Sebastián Bermúdez Zamudio - Setenil 1484

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Durante tres meses de convivencia conocerá de cerca a personajes que le enseñan la vida en la villa y las calles del pueblo, aunque tropezaría con una serie de tejemanejes que harán que la paz terminara en un enfrentamiento sangriento.La novela da a conocer la corte cristiana de manos de muy personajes conocidos ofreciendo las vivencias de su campamento desde dentro. Da cuenta de las cargas de las bombardas y sus posteriores disparos, mide distancia junto a la Artillería Real. El lector incluso llegará a sentir la lluvia en un asalto con escalas junto al gran Ortega y el marqués de Cádiz.La pluma de Sebastián Bermúdez Zamudio hace ajustar las ballestas para defender las torres y la almenada muralla del ataque rumí, al tiempo que hace posible escuchar poemas a través de la bella Zoraima e incluso vivir una historia de amor a escondidas. Sufrir y luchar, conocer y complacerse, vivir Setenil 1484.

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—Lo sé, ella es precavida con todo, aunque sigo pensando que le hubiese venido mejor el descanso. Y soy de los que piensa que se nace vivo o muerto sin tener en cuenta las condiciones, creencias o rezos que nos pueda ofrecer la vida.

La partera no dijo nada, bajó las escaleras de la casa y se dirigió al patio, sentándose bajo el limonero y cerrando los ojos, un día agotador, repleto de idas y venidas, con la muerte de un infante y una guerra infinita en medio de todo. Raissa, hija de padre moro y madre cristiana, se encontraba en Ronda cuando la avisaron, su madre, que con ella se hallaba visitando a unos familiares, había dado paso a la hija en estos menesteres por su buen hacer y por la edad de la madre, ya mayor. La joven, ayudaba con los heridos en campaña y ejercía de partera donde requerían de sus servicios, hoy aprovechaba el desplazamiento a Ronda para ver a los suyos y, de paso, conseguir vendas muy necesarias esos días. Su padre murió al poco de nacer ella, un enfrentamiento y una ballesta que le atravesó la garganta se lo llevaron. Muchacha de belleza sublime, con un fuerte carácter que la mantenía soltera y codiciada, aunque ella nada quería saber de nadie en esos momentos de guerras y viajes junto a su madre.

Al despertar, doña Isabel, recibió consejo de don Juan para reposar durante dos días, los aceptó de buena manera aunque no dejó de señalar que debía partir en esa fecha para seguir con lo previsto en su viaje. Era de vital importancia llegar a Sevilla para una reunión en la que se determinaría la situación que tomaría el Reino frente a cuestiones como la Santa Inquisición, la expulsión de los judíos y el valor de la Santa Hermandad en la lucha para el sometimiento de la nobleza, hasta ahora respaldada por una coalición interna de los nobles al no querer perder sus privilegios. Era transcendental para los reyes esa vista con distintos enviados de cada parte implicada, quería estar al frente para dejar clara la postura de la Corona y respaldarla con su presencia.

Esa noche, con el fresco viento que regalaba la ventana que daba a Los Cortinales, Raissa pasó a su lado todo el tiempo, leyendo para doña Isabel libros de aventuras sobre generales legendarios que tanto le gustaban, como Alejandro el Macedonio o los romanos que se convirtieron en emperadores, las batallas eran de su agrado y también le leyó textos que citaban algunas de ellas y otros donde algunos griegos dejaron escritos sobre leyendas increíbles.

Con la claridad de la mañana fue celebrado el bautizo del infante a pesar de su muerte, se le llamó con el nombre de Sebastián, estaba ya decidido y así lo querían los reyes en caso de nacer varón. El cardenal, en un acto privado y repleto de sentimentalismo, ofició de manera legítima el bautizo para así poder ser enterrado como católico, cuestión importante para todos, más estando en tierras que pertenecieron a los infieles.

“Vi que manaba agua del lado derecho del templo,

y habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.

Lectura de la profecía de Ezequiel 36, 24-28.

Poco más tarde compareció, ataviado con hábito talar, don Pedro González de Mendoza, y pronunció la misa pro defunctis por el fallecido infante que se celebró en el Real donde se emplazó el campamento, quedando para el resto como Real de San Sebastián, donde se le dio cristiana sepultura. Los reyes asistieron vestidos de negro al réquiem, la reina, a pesar de su estado, quiso estar presente, mostrando un rostro juicioso que valoraba el respeto con el que la tropa acudió alrededor de todo el lugar. Soldados arrodillados con cabeza gacha durante el tiempo que la misa duró, abatidos por el dolor de su reina, tratando de recordar oraciones que se presentaban olvidadas al requerir sus letras a la memoria. Los presentes mantuvieron un silencio celestial, donde el trinar de los pájaros era el único sonido que acompañaba las palabras del cardenal mientras cada cual rezaba a su manera, entre olvido y disimulo hasta quien a bien expresaba sus buenas prácticas como cristiano. El púlpito desde dónde se dirigió a los presentes, fue traído para la ocasión desde la cercana Olvera, mostraba en su cara delantera la talla de una cruz cristiana sobre un monte, los laterales estaban cerrados con una barandilla de madera a cada lado para mayor seguridad. Como buen conocedor de la Iglesia católica, el cardenal oficiaba sin necesidad del libro litúrgico, de memoria, imponiendo su voz por encima de todas las cosas, el ritmo pausado y melancólico otorgaba al momento un aura suprema de respeto.

“Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”.

“Concédeles el descanso eterno, Señor, y que brille para ellos la luz perpetua”, con esa frase del introito terminó de oficiar el rito católico.

Tras media hora de misa se procedió a llevar al infante hasta el sepulcro, una pequeña caja de madera con la cruz de Nuestro Señor en la tapa superior y portada con las manos por cuatro capitanes, uno de cada compañía, que llevaron el féretro con solemnidad hasta el lugar elegido donde quedó para siempre su cuerpo. Una vez dada sepultura y acabados los pésames, la reina entregó al cardenal, para que se lo hiciese llegar a quien fuera menester, un escrito con la orden real del levantamiento de una iglesia en honor a San Sebastián sobre su sepulcro. Luego acabó todo, volviendo poco a poco el martillar del trabajo y el intensivo e imparable movimiento de un ejército en pos de un desalojo campal y una marcha triunfal.

Doña Isabel se retiró a la casa de la villa en su carruaje, era necesario que descansara para restablecerse con firmeza. El rey por su parte quedó en el Real de San Sebastián para atender a aquellos que requerimos su atención. A pesar de no ser lo más indicado en ese momento, comprendió que la velocidad con que se llevaban las acciones necesitaban de su presencia para enjuiciar distintas obligaciones. La tropa y algunos mandos continuaron con el desalojo y desmonte de todo lo allí establecido esos días, quedando la tienda del rey como última para desmonte, a la espera de su partida cuando se recuperara la reina. Los zapadores se quedarían una jornada más para la recogida de bártulos y armamento, incluidos los bolaños de las bombardas, piedras cinceladas de Acinipo, luego, en carros y mulas, los acarrearían hasta Ronda para volver al trabajo que allí esperaba.

Yo bajé a la villa en busca del capitán Ahmad y Räven, nos personamos ante el rey y hablamos de la nueva situación en que se encontraban. Ambos debían partir al terminar la audiencia con don Fernando hacia Granada. Provistos de un salvoconducto real que les permitiera atravesar tierras cristianas sin problema, una vez allí establecidos y tras contar la versión que bien vieran sobre lo sucedido, quedarían al servicio de la Corona para cualquier necesidad, todo quedó escrito bajo palabra y juramento. No fue fácil convencer al capitán, pero era aceptar lo propuesto o poner destino a galeras. El rey no los conocía como yo y no era sabedor de tanto como apoyaron la decisión de rendición y entrega durante las negociaciones, tratando de evitar la pérdida de tantas almas inocentes como se dieron al final de la contienda. Don Fernando, como todos, pensó más en los cristianos caídos que en los enemigos, además, el hecho de la muerte del infante y el estado de la reina, pesó en contra de los dos mandos de la fortaleza nazarí.

Intervine tratando de convencer a ambos recordando que los primeros traicionados fueron ellos mismos por Granada y su gente, algo que ya sabían mejor que nadie, los dejaron desamparados, expuestos ante un futuro incierto cuando más falta hizo su apoyo y todo tras una etapa de gloria y compromiso como siempre mostró Setenil en la frontera.

Finalmente aceptaron, sin embargo, reclamaron sus condiciones, tales como que no se enfrentarían jamás a los suyos y que cada información que le llegase a la Corona en su nombre sería cuando ellos lo decidiesen, sin poner en peligro su buen nombre ganado con muchas jornadas de frontera. El rey aceptó, pues era más un favor a mi persona que una necesidad en la lucha, pero como le dije, “es mejor tenerlos a nuestro lado que con el enemigo”.

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