forma de vestir al estilo nazarí chocaba con el color de su piel siendo menos oscura que las mujeres árabes, sin embargo, esa indumentaria de moda pronto desaparecería. Ella fue criada en palacio a las faldas de su madre, jugando a correr hasta convertirse en la mujer que hoy era, a pesar de haber respetado las creencias de cada uno, ella decía no creer hasta que pudiese sentir de verdad cualquier señal que la moviera hacia la fe. Su excelente disposición con la reina le valió su simpatía y agrado, convirtiéndose en un gran apoyo en momentos delicados que con nadie trataba.
La habitación fue rápidamente aromatizada con unas hierbas que encendieron sobre un plato de bronce las doncellas de la reina. Ella se tumbó sobre la cama y una joven de unos doce años se encargó de ir pasando paños limpios por las piernas de doña Isabel con tacto suave y mucha calma. Raissa acercó varias veces el oído a la barriga de la reina y la masajeaba con sumo cuidado, untando aceites en su piel y recitando palabras de amor en voz muy baja. Cuando el baño con agua caliente estuvo preparado, la sirvienta llevó un caldo caliente que tomó la reina y luego fue bañada para purificar su cuerpo, volviendo a la cama nada más terminar de secarse.
Raissa se lavó con esmero sus manos y comprobó que las de su asistente, la niña de doce años, estuviesen también limpias y con las uñas cortadas, todo estaba en orden, no quería que ese detalle provocara una infección a la reina. La partera ya era sabedora de que algo fallaba en el transcurso natural del parto, no escuchaba latir al bebé y el vientre de la reina perdió presión, como cuando el embarazo va mal. Era su costumbre observar esos detalles para proceder con mayor cautela en caso de haber un problema y mantener cuidado para no provocar una hemorragia interna que podía llevar a la muerte a una madre.
Mantuvieron distintas sábanas a mano para la muda de cama tras el baño a la reina, la jofaina con agua caliente se mantenía cercana sobre un posadero de madera. Comprobó algunos artefactos de succión y los instrumentales de cierre de heridas profundas, punción, extracción, corte y costura, se desinfectaban con agua que hervía en una palangana de metal sobre un fuego candente. La joven partera mostraba tranquilidad, sabedora de sus dotes y de a qué se enfrentaba, fuese la preñada una reina o una criada, para ella era un nuevo parto que afrontar.
Una nodriza acompañó a la reina, ocupó la habitación de al lado para caso de ser necesaria su aportación por alguna urgencia o para dar descanso en la lactancia a la reina. Era una mujer de unos veinticuatro años que parió dos meses antes, de constitución sana y unos pechos no muy grandes pero sí firmes, quedó a la espera pues nadie requirió de sus servicios. Partiría de vuelta a su casa con la remuneración prometida y un buen cerón de comida en la mula prometida que le regalarían.
Los esfuerzos realizados por la reina y Raissa terminaron por traer al infante a este mundo, como se presagió, sin vida, sin más alma que la perdida. Cortaron el cordón umbilical y procedieron a asear a la reina que en el esfuerzo quedó abatida y dormida, ayudada en parte por un brebaje que le dio a tomar la partera nada más terminar la extracción. Recogieron y limpiaron todo, dejando descansar a doña Isabel, fuera esperaba don Fernando, que fue informado al instante sobre la muerte de su hijo, ahogado por el cordón umbilical en una mala postura que tomaría en el vientre. Nadie se tomó el parto como algo extraordinario, la mitad de ellos no terminaban bien y de los que llegaban a nacer con vida, uno de cada cuatro moría días o semanas después. Alcanzar la edad de catorce años se consideraba todo un hito para los jóvenes de esta época. Hay que tener en cuenta que cuando no te mata la deficiente higiene, lo hace el sarampión, la viruela o cualquier otra enfermedad, estaba igualmente la mala alimentación, el hambre que caminaba por estas tierras partidas en reinos y en donde el trabajo escaseaba y la pillería crecía.
Raissa, con el delantal manchado de sangre y ligeros síntomas de agotamiento, entregó un trozo del cordón umbilical al rey y este le sonrió agradeciendo su esfuerzo. Miró la gelatinosa cuerda pensando en si era ese conducto el que había ahogado a su hijo, no obtuvo respuestas, solo silencio y consejo.
—Debería pasar, señor, la reina se encuentra ahora agotada pero necesita del calor de los suyos, nunca es fácil digerir la pérdida de un hijo, acérquese hasta ella y agarre su mano, a pesar de encontrarse adormecida se lo agradecerá. Yo volveré pronto y ya quedaré con ella hasta que se restablezca definitivamente.
—Gracias, Raissa, te agradezco que hayas venido tan rápido. No esperábamos que se pusiese de parto, aún quedaba cuenta. Has hecho todo lo que has podido y más, sabré recompensarte.
—No es necesario señor, el cuerpo es sabio, puede que el bebé llevase muerto más de una semana, a pesar de lo que dice don Juan, no creo que el camino realizado haya tenido nada que ver. Son muchos recién nacidos o por nacer los que se pierden o mueren al dar a luz, y le aseguro que en muchas peores condiciones que las que ha tenido doña Isabel han nacido y han muerto, nada que ver con nada.
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